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「13」 𝔤𝔩𝔬𝔯𝔶 𝔞𝔫𝔡 𝔤𝔬𝔯𝔢

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CAPÍTULO TRECE
gloria y sangre
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Aegon fue lavado y vestido con las galas propias de un rey, su pelo cepillado y aceitado, sus uñas limpias y recortadas. Era la primera vez en mucho tiempo que se sentía parecido a su gemelo quien tarde o temprano se enteraría de esta traición y lo odiaría para siempre. Fuera como fuera, su madre lo recogió y ambos fueron juntos en una carroza a la Fosa de Dragones. Aegon no dijo nada.

El calor corporal colectivo y el olor del sudor provocaron que a Aegon se le llenara la boca de ácido como si fuera a vomitar en cualquier momento. Ascendiendo los escalones hacia nuevo puesto, sabiendo que al final lo matará. Adecuado.

Ungido, la Corona del Conquistador fue colocada sobre su cabeza plateada, pesada. Tembló, arrodillado, esperando oír la voz indignada
de Valerius en su oído. Pero nunca llegó. Se levantó y se giró solo para que Criston le declarara Rey y él bajara la mirada hasta el suelo (no quiere estar aquí). La gente empezó a vitorear.

Eso lo dejó anonadado por unos segundos hasta que un sentimiento oscuro comenzó a colarse por entre sus huesos como una serpiente: orgullo. Estas personas lo querían ver en el trono y no a Rhaenyra o a Valerius. No. Lo querían a él. Así que sacó a Fuego oscuro y la empuñó hasta que sus brazos dolieron por el esfuerzo.

Gritos, luego un fuerte estruendo: Meleys rompió el suelo de la Fosa de los Dragones y el corazón se le fue a la garganta. Era la primera vez en semanas que no deseaba la muerte, y ahora se enfrentaba a ella.

Memorias de tiempos mejores inundaron su cabeza como una avalancha: la mano de Valerius entrelazada con la suya mientras corrían y los secretos inocentes que solían compartir en las noches. Protege a tu hermano había dicho su madre. Y eso haría.

Si sobrevivía a esto, Aegon exigiría que Valerius volviera.

Los minutos pasaron y su cuerpo no fue carbonizado bajo el fuego infernal del dragón así que Aegon se lo tomó como una señal divina. Porque en un mundo de cosas pasajeras, su hermano (su mitad) era un sentimiento perpetuo. Las almas gemelas no son las que te hacen más feliz, no. En cambio, son las que te hacen sentir más. Bordes ardientes, cicatrices y estrellas. Viejos dolores, cautivación y belleza. Tensión y sombras y preocupación y anhelo. Dulzura y locura y entrega onírica. Te lanzan al abismo. Saben a esperanza.

(Saben a odio también)

Valerius quería que él fuera suave, delicado y hermoso. Valerius quería que Aegon hablara con cuidado, respeto y compasión. Su hermano quería elegancia y encanto.

(Aegon nunca será Aemond)

Pero Aegon era más como un asteroide.

Era áspero y tarde o temprano rompería a la estrella que era su otra mitad (el poder de mil fuegos caería sobre Aegon cuando la estrella explotara). Aegon dejaría a su mejor versión llena de hoyos. Porque él era duro y despiadado y se estrellaría contra Valerius con tanta fuerza que lo cambiaría para siempre. Aegon era peligroso y violento y lastimaría tanto a su otra mitad que las orillas suaves del pelinegro quedarían ásperas como lijas.

Aegon era un dragón perdido.

El ocaso llegó pronto y con él, su madre se presentó en sus habitaciones hablando de paz.

— Le voy a mandar algo a Rhaenyra — declaró ella mientras lo miraba de reojo —. Deberías hacer lo mismo con tu hermano. Un recuerdo.

Esas palabras hicieron que Aegon sintiera que la bilis se le subía a la garganta y mordió sus labios con fuerza, mirando fijamente la clavícula de su madre y el pequeño trozo de cristal color rojo que llevaba en un cordón de cuero alrededor del cuello, subiendo y bajando.

Subiendo.

Bajando.

¿Pasaron segundo? ¿Horas? Aegon no lo sabía.

Valerius había hecho el collar años atrás con un trozo triangular de cristal que había encontrado durante el funeral de Laena Velaryon, justo detrás del castillo perteneciente a los Velaryon en Driftmark. Según Helaena, el cristal rojo era el más raro, seguido del morado y el azul oscuro. Hasta la fecha Aegon sólo había encontrado una pieza azul, que había convertido en una pulsera para su hija Jaehaera unos meses antes. Nunca se la quitaba (tan similar a su padre).

A Aegon le encantaban todos los colores: verdes oscuros, azules bebé, aquas y blancos. Valerius y Helaena se las traían en tarros de cristal cada dos lunas. Vivían en silencio en uno de los cajones de Aegon, como trozos congelados de su infancia.

(El collar de Valerius era su favorito por mucho)

Alicent bajó la mirada hacia el suelo, con el pelo cayéndole delante de los ojos.

—Quizá le puedas mandar el collar a tu hermano— susurró. —Si tenemos suerte, convencerá a Rhaenyra.

— Creí que el collar estaba perdido — dijo Aegon después de un momento —. Nunca... nunca lo pude encontrar.

— Yo lo guardé — murmuró su madre —. Creí que tú lo perderías, así que... yo lo guardé—repitió como si algo le impidiera continuar.

Y Aegon realmente nunca fue un iluso, pero esta vez tenía la esperanza de que ese collar cambiara las cosas (casi las cambió).

Él era el Rey... Valerius tendría que obedecer. Tendría que amarlo.

(Valerius era un rebelde)

Pero al poco tiempo fue llamado para asistir a una reunión del consejo y se dio cuenta de que muchos guardias reales y sirvientes se quedaron boquiabiertos al verle acercarse. La confusión se apoderó de su mente.

Aemond estaba allí, su rostro distante. Se dio cuenta vagamente de que los cueros de montar de su hermano están manchados con un chorro de rojo. No era vino, le dijo su mente. Sangre. Aegon lo miró fijamente, parpadeando, pero Aemond no le devolvió la mirada. Era como si su hermano no se diera cuenta de que estaba allí. Miró alrededor de la habitación. Su madre, angustiada. Su abuelo, tenso. Tyland y Jasper no le miraron a los ojos. Orwyle era el único cuya expresión no pudo leer.

—¿Qué significa esto? —preguntó finalmente Aegon, con voz preocupada.

Al cabo de un momento, su madre juntó las manos sobre la mesa como si rezara, inclinó la cabeza hacia delante y miró hacia abajo. —Lucerys Velaryon ha muerto, al igual que su dragón, Arrax—dijo, con la voz entrecortada como si hubiera estado llorando. —Hubo un incidente...

—¿Un incidente? —Aegon se quedó boquiabierto. El hijo de Rhaenyra y Valerius. Muerto. Miró a Aemond, que aún parecía no haberse dado cuenta de dónde estaba.

Su abuelo intervino, tratando de controlar la situación. —Lucerys Velaryon llegó a Bastión de Tormentas para convencer a los Baratheon de que apoyaran el reclamo de Rhaenyra y se marchó cuando Lord Borros no aceptó su oferta. —Otto miró hacia Aemond. —El Príncipe Aemond y Vhagar lo persiguieron.

—Y lo mataron—completó Aegon, con voz incrédula. Se rió alto y apretado. Aemond, que nunca había hecho nada malo en su vida, era un Matasangre. Se acercó a su hermano, tomándole la cara entre las manos y sacudiendo la cabeza como si fuera el sonajero de un niño. Aemond finalmente lo miró, y aunque trató de mantener su expresión neutral, Aegon pudo ver el miedo y el tormento detrás de sus ojos. Por una vez, no era culpa de Aegon. —Hermano, dime qué pasó.

Cuando Aemond no respondió, Aegon golpeó su palma contra la mejilla de Aemond, lo suficientemente fuerte como para dejar una marca rosada.

—Tu Rey exige una explicación.

—No quise...—Aemond comenzó, su voz sorprendentemente tranquila. —Había tormenta, y Vhagar...

—Habla claro.

Aemond tragó saliva, endureciendo su mirada. —Logré que Lord Borros apoyara a nuestro bando. Cuando Lucerys dejó Bastión de Tormentas, lo seguí. No tenía intención de matarlo. Vhagar no escuchó mi orden de detenerse.

Cuando Aegon se rió de él, la boca de Aemond se torció en un ceño mortificado. —¡Tú controlas al dragón más grande del mundo, y ella no quiso escuchar! Hermano, esta vez te has superado a ti mismo.

—Su Alteza—habló Tyland, en voz baja, pero Aegon agitó la mano.

—Celebraremos un banquete esta noche. Nuestro querido Príncipe Aemond ha hecho un gran servicio al reino librándolo de un bastardo, y nada menos que el de nuestra hermana. —Miró a su madre, con los ojos muy abiertos y rebosantes de asombro. —Vamos a celebrarlo —continuó, con los labios curvados en una sonrisa brillante.

¿Acaso no era gracioso? Aegon estaba disfrutando de su odio mucho más de lo que alguna vez disfrutó del amor. El amor es temperamental. Es cansado. Demanda cosas de ti. El amor cambia de parecer. Pero el odio, vaya, eso es algo que puedes usar. Esculpir. Blandir. Es duro, o suave, de cualquier forma en que lo necesites. El amor humilla, pero el odio te arrulla.

BREN'S NOTE: este capítulo va a ser de los más intensos en fic. ¡déjenme saber qué opinan!

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