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ೋ Con la desgracia del reino ೋ

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El joven mozo había llevado a salvo al pequeño príncipe de vuelta al palacio real y muestra de agradecimiento por su acto, el rey Clément ordenó que él y su familiar se convertirían en sus sirvientes encargados de proporcionar la leña y pieles que usualmente vendían en el pueblo con desmerecidos pagos. El jovencito había agradecido con una reverencia total a su majestad por tan valioso encargo y tras sonreír al joven príncipe despidiéndose, corrió a contarle a su querido abuelo las buenas nuevas.

Por su lado, el joven príncipe abrazaba a su padre quien amorosamente acariciaba sus oscuros cabellos. Ji Min se separó del rey, y con ojos brillantes preguntó por su querida madre. Una pregunta de la cual no esperaba la respuesta que le darían.

— Tu madre... Mi querida reina, a caído en cama hijo mío. Ella está muy enferma y no es prudente visitarla. —murmuró con voz pacífica, tratando de ser cuidadoso con sus palabras frente al pequeño.

— ¿Pero que tiene? ¿Qué le pasó? ¿Es por mi culpa? ¡Quiero verla! —exclamó mientras intentaba ir a donde su alcoba. El rey Clément sujetó su delgado brazo deteniéndolo.

— No puedes ahora.

— ¡Pero padre!

— No puedes Ji Min, no hay pero que valga. La joven Moon dijo que podría ser contagioso. —decretó con autoridad. — Ve a tu habitación.

El pequeño pelinegro no comprendía el extraño comportamiento de su padre. Hace un momento le abrazaba cariñosamente y ahora le prohibía ver a su madre sin más. Bajó la mirada, asintió y corrió por el largo pasillo, iluminado de tenue rojizo debido a las antorchas, hasta subir las lustrosas escaleras sin mirar al frente, provocando que chocase contra alguien a su paso y el rebote le hiciera caer de espaldas.

— Auh... —Ji Min hizo una ligera mueca de dolor ante el golpe en sus posaderas contra el suelo antes de mirar de quién se trataba.

— ¡Ten más cuidado! —le gritó la rubia mujer con su voz cargada de indignación.

Ji Min pudo reconocer esa fría mirada de zafiro. Esos ojos azules pertenecían a la misma persona que había visto al salir de caza con su padre hace unos días. Podía reconocerlos porque le miraban de la misma forma que esa vez: con repudio.

— L-lo lamento. —musitó mientras se levantaba en un santiamén, sacudiendo su pantalón y corría lejos.

Esa mujer, era hermosa, sin duda alguna, su cabello era rubio, su piel blanca, sus ojos cristalinos evocaban en color del cielo, su rostro pequeño y fino no aparentaba más de veinte años, digno de un bello ángel o alguna clase de ser etéreo, pero algo en ella le producía un enorme miedo. Su mirada intimidaba, su voz era tosca. Ji Min entró apresuradamente a su alcoba, echando un último vistazo al pasillo donde la rubia estaba y su padre quién subía las escaleras le alcanzaba para conversar. El joven príncipe se estremeció de miedo cuando aquella mujer volteó en su dirección. Como si ésta supiese que se hallaba espiando y éste cerró la puerta por completo. No le gustaba nada, para nada en absoluto. Al contrario, esa mujer le daba miedo y mil malos presentimientos.

¿Por qué estaba ella en el palacio para empezar? ¿Quien era ella? ¿Y que hacía ahí?

Aquellas preguntas fueron contestadas con el tiempo...

Los días, semanas y meses pasaron sin muestras de una recuperación. La reina Irene enfermaba día tras día, su salud iba deteriorándose y ninguno de los menjurjes de la joven médico parecía rendir frutos. El reino entero comenzó a sentir la aflicción de sus majestades. La misteriosa enfermedad de la reina y los mandatos del rey encomendados por la joven médico siguieron reforzándose, aislando todo contacto del mundo.

La reina estaba cada vez más delicada, con su cuerpo perdiendo peso y su piel careciendo de vida fue alejada después de que sus mucamas corrieran con el mismo destino y murieran. Pronto lo llamaron la maldición de Irene a aquella extraña enfermedad que sin razón aparente consumía su energía vital y absorbía su masa corporal desecándolos, volviéndolos como una vieja uva pasa sin jugo. Con todo el dolor de su corazón, el rey Clément envió a su mujer a la torre más alta y apartada del castillo, con temor a que su hijo y sus demás sirvientes enfermaran también.

— No esté triste su majestad. En casos como este la medicina suele fallar. Aún no tenemos la cura mágica para todos los males. Creame que he hecho todo lo que ha estado en mis manos y mis capacidades... —murmuró la joven médico, con su mano en el respaldo de la silla en la que el rey estaba sentado.

— Lo sé señorita Moon. Sé que es usted buena en su trabajo, por ello mandé a llamarle. Desafortunadamente mi amada reina, ella... —el rey cubrió sus ojos sobrellevado. El dolor de solo pensar en la posible muerte de su mujer quemaba su alma. — ... Ella está muriendo y no puedo hacer nada. —farfulló en su llanto.

Moon camino a su lado y rodeó con su brazo la espalda del rey con suavidad. Recargando su rubia cabeza en su hombro, dándole una pequeña muestra de humanidad y caridad a su afligido corazón.

— Desearía acabar con todo su dolor mi rey... Desearía poder fin a su pesar. —susurró, acariciando ahora el cabello de su majestad. — Yo estaré aquí, dando hasta mi último aliento para tratar de ayudar a traer la salud a mi reina. Tenga por seguro que haré todo lo posible para aliviar su dolor...

Moon recostó su cabeza en el hombro del rey, cerrando los ojos con una pequeña sonrisa gentil en sus labios.

Ji Min miraba desde el umbral de la puerta con un extraño sentimiento. Su instinto le decía que desde que esa mujer entró al castillo su madre, lejos de mejorar, empeoró. Ahora su madre estaba muriendo sola, en una habitación fría de la torre y él no había podido verla en meses por aquella supuesta enfermedad incurable. El joven príncipe extrañaba a su madre, la extrañaba tanto.

Esa noche, Ji Min esperó a que aquella mujer rubia saliera de la alcoba de su padre para poder hablar con él y pedirle que le permitiera verla un momento... Pero eso, nunca pasó. Y al llegar el amanecer, con sus ojos adormilados la vio salir arreglando su ropaje. El joven príncipe era muy ingenuo en ese entonces para comprender que significaba aquello hasta que esa escena se repitió varias veces al mes y pasado un año, las cosas cambiaron.

Su padre, el rey Clément hablaba con cercanía hacia la médico, le trataba con interés y poco a poco el nombre de su madre fue olvidándose. El rey no volvió a subir a la torre, solo recibía la información que la joven rubia le ofrecía, la cual no era mucha. Ji Min quiso preguntar muchas veces si podía verla, recibiendo un rotundo no.

En los meses que siguieron, el rey ordenó transferir todas las pertenencias de la joven medico a su propia alcoba y entonces, la inocente mente del niño comprendió. Aquella joven, no había entrado a ese castillo para salvar a su madre, sino a ocupar su lugar junto a su padre.

El joven príncipe estuvo molesto con su padre entonces, dolido por no poder ver a su madre escapaba del castillo cuando esa mujer entraba a la alcoba de su padre, quien sobra decir, la recibía con una sonrisa encantada.

El reino comenzó a tener problemas...

Los pobladores comenzaron a quejarse, las cosechas de los huertos fueron insuficientes para todo un pueblo hambriento, los animales también sufrieron en el proceso al ser ingeridos sin darles tiempo a reproducirse, las personas comenzaron a robar, pues el rey ya no prestaba a atención a sus pedimentos. Sus súplicas no fueron escuchadas, pues el rey parecía ya no importarle nada referente a la caridad. Las personas se volvieron desconfiadas, peleando por cuidar lo poco que tenían y que cada día era menos. Aquel reino de luz, comenzó a conocer la maldad del pecado.

Y el día llegó...

Al cumplir dos años de una lenta agonía, la joven médico bajó por última vez de la torre y frente a todos los sirvientes, el rey y su hijo, pronunció las palabras que devastarían el alma del joven príncipe.

— Su majestad, mi reina, a muerto. —susurró con calmada voz.

Los ojos del príncipe se cristalizaron y un nudo en su garganta apareció. Ji Min se acercó a llorar al pecho de su padre, buscando un poco de consuelo, pero nuevamente, jamás sucedió. Ji Min miró el rostro apacible de su padre como si a este no le afectara en lo mas mínimo la muerte de su esposa. El joven envuelto en lágrimas negó con la cabeza, sin poder creer que realmente a él no le importara.

— ¡¿Madre murió y no dices nada?! —le gritó furioso. Sus lágrimas corriendo por su suave rostro.

Clément ni siquiera le miró, solo mandó a llamar a algunos sirvientes para que entraran y se ocuparan de los restos de la reina. Ji Min corrió entonces intentando subir a la torre para ver a su madre por última vez pero fue detenido.

— ¡Quiero verla! ¡Padre! ¡Permiteme verla por favor!

— No. —refutó, mirándole con una helada seriedad. — Llevenlo a su alcoba.

— ¡No! ¡No! ¡Padre! ¡Padre! ¡Sueltenme! —le gritó con desespero, mientras los sirvientes le llevaban sujeto de cada brazo, escoltandolo hasta su habitación como el rey ordenó.

Moon le sonrió discretamente antes de ir tras su majestad por el gran corredor. Ji Min fue encerrado en su alcoba con llave mientras golpeaba la puerta y gritaba. Su garganta dolía cuando cayó hasta el suelo, con la espalda pegada a la madera de la puerta mientras abrazaba su piernas haciéndose un pequeño ovillo. Sintiéndose haber perdido todo lo que un día jamás creyó perder.

Ji Min secó sus lágrimas violentamente con la manga de su camisa antes de correr por las sábanas de su cama, amarrando las esquinas de cada una hasta tener una larga forma de escapar. Amarró un extremo al poste grabado de su cama y lanzó las sábanas por la única ventana de su habitación. Probó que ésta no se soltara, tirando de ella antes de sostenerse y subir a la ventana para comenzar a descender por la pared. No quería estar en el castillo, no quería estar encerrado, sabiendo que su madre había muerto y no podía verla.

El joven príncipe bajó despacio con la ayuda de las sábanas, para su fortuna, no mas de treinta metros le separaban del suelo y nunca había caído en sus intrépidos escapes. Cuando estaba por tocar el verde suelo, unas manos le sujetaron la cintura y estaba apunto de gritar que le soltaran mientras pataleaba cuando una mano cubrió su boca.

— Shh... Soy yo, Hoseok. —susurró el chico castaño cerca del oído del príncipe.

Ji Min dejó de retorcerse bruscamente en su afán de escapar y miró hacia arriba reconociéndolo. Hoseok quitó su mano lentamente, haciéndole una señal para guardar silencio. El príncipe asintió mientras era puesto en el suelo.

— ¿Que pasó? ¿Por qué estaba escapando? —le preguntó cálidamente.

Los ojos del príncipe se aguaron de nuevo al recordar su tragedia. Ji Min se arrojó a los brazos del joven mozo. Hoseok se había vuelto su único amigo desde que volvió hace dos años. El castaño le apreciaba como a un hermano menor a pesar de tratarse de un príncipe y el un sirviente. Hoseok cuidó de aquel corderito como lo hizo con su amistad. El joven leñador, era la única persona que le quedaba.

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MIN∆BRIL

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