III: La vida en el palacio
Trabajar y vivir en palacio no resultaba tan gratificante y tranquilo como se hubiera imaginado, todo lo contrario, el lugar parecía haber sido seleccionado como la arena de batalla que daba lugar a uno o un montón de combates distintos cada día.
Los sirvientes peleaban por tener el puesto que exigiera menor trabajo.
Los cocineros discutían por los platillos que se iban a servir en la mesa imperial, como si repetir comida dos días seguidos fuera un pecado capital.
Las concubinas, muchas de ellas, daban escenas de berrinches y celos.
En lugar de un palacio, Menthe se tomaba el lugar como un gran escenario de una obra que mezclaba comedia con drama excesivo.
Cualquiera era ahí dentro un actor de primera, cualquiera menos la mujer huraña, encargada de supervisar el guión y reñir con severidad a los actores.
Damaris mantenía su pose erguida, dejando de lado las boberías. Su cabeza estaba bien centrada sobre sus hombros. Con una compostura tan impecable, regia y recta, Menthe entendía por qué fue la elegida para ser la domadora del circo.
Tule, su hermana, se encargaba del harén con la misma severidad que Damaris de la servidumbre. Las dos mujeres se burlaban de los ineptos con su parecido fantasmal, obligando a todos a prestar mayor atención a los detalles.
Menthe la pasó mal diferenciando si la cabeza rapada que tenía delante era Tule o Damaris, luego se complicó la existencia checando el brillo verde azulado de sus ojos y, finalmente, se torturó aprendiendo a diferenciar los patrones de pecas que las dos mujeres lucían de manera natural en el puente de la nariz. Todo para que al final su compañera de habitación le dijera:
—La señora Damaris viste los colores favoritos de la señora Tule, y la señora Tule los de la señora Damaris. Es un juego bien elaborado que mantienen para engañar. ¿No te habías dado cuenta?
Menthe paró de frotar el jarrón decorativo que sostenía y negó frustrada.
—Dejando de lado que hayas repetido la palabra "señora", un montón de veces en la misma oración, creo que yo debería de fijarme más en los detalles visibles sin descuidar aquellos más pequeños.
Cleo la codeó sonriente, animándola a no dejarse llevar por el mal humor de un fallo.
—Es importante tener en cuenta todo. —La joven metió su trapo en la cubeta que usaban, lo remojó un par de veces antes de exprimirlo y volver a hacer uso de él. —No solo en la corte, también en el mundo. Aunque aquí es algo indispensable el estar alerta, muchas veces hay asesinos pasando delante de nuestros ojos, es por eso que las señoras nos entrenan a diario. Cómo parte de este imperio es vital que hagamos lo posible para proteger a nuestra emperatriz.
Menthe la observó en silencio; Cleo le llevaba cinco años, lo que la dejaba a mitad de los veinte y los treinta, sin embargo, Cleo no reflejaba ni vejez ni exceso de juventud, solo estaba y estaba bien. Su cabello, a diferencia de los rulos impredecibles de Menthe, era liso y suave, parecía seda oscura que caía en dos trenzas hasta la mitad de su espalda. Podías hallar campos de trigo en sus ojos y cicatrices forjadas en la piel clara de sus manos. Nunca abría la boca para quejarse de nada y jamás la había visto protestar porque el uniforme negro que usaban, no era un vestido bonito, sino un conjunto de pantalones y camisa, diseñados para permitir comodidad y movilidad a su usuario, algo que Menthe odió en un principio, por la poca costumbre que tenía de usar pantalones a toda hora, la molestia se le pasó en seguida al notar lo práctico que resultaba al limpiar lugares altos o complicados.
«Bendita fuera la emperatriz por tener esa consideración con sus empleados.»
Lloró a medias y se detuvo al recordar algo.
—¿Es verdad que los atentados contra su majestad son resientes? —Cleo asintió. —Creí que era algo que venía ocurriendo desde que ocupó el trono.
—La verdad es que no. —dijo Cleo, bajando el trofeo de caza que tomó de la pared para poder limpiar. —Con el antiguo rey en el trono las relaciones entre Taheriah y Makielos solo eran tensas. —Menthe alzó una ceja, poco convencida de lo que la expresión "solo eran tensas", quería decir. Cleo alcanzó a ver de reojo la insatisfacción en su rostro porque agrego: —Bueno, muy, muy tensas. Jamás se podría haber establecido un acuerdo de paz en las condiciones que estaban.
—¿Y dices que no hubo intentos de asesinato?
—Por que no los hubo. Quizá en Taheriah estaban muy ocupados matándose entre ellos como para matar a la emperatriz. ¿Quién sabe? —Cleo reacomodó el trofeo de caza. —Te digo desde ya que nuestra gente podrá ser muchas cosas, pero jamás traidora. Cuando los padres de la emperatriz fueron asesinados por tu gente y ella subió al trono, los súbditos la alabamos. En Makielos el mundo entero la ama como a una madre y la respeta como a tal, porque en los años que lleva gobernando, ha hecho más cosas por el pueblo que el resto de sus antecesores juntos. Nosotros no tenemos motivos para matarla, ustedes sí; debilitarían al imperio, al ejército y de paso tendrían abiertas las puertas para tomar Dóras.
—Yo podría hacerlo. —Menthe bajó el trapo. —Podría estar aquí bajo órdenes que me obliguen a arrancar la cabeza de su majestad y llevársela a la reina. Entonces conquistaríamos Makielos, tu gente moriría a manos de la mía y la emperatriz a la que tanto amas no estaría presente para protegerlos.
—Lo sé. —Cleo siguió limpiando, sin mirarla, sin detenerse.
—¿Por qué no me odian entonces? ¿Por qué no me matan?
Cleo giró para verla y sonrió. Una sonrisa real, sincera y tranquila.
—Porque aún no lo has hecho, no tenemos motivos para odiarte, ni para matarte. Pero, si tantas ganas tienes de morir, puedes pararte todo el día debajo del sol. Hasta lo que sé es mortal para ti.
Menthe le arrojó el trapo, Cleo lo atrapó sin problemas y comenzó a reír. En medio de todo, de la incertidumbre y los problemas, la desconfianza y la muerte, Menthe no tuvo problemas para seguirla y hacer lo mismo.
La luna refrescaba con sus rayos un poco de la oscuridad inmensa que extendía sus dominios a lo largo y ancho de la bóveda celeste. Podía verse, brillante y enorme, incluso a través de la cortina liviana que se mantenía quieta, formando una barrera sutil entre el balcón extenso y la oficina de Chaos.
Llevaba rato trabajando en los documentos que llegaron a la capital con su partida; largos informes de los puestos de vigilancia en el norte, desde el bosque hasta los límites de Mampress. La mayoría explicaba lo mismo; un gran movimiento en la muralla, en dónde, por primera vez luego de cincuenta años, las tropas Taherianas comenzaron a llegar, realizando el protocolo propio que se requiere antes de tomar formalmente el lugar como una base importante para lo que estaba por venir.
La guerra.
Chaos bajó la pluma, contemplando las órdenes que enviaría al amanecer.
Solo le faltaba firmar.
Solo le faltaba esperar.
Trazó un enredo de líneas y tinta, estampando la insignia grabada en el anillo de plata que usaba en la mano contraria a aquel que le servía meramente como decoración.
Dejó que la tinta secara a su tiempo, levantándose para tomar un descanso. Descanso que se vio interrumpido por el anuncio que hizo uno de los guardias que custodiaban su puerta, pidiendo permiso para que Liz ingresara al despacho.
Chaos volvió a su silla y dio la orden de dejarla pasar.
—Viniste tarde. —dijo Chaos.
—De camino aquí tuve que hacerme cargo de un sospechoso con intenciones de asesinarle, majestad. Tal parece que desde que volvimos de la cacería, los espías están más necesitados que antes. No ha pasado ni una semana y ya hemos duplicado la cifra de intentos de asesinato ocurridos el año pasado. Es alarmante si me lo pregunta.
—Será peor. —Chaos le extendió los informes mandados por sus generales desde el frente. —Thaeriah está terminando su producción de armas, la mayoría de sus ejércitos deben estar listos para ser enviados al frente. Como mucho se tomarán medio año más para dar su primer golpe. La muralla comienza a ser habilitada, ahí será su base, se extenderán por la pradera. —Recorrió con la figura de un caballo blanco la ruta, trazada con plateado en el mapa tallado en la superficie del escritorio. —Piensan tomar el castillo de la emperatriz y luego Mampress. Se detendrán momentáneamente una vez que la ciudad haya cedido, contarán las bajas, pedirán un recuento de ganancias, suministros y los líderes se reunirán para trazar una nueva estrategia que les permita avanzar a la capital. —El caballo blanco se detuvo en el sello imperial que servía para diferenciar Dóras. —Si consiguen entrar, conquistar el sur no será complicado.
Liz bajó los reportes, tomó asiento en el lugar desocupado frente a su emperatriz, recorriendo con una mirada crítica el terreno que se volvería un cementerio de hombres y caballos.
—Para que consigan, siquiera, traspasar la frontera, usted debería estar muerta. —Chaos asintió, derribando el caballo negro que representaba a su imperio con el corcel blanco de Taheriah. —No permitiré que eso pase. —aseguró Liz, apretando las manos en puños firmes. —No morirá.
—Obviamente. —Chaos jugó con la pieza blanca de madera, sosteniéndola sin cuidado. —Antes de que eso pase tengo una guerra que ganar. Aunque, me hubiese gustado restaurar Sulem de otra manera. —Trituró la figura de madera, que se veía pequeña en su mano. Las astillas le rozaron la piel, sin llegar a abrirla, apenas dejando surcos rojizos. —Lo último que quería era que se perdieran vidas.
—Las bajas serán considerables.
—Sobre todo para ellos. Puede que nos superen en número en este preciso instante, pero al final su ejército será dos veces menor que el nuestro. —Arrojó los pedazos de madera a la chimenea, siguiendo el baile de las llamas. —Es su desventaja, priorizar calidad antes que calidad.
—Sin embargo nuestro ejército apenas y alcanza tres cuartos del suyo, contando a las tropas personales de los lores.
—Es lo de menos. —Chaos se levantó. —Los números sirven para asustar a la gente, mientras la estrategia se encarga de usar esos números a su favor. ¿Quieres apostar por la bandera que se alzará al final?
Liz ni siquiera lo pensó, negando de inmediato con la cabeza.
—Si apostamos perdería yo, majestad.
—No. A menos que apostaras por el bando incorrecto.
—Entonces no podría llamarse apuesta. —Liz tomó al último caballo en el escritorio; un corsel cobrizo y rebelde, tallado sobre sus dos patas, con la crin agitada y relinchando a nadie en particular. Lo analizó un segundo, tocando la madera barnizada. Hacia centenares de años que aquel animal dejó de unir a Taheriah y Makielos cómo Sulem, hacía años que los caballos negros y blancos olvidaron por completo a aquellos hermanos de color tierra, hijos del fuego y la sangre. Liz dejó caer la figura sobre el palacio de Taheriah, posicionándolo cómo el único del tablero. —Sulem nacerá al final. —dijo.
Retiró la mano y al otro corcel negro que cayó primero. Chaos asintió sin palabras.
—La bandera del imperio caído ondeará en la torre de los sueños y en ese momento, el mundo entero sabrá que nos pertenece. —Le dio toques suaves al caballo erguido y sonrió. —Taheriah será nuestra.
—¡Mayor! ¡Mayor!
Liz se detuvo en la entrada de sus aposentos, aguardando irritada al escuchar la voz femenina que la llamaba a gritos desde el final del pasillo.
Maldijo a Chaos por haberse demorado en la planeación de estrategias, maldijo a Damaris por no haberse encargado de la chica y luego se maldijo a ella por no haber sido lo suficientemente rápida al entrar a su guarida y fingir que dormía, lo que seguro ocasionaría que Cleo la despertara golpeando la puerta con brusquedad.
Al final volvió a maldecirse por haber maldecido a todos los demás y suspiró. Soltó la llave que estuvo a nada de llevarla a un descanso bien merecido, volvió a colgarla en la cadena de su cuello y giró, encarando a la joven doncella, de rodillas contra el suelo mientras intentaba recuperar algo de aire.
Vestía una bata sencilla de algodón, atada con hilos dorados en la parte del pecho y las muñecas, no llevaba zapatos y seguro había olvidado deshacer correctamente su peinado de trenzas cuando corrió de... Del lugar que viniera hasta allí.
Liz esperó a que hablara, apoyándola a medias para que no tuviera que permanecer en el suelo. Cleo la sostuvo cuando estaba alejándose, hablando a trompicones, cosa que ocasionó confusión en Liz.
—¿Cómo dijiste? —Liz aseguró sus hombros con firmeza, impidiendo que la pobre chica siguiera tambaleándose como una hoja en medio de una tormenta. —Repítelo. Está vez sin prisa.
Cleo inhaló profundo, sacudiendo la cabeza con los ojos cerrados.
—Es Menthe, ella... —se calló al ver la nueva de fastidio en el rostro de Liz, quien rodó los ojos exasperada.
En los últimos días todo lo relacionado a los sirvientes terminaba o iniciaba con Menthe.
—¿Qué hizo esta vez? —preguntó de mala gana.
—Íbamos a tomar un baño, nos encontramos con la señorita Naiza en los vestidores, Menthe no le hizo una reverencia al pasar a su lado y avanzó sin más, eso molestó a la señorita así que le gritó a Menthe, luego comenzaron a discutir. Cuando llegó Damaris, Naiza acababa de golpear a Menthe, por eso me pidió que viniera.
—¿Las detuvo?
Cleo titubeó.
—No... No pudo hacerlo. La señorita estaba fuera de sí con lo que Menthe le dijo cuando intentó obligarla a arrodillarse.
Liz tomó paciencia y preguntó.
—¿Qué fue lo que le dijo?
—Que nunca iba a arrodillarse ante alguien que era igual a ella. Ya que todas servimos en el palacio de su majestad somos esclavas, nos encontramos en la misma posición sin importar si trabajamos en la limpieza o somos concubinas en el harén. Dijo que éramos iguales y ella no le debía una reverencia a nadie a menos que la señorita Naiza fuera su emperatriz y, hasta lo que sabía, el trono de consorte permanecía vacío y seguiría así por un tiempo ya que, en lo personal, no creía que alguien tan elitista cómo la señorita pudiera alcanzar la corona. —Cleo jugueteó con sus dedos. —Menthe hirió el orgullo de la señorita.
—¿Herirlo? —Liz se quitó el abrigo, envolviéndolo alrededor de Cleo, cuyo cuerpo temblaba. Quizá por el frío, quizá por el miedo. —No, para nada. Esa mujer no le hirió el orgullo. Se lo hizo pedazos.
Liz llegó a los baños a tiempo, o lo que consideraba llegar a tiempo. Menthe estaba de pie sobre Naiza, en mejores condiciones de lo que hubiera imaginado, lo único doloroso era el hematoma púrpura a mitad de su mejilla. Cosa muy distinta en Naiza, cuyo rostro entero se marcó de morado, verde y rojo por el puño limpio de Menthe.
—¡Mayor! —una de las chicas de Naiza lloriqueó más fuerte al verla aparecer. —Que bueno que está aquí. Esa... —Señaló con un dedo a Menthe, quién apenas y se inmutó, retrocediendo hasta la fuente para limpiar sus manos. —¡Esa bestia hizo...!
—Lo correcto. —terminó Liz, dejando atónita a la sala. —¿Pedir una reverencia a la gente de servicio? ¿Tratarlos como esclavos a pesar de que es su comida la que te alimenta cada día, a pesar de que son sus manos las que te visten y te arropan? Que vergüenza Naiza. Vas en contra de los principios que estableció su majestad. Ella borró los títulos hace años, empezó a disolver las castas, dejando solo a los lores por ser parte del consejo, todos los demás somos ciudadanos, somos iguales. Tú no tienes por qué exigirle a nadie una reverencia, ni que fueras la emperatriz. Incluso si lo fueras, incluso si por un milagro te volvieras consorte, jamás tendrías el derecho de atacar a tu pueblo solo por su posición social.
—Mayor... —la voz de Naiza se hizo débil.
—Que la atienda la doctora, no tiene permitido acceder al harén durante el tiempo que dure su recuperación y una vez que esta termine le quedan denegados los permisos de servidumbre. Si quiere algo, tendrá que hacerlo por sí misma, cómo todos los demás. Esto, claramente, si la señorita desea permanecer en el harén, si no puede hablar con Tule y se le dará la liquidación final por sus servicios prestados a la corona. ¿Alguna objeción?
—Yo tengo una. —Menthe alzó la mano, alejándose de la fuente. —Regla quinta de palacio; toda pelea que termine o empiece con violencia, sin importar razones o posiciones, debe ser castigada con diez golpes en las palmas y la espalda del o los agresores. En caso de defensa, la víctima quedará absuelta, en caso de ataque, el agresor cargará con el castigo por incitar al caos en lugar de resolver el, o los problemas, por la vía pacífica, el diálogo, un enfrentamiento de espadas o una pelea permitida por su majestad, la emperatriz. Esta regla es válida también para aquellos agresores que atacan al débil porque no puede defenderse. —recitó con calma, cruzando las manos detrás de la espalda, sin mostrar reacción al asombro callado de los presentes.
—¿Quieres que la azote? —inquirió Liz, siguiendo de cerca los pequeños movimientos casi imperceptibles en las expresiones de Menthe, quien entrecerró los ojos y negó divertida.
—No, a ella no.
—¿Entonces?
Como si fuera obvio, y quizá lo era, Menthe se señaló.
—A mí. Sea como sea, ella se estaba defendiendo ante lo que consideraba una agresión, así que el primer golpe —tocó su mejilla hinchada. —, no cuenta. Sin embargo yo la golpeé después de eso y la seguí golpeando a pesar de que sabía que era más fuerte que ella. La golpeé hasta que supe que, cuando me separara, ella no lo volvería a hacer. Sin embargo, los motivos no importan, la agredí y merezco el castigo.
—¿Y estás dispuesta a aceptarlo?
—Sí. —respondió con convicción.
Liz asintió y se hizo a un lado para dejarla pasar.
—Ven conmigo entonces. Pasarás la noche en el calabozo, al amanecer, tu sentencia será ejecutada antes del desayuno.
Menthe caminó con firmeza, dejando atrás una confusión aglomerada de personas que, accidentalmente, bajaron la cabeza o empezaron una reverencia, deteniéndose al recordar que, quien caminaba delante suyo no era su emperatriz, sino una igual.
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