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ೋ Más allá del bosque ೋ

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En los años venideros, el castillo del rey Clément y la reina Irene fueron todos llenos de alegría. Los sirvientes incluso portaban una gran sonrisa en sus rostros al tener la dicha de ver al pequeño y travieso príncipe crecer. Siendo participes de sus primeros pasos, sus primeras palabras y sus travesuras tampoco podían faltar. Con tan solo cinco años el príncipe recorría cada rincón del castillo, así fuese el desván de la torre más alta, hasta los enormes jardines llenos de rosas rojas y blancas. Su lugar favorito debía decirse.

A los diez años de edad, el pequeño y energético príncipe disfrutaba plenamente de trepar a los árboles hasta sus copas más altas ignorando a las pobres nanas que morían de miedo por su bienestar. Dios salve si el pequeño llegaba a caer por su descuido. Ni siquiera los piadosos reyes lo perdonarían, pues consideraban al príncipe como la niña de sus ojos. 

— ¡Joven Ji Min! ¡Baje de ahí por favor! —exclamó preocupada una de las sirvientas.

Sin embargo con un instinto aventurero el pequeño miraba asombrado a la distancia el pintoresco pueblo, y más allá, podía ver un hermoso paisaje de montañas a los que algún día soñaba con conocer y explorar. Ji Min tenía solo cinco años cuando ya había aprendido a leer. Amaba los cuentos que su madre le contaba antes de ir a dormir así que él mismo quiso aprender para saber que seguía luego de que la página terminaba y tuviera que esperar hasta el día siguiente cuando el sol se metiera. Ji Min había leído sobre tierras lejanas encantadas, criaturas mágicas, duendes y hechiceros, hadas y dragones. Se preguntaba, si más allá del pueblo se encontraban. Así pasaba las tardes completas en los árboles altos, admirando y soñando despierto hasta la caída del atardecer.

— Ji Min. Baja, es hora de dormir. —le llamó la voz tranquila de su madre.

El pequeño príncipe daba un último suspiro del paisaje y descendía con cuidado del árbol hasta llegar al suelo y tomar la mano de Irene quien lo llevaba hasta su plácida cama y lo arropaba dulcemente luego de un baño con agua tibia. Ji Min adoraba a su amada madre y padre más que cualquier cosa. Amaba la sonrisa en sus rostros y amor con el que se miraban uno al otro, pero... En esos últimos días algo había cambiado.

Los ojos de su madre lucían opacos y su rostro entristecía cuando él no estaba cerca. Ji Min creyó que tal vez a ella no le gustaba que se alejara mucho y por tanto procuraba ser obediente para que la sonrisa no faltase en el bello rostro de su madre.

— Mañana, tu padre quiere llevarte a su caza faisanes. ¿Te gustaría ir? —preguntó su madre. Los ojos del pequeño príncipe brillaron emocionado. Jamás había salido del castillo.

— ¡Si, si, si! —repitió moviendo su cabeza muchas veces, saltando en la cama alegremente. La reina acarició sus negras hebras y después besó sus pomposas mejillas adorables que habían subido hasta tapar sus ojos por su sonrisa.

— Entonces debes dormir ya. No habrá cuento esta noche cariño. Debes despertar temprano. —le dijo. El pequeño asintió sin rechistar. — Descansa hijo mío. —murmuró, dándole un beso en la frente para después salir de su alcoba.

Los ojos de Irene se cristalizaron en cuanto vio a su marido escuchando a un lado del umbral. Clément tomó su mano con cuidado y la atrajo bajo su brazo para consolarla. La reina estaba enfermando extrañamente, el rey Clément había mandado a buscar a la mejor curandera para intentar salvarla y al día siguiente ella llegaría. Irene no quería que su pequeño hijo supiera que se hallaba enferma, no deseaba preocuparlo, cuando su única preocupación debía ser jugar y crecer. Pero era eso último lo que a la reina le preocupaba, no llegar a ver nunca.

...

Esa mañana el pequeño príncipe despertó a primera hora y se cambió por si solo el ropaje antes de correr a la alcoba de sus padres. Luego del desayuno, el grupo de caza del rey estaba preparado para salir en el enorme jardín. Sus sirvientes prepararon las armas y los caballos para sus majestades. Ji Min subió al mismo caballo con su padre alegremente. Observó a su madre sonreirles mientras se despedía con su mano. El pequeño príncipe también se despidió agitando su mano mientras emprendían la marcha. Sin embargo, Ji Min también pudo ver una carroza llegar, cruzándose en el camino mientras ellos se iban. Los ojos del príncipe se clavaron en los de una rubia mujer dentro de la misma. Unos ojos azules y fríos quienes lo miraron con recelo. Ji Min se preguntó, ¿quien sería esa extraña mujer?

Mas no preguntó nada a su padre y continuó admirando el paisaje ante sus ojos. El pueblo, el pequeño pueblo se hacia más grande mientras avanzaban volviéndose enorme. Ji Min miraba a cada lado las casas y mercados, los puestos, los establecimientos y sobretodo, la gente que asentía reverenciando con respeto mientras la caravana atravesaba el pueblo. Ji Min miró un hombre de curiosas barbas largas mientras apilaba troncos y a su lado un pequeño niño castaño casi similar a su edad, que apenas podía cargar un grueso tronco, el cual dejó caer cuando ellos pasaron y fue a parar justo en el pie del viejo barbón.

— ¡Ho Seok! —gritó molesto el hombre.

Ji Min sonrió al pequeño por el tonto acto, o más probablemente porque nunca había visto a otro niño que no fuese en su reflejo en el espejo.

Siguiendo el recorrido hasta las afueras de pueblo el camino fue largo. El territorio del faisán se extendía bajo las faldas de las montañas y el bosque de abedules durante el otoño pues al comienzo del invierno migraban a otro territorio menos frío.

La caravana se detuvo en el bosque y los caballos fueron atados para evitar su huida. Los cuatro sirvientes, el rey Clément y Ji Min descansaron unos minutos mientras se alistaban para iniciar la caza.

El pequeño príncipe miraba con emoción y asombro el hermoso bosque. Los árboles de corteza blanca eran delgados y muy altos, la hierba bajo sus pies era tan tentadora. ¿Podría quitar sus fastidiosas botas y pisarla con sus pies desnudos? Probablemente no.

— No te separes mucho del grupo hijo. —le dijo su padre mientras cargaba el rifle.

El pequeño príncipe asintió obediente... O, no. Pues su mano atrás de su espalda se hallaba con sus dedos cruzados. Apenas la trompeta de caza fue sonada, Ji Min corrió emocionado entre los árboles buscando esos emplumados pajarracos hacia una dirección a la que no debió ir.

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MIN∆BRIL

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