2.Esclava
CAPÍTULO 2:
ESCLAVA
Las piernas de Melody temblaron durante todo el camino. Intentó relajarse en varias ocasiones diciéndose a si misma que esto solo era una pesadilla, que no era real, que era un sueño del que despertaría tarde o temprano, pero entonces, sentía su mirada sobre ella y el temblor regresaba.
Tenía miedo. No. Más que eso. Estaba aterrada.
Deseó que el viaje durase eternamente. Por desgracia, el coche se detuvo frente a una gran casa en mitad del campo. La verja que lo rodeaba se abrió con un sonido metálico.
Una vez dentro, Sebas salió para abrir su puerta y le ofreció su mano.
—Señorita, por favor.
Melody la aceptó con desconfianza. Si algo le había enseñado estas últimas veinticuatro horas era a no fiarse de nadie, ni siquiera de las personas que te trataban con amabilidad.
Apoyó los zapatos en la tierra y el agarre de Sebas la mantuvo en pie cuando sus rodillas, convertidas en gelatina, amenazaron con derrumbarse.
Sentía su corazón latir a mil por hora. El hombre salió por la otra puerta, mucho más alto y grande de lo que había imaginado dentro del coche. Él caminó hacia la entrada sin mirar atrás, mientras Sebastián ayudaba a Melody a dar los primeros pasos.
—Tranquila. Mañana lo verás todo con otros ojos —le dijo en un intento de animarla—. La noche hace que todo parezca peor de lo que..
—Sebastián, no es un bebé —interrumpió la voz áspera desde la entrada—. Puede caminar sola.
Sebastián la miró y notó cierta pena en sus ojos. Frotó su espalda durante un segundo y luego apartó su mano.
—Es tarde. Tu mujer te estará esperando.
Y con eso, Sebas se marchó.
El frío reptó de nuevo por el cuerpo de Melody como una especie de araña y corrió detrás del castaño antes de que cerrara la puerta de la casa y la dejase fuera, aunque... no sabía que era peor.
—Arriba a la derecha. La primera puerta. Tu habitación. Quiero que te duches y te cambies de ropa. Te han vestido cómo una puta.
Melody bajó los ojos avergonzada con ella misma, enfadada con la situación que estaba viviendo. Subió las escaleras. Lo único que quería hacer era dormir y no despertar jamás.
—¿Has cenado? —su pregunta la detuvo a mitad del camino.
—¿Ehm? —graznó.
Desde arriba, el hombre no parecía tan intimidante. Tenía un rostro dulce que era endurecido cada vez que tensaba la mandíbula, sus ojos eran de color miel y en su cabello habían destellos rojizos.
—Pregunto si te han alimentado.
—No...no tengo hambre.
Era mentira. Apenas había tocado las comidas y cenas que deslizaban a través de su jaula, y tenía pensado continuar así.
Melody terminó de subir las escaleras, giró a la derecha y abrió la primera puerta cómo el hombre le había indicado.
Apenas se fijó en la habitación. Se deshizo de los zapatos una vez que sus pies tocaron la alfombra de pelo, y evitó su reflejo en el espejo de cuerpo entero que había junto a la puerta que conducía al baño.
Corrió a quitarse el vestido y a meterse bajo el agua. No porque él se lo hubiera ordenado. Se enjabonó hasta arañarse la piel y dejarla roja. Hasta eliminar el olor a cárcel, a prisionera, a hierro y sangre que había dejado aquella casa en su piel y salió de la bañera para taparse inmediatamente con una de las toallas que había encontrado sobre la encimera del lavabo.
Evitó de nuevo su reflejo. No quería ver su rostro. No quería ver las magulladuras que habían dejado en él, recordar el hombre que la había golpeado por no querer ponerse las cadenas, recordar el infierno que había sufrido por culpa de su madrastra. No quería.
Retiró con las manos las lágrimas de sus mejillas y salió del baño encontrándose al hombre o mejor dicho, la criatura oscura que la había comprado. De pronto, la toalla no le parecía lo suficientemente grande como para tapar su cuerpo.
Estaba sentado en la cama, con las piernas separadas y la cabeza gacha. La miró de arriba abajo mientras Melody intentaba no atragantarse con su propia saliva.
—Te he traído un poco de pan y queso. Ropa para dormir, y la que usarás cuando trabajes en casa —dijo con voz baja.
Melody no respondió.
—Ven —ordenó entonces recuperando de nuevo el tono aterrador que había usado en el coche y al salir de él.
—No. Es...estoy bien aquí.
Recordó a Eira, y los mordiscos en su cuello, las palabras del hombre de los ojos azules y el pavor se apoderó de ella haciéndole retroceder y chocar contra el espejo de la pared.
Obedece.
Obedece.
Obedece.
Melody no era buena acatando órdenes, por eso estaba en un lugar así, por eso, su madrastra había decidido venderla a un par de monstruos en lugar de lidiar con la muchacha que su padre le dejó antes de morir.
—Me da igual —soltó—. Ven aquí —señaló con un dedo el hueco entre sus piernas.
No, por favor.
Por sus piernas y brazos chorreaba agua, y su cabello estaba empapado.
—Melody —fue una advertencia—. Si voy yo, no seré amable.
Sus ojos se agrandaron y se obligó a caminar a paso lento. Él la miraba con las pupilas dilatadas, se humedeció el labio inferior y volvió a señalar el lugar en el que quería verla.
—Arrodíllate.
No, por favor.
—Arrodíllate —repitió.
Sintió sus lágrimas quemar sus ojos. Y se arrodilló. Él se inclinó sobre sus brazos y Melody pudo ver a la perfección el par de colmillos largos y finos que sobresalían de sus labios.
Tragó saliva. Fuerte.
—Desabróchame el pantalón.
Su rostro se tiñó de rojo. Tenía que estar bromeando, ¿verdad?
—Melody —otra vez esa advertencia— ¿Tienes manos?
Ella asintió con la cabeza.
—Entonces, úsalas.
—No, por favor... —Las lágrimas rodaban ya por su rostro y no pudo evitar soltar un sollozo.
—No me gusta repetir las cosas —continuó, pero las manos de Melody estaban quietas en su regazo.
—Yo...yo no...no hago estas cosas.
Él la miró arqueando una ceja.
—¿Qué cosas? ¿No sabes desabrochar pantalones? —Su voz tenía un deje de burla.
—No me refiero a eso —era la primera vez que no tartamudeaba al hablar.
—¿A qué te refieres?
Estaba jugando con ella, lo notaba en sus ojos, en el tono de voz, en su sonrisa torcida.
Disfrutaba torturando a su presa antes de comérsela.
—¿A lo qué viene después? ¿A lo qué hay debajo del pantalón?
—No pienso tocarte —se sorprendió a sí misma al escuchar su voz, y el hombre también.
Sus cejas se alzaron y su mandíbula se tensó.
Se levantó de la cama sin apartar la mirada. Cuadró sus hombros y se desabrochó el botón del pantalón.
Melody se arrepintió al instante de haber hablado. Todo su cuerpo quedó petrificado. Abrió los labios, intentando inhalar el aire que había a su alrededor mientras que el hombre caminaba a paso lento hacia ella con los ojos completamente negros, cómo una especie de depredador que estaba apunto de comer a su presa. Ojos de demonio. Ojos inhumanos.
Tenía que salir de ahí. Tenía que huir, y encontrar un sitio seguro donde esconderse de él.
—No podrás huir de mí —la voz se metió en su cabeza como un taladro.
Melody tragó fuerte.
—¿Puedes leerme la mente?
Él sonrió de lado.
— No me hace falta. Pareces un ciervo herido mirando hacia todos lados en busca de una salida. No la hay. No pienses en cosas inútiles.
—Déjame ir —dos palabras y el hombre rompió a reír.
—¿Qué acabas de decir?
Melody ignoró el sonido de su risa. Ronca. Empolvada. Cómo si no acostumbrara a hacer ese sonido muy a menudo.
—Déjame ir —repitió.
—No, Melody. No voy a dejar que te vayas. Acabo de comprarte por cien de los grandes, y por si no te has dado cuenta aún, eres mi esclava.
Melody agarró con sus manos el nudo de la toalla blanca de algodón, sintiendo cómo el cuerpo del hombre se cernía sobre el suyo, cómo ocupaba todo su espacio y no la dejaba respirar contra la puerta del baño. Intentó pensar en algo feliz, recuerdos que la aislaran de lo que estaba a punto de sucederle, de lo qué él le iba hacer, pero no encontró ninguno.
Ni un solo momento en el que pudiera enterrarse y salir cuando el dolor se acabara.
—Por favor...
Melody cerró los ojos con fuerza.
—Es tu primera noche —su aliento chocó contra su oreja, cálido—. Cena y acuéstate. Mañana empezarás a trabajar, Rosie tocará tu puerta a las siete en punto.
El frío se coló por su cuerpo cuando se separó y Melody mantuvo los ojos cerrados hasta escuchar la puerta de la habitación cerrarse. Se dejó caer entonces en el suelo, respirando entrecortadamente, llorando como una niña pequeña que acababa de perder a su madre y ahogándose con sus propios mocos mientras frotaba sus brazos en busca de un consuelo imaginario que nunca llegaría.
Jamás.
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