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12. Corazones de juguete

JUDITH

Lo sobran, lo sé. Es demasiado evidente. Nos condenarán. Está prohibido y es tan adicto y a la vez destructivo, el último recuerdo que tengo de Él, es sus brazos enredados en mi cuello, la delicadeza curva de mis pechos pegadas en su piel a través del tejido de algodón de su camiseta. Jamás hemos llegado a besarnos y no es por falta de ganas, creo que eso hace que el resultado sean tan adictivo, esas ganas locas de devorarnos al estar tan cerca y a la vez tan lejos el uno del otro, pero sin poder hacerlo.

Mi actitud tan despreocupada de la vida le provoca. Me encanta provocarlo, con Deam y Bryon tenía la estabilidad emocional que me falta, pero con Él era como sentir una tormenta de sensaciones tan incontrolables, que me sentía viva y era la mejor sensación de mi vida.

Pero tenía que llegar ella a arruinar todo, a interponerse entre los dos. Sé que jamás la quiso. Sin embargo, eso no apaciguaba mi furia ni mi ira contra ella.

Él lo sabía y lo hacía a propósito. Siempre que la besaba se ponía en un lugar en donde estaba seguro que yo estaría para que los pudiera ver, como si estuviera restregándome en la cara lo que yo me negaba a tomar. O quizás fue cosa de ella: sospechaba de nosotros y quería mostrarme su victoria. En todo caso, sus risas y felicidad solo eran mentiras. Tal vez los focos lo iluminaban en el escenario la hacían pensar que era el personaje principal, pero no era nada más que una marioneta que Él controlaba porque solamente buscaba enfadarme, despertarme.

Siempre me ha reprochado mis arrebatos de furia, esos impulsos que se apoderaban de mi cuerpo y mi mente. Sin embargo, en el fondo era eso lo que le gustaba de mí, pero le demostré que podía manejarme mejor de lo que pensaba. No estalle en su cara como lo esperaba, al contrario, lo alenté a que siguiera con su juego.

Y mentir se volvió tan común, al igual que la obsesión que sentíamos el uno por el otro hasta el momento de marcharnos. De estar juntos. De enfrentarnos al mundo. De sincerarnos con nosotros mismos y será el momento indicado para buscarla. Jamás debieron apartarla de nosotros, pero pronto estaremos los tres juntos. Está vez será para siempre... Y nos hundiremos en esa maravillosa oscuridad.

Suena tan perverso, pero no, no lo es. Existe un lado claro en la oscuridad, Él me lo enseñó.

Y es tan liberador.

Resulta increíblemente maravilloso poderte mostrar tal como eres y con Él lo soy. Aprendí a ser libre y a despertar del insomnio en el cual quisieron hundir mi mente. Fue el momento perfecto para que dejará que el miedo abriera mi puerta y se diera cuenta de que jamás lo volvería a sentir.

PD.

Paloma Duarte.

Y es entonces cuando me doy cuenta que: existía una tercera persona en la vida de Paloma.

Deam y Bryon solo fueron la pieza clave y perfecta para esconder muy bien su secreto.

La pregunta correcta es: ¿Quién era esa persona? ¿Tuvo que ver con su muerte? ¿Quién es ella? ¿Por qué la separaron? son esas cuatro preguntas que me atormentan desde el día que leí esa parte del diario y hasta el día de hoy me persiguen.

Pero cuando llego al final de la nota de nuevo en mi mente, me surge, una pregunta: ¿quién diablos es «Él»? Tengo que preguntárselo a Paloma. Tengo que hacerlo. La última frase se me repite una y otra vez en mis oídos.

Quiero preguntarle a Paloma a quién se refiere.

Me imagino a mí misma hablando con ella sobre la nota, poniéndosela delante de las narices. «¿Quién es Él?», le hubiera preguntado. Me veía a mí misma agitando la nota frente a su cara mientras le exijo saber la verdad. «¿Quién es él?». Pero me doy cuenta que sería ridículo preguntarle eso ya que hubiera pensado que estaba loca.

Releo en mi mente aquella frase: «Fue el momento perfecto para que dejará que el miedo abriera mi puerta».

Una vez dejé que me lo abrieran... o eso creo. Nunca se nada, aunque en el fondo sé que lo sé todo y nada a la vez.

En mi imaginación, zarandeo a Paloma por los hombros y le pregunto una y otra vez: «¿Quién es ella? ¿Quién es ella, Paloma? ¿Por qué saber eso me produce ganas de llorar?», mientras ella va frunciendo el ceño y comienza a llorar. Seguramente hubiera llorado con ella.

Pero aun así quiero saberlo. ¿Quién es ella? Pero claro, da igual, porque cuando miro a mi alrededor ella no está. Tampoco la conozco ni la conocí. Solo es un reflejo de mi mente que busca respuestas.

—Lamento todo esa mierda —dice Deam a Abel. Se me hace un nudo en la garganta. A pesar de que Carlos y yo no éramos los mejores amigos del mundo, no puedo negar que su muerte me ha afectado.

Siento exactamente el mismo dolor que siente Abel, él me importa y cuando sufre, yo sufro con él, levanto la mirada hacia él y puedo ver el dolor ardiendo en sus hermosos ojos grises, no hay lágrimas ni siquiera una gota de humedad, pero el demuestra su agonía de un modo diferente, más profundo, yo le entiendo muy bien, sus ojos siempre han sido la entrada a su alma.

Tomo su mano, entrelazando nuestros dedos, él me aprieta más fuerte. Le recuerdo en ese contacto nuestro lema: "Si saltas, yo también lo hago."

Y él me dice lo mismo antes de acercarnos al ataúd con pasos cortos y silenciosos. Dirijo mis ojos al ataúd con cuatro velas en las esquinas y una corona de flores sobre la tapa. Miro la cabeza de Carlos en silencio.

Nunca antes había visto a otra persona muerta anteriormente, quizás es por eso que siento esa inquietud, esa sensación tan escalofriante que me electrizante la piel.

Aun así, lo sigo contemplando. Un traje gris cubre su piel pálido y me pregunto quién escogió ese color, sin duda él hubiera preferido el negro o blanco esos colores siempre le fascinaron, pero nunca las mezclaba, se vestía de negro entero o de blanco. Nunca ambos juntos, el lazo del mismo color anudado alrededor de su cuello por donde sobresalen la camisa de color blanco hasta arriba. Tiene las manos juntas sobre su pecho.

Lo extraño es que sus ojos cerrados no lo hacen parecer muertos, es como si estuviera en profundo sueño.

Está sereno, ¿en paz?

Estudio la escena y veo los rostros más o menos familiares a mi alrededor algunos lloran en silencio como si temieran llamar la atención en sus suntuosas ropas de marcas que de por sí, ya lo hacen, otros conversan entre sí y por último están los que no reflejan nada, incluso el vacío parece reflejar ser más que sus ojos. A la izquierda de Abel está Esther sosteniendo su mano.

Mis ojos se cruzan con Deam, su cabello oscuro en desorden brillante, llama la atención a querer hundir los dedos en ella para comprobar si son así de suave y sedoso como se ven. Sus ojos glaciales me miran desafiantes sin reflejar nada como de costumbre, no aparto la mirada de él. Apenas puedo ver el brillo en sus ojos. De pronto me parece que tiene una sangre fría impresionante. Está cruzado de brazos y la camisa negra le marca los músculos como si gritan ''Déjame salir", una voz melodiosa llama poderosamente mi atención y hace que me gire, sintiendo la familiaridad de su timbre de voz.

—Siento mucho la pérdida de Carlos.

Me encuentro frente a una pelirroja excepcional, tiene el cabello recogido, va envuelto en una seda negra, lo más luctuoso que de seguro tiene en su armario. Tiene a Abel cogido por los hombros y le habla al oído, a su lado está Bryon.

Al ella separarse sus ojos se encuentran con los míos, una mezcla de dulzura y conmoción reflejan su mirada. ¿Está visiblemente emocionada de verme? ¿A mí? ¿O está viendo a alguien detrás de mí?

Giro para ver detrás de mí. No, es a mí a quien ve.

—¿Judith? —dice ella, escudriñándome. Se acerca y me mira con cariño. —Judith Lima.

Me cuesta reconocerla, mis ojos se mueven de derecha a izquierda mientras asimilo sus gestos, tratando de encontrar un rasgo familiar, pero eso parece no importarle ni siquiera cuando se funde en un abrazo que intento encajar mientras trato de recordarla o al menos su tacto.

—¡Qué grande estás!, sin duda eres tan hermosa como tu madre. ¿Cómo estás? —me pregunta, apartándose.

—Ufff. Disculpa, ¿Nos conocemos? —le respondo sencillamente sin saber que más decir, haciendo un raro sonido con la boca.

Ella frunce el ceño.

Y, sin darle tiempo para responder mi pregunta, Thiago llega.

—Madre, papá lleva una hora buscándola. Es hora de irnos —¿Madre? ¿Ella es la madre de Thiago? ¿De qué me perdí? —Ya sabes como se pone con los retrasos.

Ella se gira hacia mí, mirándome directamente a los ojos y dice:

—Te dejo, querida. Cuídate mucho. Espero que nos visites algún día y mándale saludos a tus padres por mí.

Siento un escalofrío ascender por mi espalda y arrastrarse a través de la parte superior de mis brazos. Ya no tengo tiempo ni de sorprenderme o de preguntarle de dónde nos conocemos cuando ya es arrastrada hacia la salida por su hijo.

¡Qué situación ni más extraña!

—No sabía que conocías a los Duarte —Esther dice pensativa, tal vez tomando un segundo en su mente para revisar el recuerdo de si alguna vez le mencioné de ellos.

—Yo tampoco —digo con sinceridad.

Ella sacude la cabeza como si se sintiera confusa. —Bueno, es extraño, ¿no?

—Tal vez, los conociste hace dos veranos en mi casa y como solo fue un breve encuentro se te olvidó —interviene Abel, con su tono de convencimiento que ni él se lo cree.

Deam me mira extrañado, está vez rehúyo de su mirada, como si pensará que si me quedo más tiempo bajo sus ojos encontrará algo que yo no puedo ver y eso me da miedo.

—Es que... yo...

—Es normal, estás cansada —me interrumpe Abel inquieto, nervioso. Sus ojos se mueven con ansiedad. —Pasaste el día entero a mi lado es mejor que vayas a casa y descanses, te hará bien. Tendrás la mente más fresca.

De repente, me siento mareada y de visión doble que me produce arcadas y rechazo. Igual que esa otra vez... en aquella ocasión.

Abel me mira detenidamente, me coge la mano y la estrecha con dulzura.

—Quizá es eso —murmuro.

—Claro que es eso —me guiña un ojo y fuerza una sonrisa.

—Es algo normal —asegura Esther y me coloca la mano sobre el hombro.

Mastico la idea en silencio. Tal vez no tenga una memoria fotográfica, pero es imposible que lo haya olvidado, al menos que lo haya conocido cuando ocurrió aquello...

Dios mi cabeza, duele. Duele mucho.

Ese recuerdo ya no es importante. Me dice la voz.

Le hago caso porque no quiero que siga doliendo.

—Voy a buscar a mi mamá —aviso, queriendo salir lo más pronto posible de aquí.

Esther y Abel me acompañan. Nos apresuramos hasta el jardín que está levemente iluminado por la luz de la luna.

Unos minutos más tarde, hemos encontrado a nuestros padres en plena conversación entre ellos están; los Pavão, padres de Abel y Mariah la madre de Deam, quienes reparten besos de despedidas cuando mi mamá avisa que nos vamos. Después abandonamos el lugar y subimos al coche.

—¿Mamá? —llamo su atención. Quita un segundo la mirada del camino y me mira de reojo extrañada.

—¿Sí, cariño? —murmura concentrada de nuevo en la carretera.

—¿De dónde conocemos a los Duarte?

Veo que las manos de mi madre tiemblan sobre el volante y me lanza una mirada que no sé cómo descifrar, como una mezcla de temor, sorpresa y confusión.

—No los conocemos, cariño —suena como si ella realmente estuviera tratando de converse a sí misma.

—La señora Duarte parece conocernos muy bien, me ha reconocido —yo insisto y ella se tensa. —, incluso te mando saludos.

De inmediato me arrepiento de lo que dije a pesar de no haber dicho nada malo y siento como si he comentado algo que estaba prohibido hacerlo, pero no sé qué es exactamente. Cuando ella me lanza una mirada glacial sé que la he jodido a lo grande, es de esas miradas que no necesita explicaciones, de esas típicas de 'si sigues hablando del mismo tema estarás en graves problemas, señorita.'

Veo su mandíbula tensarse. Confundida, herida por su reacción, me recargo sobre la puerta lo más alejada posible y me quedo el resto del camino mirando por la ventanilla, con el silencio incómodo que nos rodea a ambas por igual.

—Voy a tomar una ducha —le digo seca una vez en casa. —Y luego me iré a la cama.

Se acerca a mí y me toma la mejilla.

—No pienses en eso, ¿de acuerdo? Solo estás cansada, mañana tendrás la mente más relajada, ¿sí? —¿Por qué todo el mundo dice lo mismo? Asiente mordiendo el interior de mis mejillas. —Que descanses bien, nena. Y toma tus pastillas para el dolor de cabezas.

La dejo y me voy a mi habitación. En lugar de tomar una ducha y tomar mis pastillas que siempre me alivian con ese tipo de cosas, me acuesto en mi cama demasiado cansada para estar un segundo más de pie, pero no tanto para dejar de pensar en todo lo que ha sucedido desde la muerte de Carlos. Ahora todo es tan confuso que no puedo analizar nada, qué significa esto, me pregunto si de verdad no es un sueño.

Vuelvo a ver las imágenes de Salomón como ha pasado en estás últimas semanas. Vienen y van. En cuanto lo veo, vuelve a desaparecer. Estoy pensando que él no es ningún amigo imaginario que inventé de pequeña. Cierro los ojos y lo rescato de la oscuridad. Aquí está sentado debajo de un árbol mientras me sonríe, estoy abrumada, tengo miedo, estoy aterrada.

Veo una piedra.

—Salomón —susurro y se me llenan los ojos de agua.

Sus ojos grises con matices azules me miran, provocándome escalofríos y me ahogo en un grito. Su rostro desencajado por un grito de dolor, su cabeza sangrando. Parpadeo alejando la imagen, pero no puedo.

Veo sangre en mis manos. Gritos. Monstruo. Corro. Oscuridad.

Estoy perdida. Encuéntrame.

Fue su promesa. Yo prometí...

¿Qué prometí?

Alguien prometió encontrarme. O yo soy esa persona. Sé que hay una. Pero, ¿fue su promesa o la mía?

Cierro los ojos con un suspiro hondo y me duermo.

Quizá mañana sea un día mejor.

Un día de claridad.

Y no ser un corazón de juguete, a quién domina una fuerza externa, apoderándose de su mente y cuerpo para manejarla a su antojo.

Mañana llegará la claridad a mi mente.

Mañana voy a olvidar.

Es lo que siempre he hecho.

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