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•ೋ•Erase una vez... ೋ

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Un reino piadoso. Un rey bondadoso y una reina amable a los que toda su corte, súbditos y demás pobladores del reino amaban. El rey, compartía sus riquezas con un buen orden, profesando a su reino, que cada plebeyo honrado y trabajador que otorgara un buen servicio solemne a su corona, gozaría diariamente de fruta fresca, pan y vino en su mesa. Aquellos quién con valor y sacrificio protegieran su territorio, asegurarían un caballo en su establo, ovejas y gallinas en sus corrales, asegurando buena carne para sus familias en tiempos difíciles como aquellos. Si, el Rey Clément y la reina Irene era tan amados y recibían a cambio un buen pueblo al cual gobernar. Pocas veces eran vistos ladronzuelos vagando.

Era, como si el pecado, desconociera la existencia de este reino de paz.

Pero, aún con esa increíble bondad, había algo que estos reyes anhelaban más que nada en el mundo, y que por mala suerte no habían podido lograr: La llegada de un primogénito.

Oh, pobre de ellos, buenos samaritanos que hacían el bien, que acunaban el deseo por un descendiente con fervor. Un sentimiento de pena hermanaba a sus pobladores quienes rezaban por ellos, pidiéndole a los cielos que esa buena pareja, amorosamente engendraran su más profundo anhelo transformándolo en realidad.

Muchos años pasaron antes, de que esa petición al fin se cumpliese.

El reino entero se levantó en júbilo por dicha noticia, esparciendo la voz hacia todos los reinos cercanos y más mas allá del alba.

¡Los reyes finalmente tendrían descendencia!

Aquellos meses todos fueron de celebración, alegría rebosante, y bendiciones hacia sus majestades a la espera de su primogénito. El mismo rey Clément se encaminó al valle más lejano del norte, antes de las montañas para obtener madera del hermoso bosque de abedules. Cortó y cargó de regreso la madera para tallar con sus propias manos una bella y fuerte cuna en la que descansaría su hijo, o tal vez hija. Con amor labró los pilares y mandó por las plumas más suaves para el acolchado.

En el último mes, cuando al fin terminó su labor, el rey Clément movió la cuna hasta la alcoba principal, sorprendiendo a su majestad Irene, quién con ojos brillantes arrojó sus brazos al cuello de su amado esposo. Él la rodeó entre sus brazos y besó su frente cariñosamente. Ambos esperaban con sumo fervor la llegada del ya amado por todos pequeño.

...

Aquella misma noche, mientras dormían entre sus finas colchas, la reina soñaba como cada día desde que sintió que una vida crecía en su interior. Soñaba con un paisaje nevado, en el que copos de nieve bailaban cayendo muy despacio con la brisa. Tan blanco, tan puro, tan inocente, tan hermoso. Se miró a sí misma disfrutando, sonriendo mientras los finos copos de nieve se deshacían en sus manos. Sus ojos cayeron en un extraordinario milagro, una única y bella rosa roja había crecido entre el inclemente frío y la nieve. La reina, encantada por su belleza se inclinó e intentó tomarla, más se pinchó el dedo con una de sus espinas. Sobresaltada, la reina Irene se levantó, observando las gotas de sangre irrumpir en la blanca nieve con fascinación. En ese momento ella deseo tener un hijo con con una pulcra piel como la nieve, un cabello tan negro como el ébano y unos labios tan rojos como la sangre misma. Pero entonces, un estremecimiento en su vientre la hizo arquearse y caer de rodillas entre la nieve. Sus manos abrazaron su abdomen, protegiendo su amada carga como si esta peligrase. Sus manos tocaron con miedo y sus ojos se abrieron horrorizados al ver la roja sangre entre sus dedos y la mancha en su blanco vestido resaltando en el entorno. Irene despertó de golpe, su cuerpo estaba sudoroso y su cabello húmedo, comenzando a sentir un entumecimiento en la espalda baja que mermó su pacífico sueño. El dolor se acrecentó y sus gritos no tardaron en despertar a su majestad a su lado, quien corrió en busca de ayuda para el parto prematuro de su amada mujer.

¡Los reyes habían sido padres al fin!

Los reyes tenían un hermoso bebé.

Irene, exhausta abrió sus brazos para sostener el pequeño cuerpo de su hijo, un bello bebé de piel pulcra, ojitos hinchados, boquita roja como las fresas, una ligera capa de hebras negras y grandes mejillas sonrosadas. Ella lo llamó:

— Ji Min Snow. —susurró, Irene con melodiosa y queda voz.

El pequeño y hermoso príncipe era una primorosa criatura. La reina besó cuidadosamente la menuda y frágil cabeza del bebé mientras enredaba su dedo en la pequeñisima mano del recién nacido, admirándolo, sin poder dar crédito a la realidad frente a sus ojos. La partera y sus ayudantes salieron de la alcoba inclinando sus cabezas ante el rey Clément, quien emocionado se reunió con su nueva familia. A quién juraba siempre proteger así su vida estuviese de por medio.

...

El rumor corrió en cuestión de unos cuantos días hasta el reino siguiente. Aquel en la orilla del territorio, un reino que dominaba el comercio marítimo, cada península, playa, puerto y barco atracado. Sin duda respetado, con riquezas abundantes, viajeros de todos lugares y razas quienes para entrar al reino pagaban cuotas con tesoros preciosos a su rey.

El rey Namjoon gobernaba justamente, severo ante los que osaban quebrantar sus mandatos. Su corte no era precisamente la más piadosa pero si honorable. Su majestad, tenía un pequeño hijo, a quién mucho amaba pero poco veía, ya que era viudo, y por ende disfrutaba de una grata libertad de salir en viajes a través del mar incluso por meses. En cuanto el rey supo la noticia de la llegada de un hijo en el reino contiguo, mandó a sus súbditos en una caravana con presentes hacia su majestad, el rey Clément y su reina. Hermosos rubíes y lingotes de oro fueron enviados para forjar una corona digna de un bello príncipe y su porte. Aunado, a una prominente petición que sorprendió a los reyes recién convertidos en padres.

— ¿Unificación de nuestros reinos? ¿Qué quiere decir eso? —preguntó angustiada Irene. Cargando entre sus brazos al pequeño príncipe.

— Matrimonio. Esta pidiendo en matrimonio a nuestro pequeño para su hijo. —dijo el rey. La mujer abrió mucho sus ojos.

— ¡No...! ¿Que se ha creído? No tiene ni quince días de nacido. Me niego. —exclamó rotunda. Dejando a la pequeña criatura en su cuna. Adorando y velando sus sueños. El bebé dormía tranquilamente. Era tan adorable. Sus pequeños labios hacían un dulce movimiento inconsciente.

— Le diré que debemos pensarlo. —solucionó Clément.

— ¿Pensarlo? Amor... —ella volteó a ver a su esposo. — No quiero que mi niño esté condenado a un matrimonio como...

— ¿Nosotros? —la interrumpió, Clément. Irene negó.

— No es eso. Lo nuestro fue diferente. Yo te amé apenas conocerte. —susurró. Acunando la mejilla de su esposo con su mano gentil.

— Él también podría conocerlo y enamorarse. —le dijo. Irene bajó la mirada a un lado y miró a su pequeño.

— Promete algo querido... —susurró.

— Lo que sea.

— Promete que si él no se enamora, no lo obligarás a casarse. —le pidió. Clément abrazó a su reina.

— Lo prometo.

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MIN∆BRIL

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