El precio de los deseos
Todo sucedió muy rápido.
Sentí su actividad detenerse a escasos metros del suelo, y comenzamos a caer de forma repentina.
Sin solución.
Hasta estrellarnos.
Para cuando alcé la vista, esperando recibir el disparo definitivo que paralizase para siempre mi cuerpo, me encontré en un lugar completamente distinto.
Lucía un sol radiante y nuestros cuerpos quedaron tendidos sobre la hierba verde, solo surcada por un manto moteado de flores blancas que se mecían bajo una suave brisa. Todo cuanto desentonaba en aquel lugar, repleto de paz, era la angustia contenida de los latidos de nuestros corazones.
Mi impulso, tras saberme entero y dilucidar que, contra todo pronóstico, habíamos logrado atravesar la muralla y nos encontrábamos en el Palacio Fortificado del Jardín Feliz, fue echar a correr, asustado, para encontrarme con mi amiga.
—¡Miriam! —La tendí sobre la espalda en el suelo, girando su rostro hacia mí, y el alivio me invadió al ver sus músculos faciales contorsionarse de dolor.
Por mucho que suene sádico, en aquel momento mi cerebro interpretó, acertadamente, que el veneno no la había alcanzado.
Era mi mayor preocupación, y mi respiración, que por un instante había amenazado con detenerse, se reanudó con normalidad.
—¿Nos hemos estrellado? —Se quejó mirándome como quien acaba de despertar en la otra punta del mundo tras una despedida de soltero. Y sí, también conozco vuestras aberraciones cinematográficas.
Asentí.
—Eso parece.
Me senté a su lado, mientras me concentraba en terminar de normalizar mi respiración.
—¿En el lugar correcto? —musitó asustada, como si de súbito una haz de luz iluminase sus recuerdos.
Me reí.
—Es el correcto, sí —Admití, resistiéndome a la tentación de fingir que todo había salido mal y estábamos a punto de ser devorados vivos. Habría sido un cínico, creo que tomé la decisión acertada— ¿Estás bien?
Ya más tranquilo, y con la mente un poco despejada, la ayudé a sentarse a mi lado.
No tardó en agarrarse el brazo, esta vez de seguro roto.
—Salvo esta mierda sigo entera, y no es poco —admitió. Su voz, pese a todo, dejaba entrever un inmenso alivio.
Me sorprendió su tolerancia al dolor. Me coloqué frente a ella y tomé su brazo entre mis manos.
—Creo que ahora sí que está roto —afirmé mientras terminaba de examinarlo con cuidado.
—No jodas, soy de letras, pero lo tenía bastante claro —El dolor y la risa se mezclaron en sus palabas y acabamos por sonreír, aunque su sonrisa se desvaneció pronto— ...No fastidies.
Me giré para poner los ojos exactamente en el lugar en donde los suyos acababan de reparar, justo a tiempo para comprobar, con toda tristeza, que no todos habíamos corrido la misma suerte.
Me levanté, ahora sí en pie, en aquella inmensa pradera en donde lucía el sol más brillante que jamás haya visto, iluminando a nuestro alrededor varios kilómetros de jardines construidos con toda clase de fuentes, esculturas, y plantas aromáticas de todas las especies y colores conocidos.
Me acerqué al shadavar y terminé por arrodillarme junto a su costado. No pude sino constatar, con gran amargura, que el veneno le había alcanzado.
Miriam se colocó a mi lado instantes después, y lo acarició.
El animal nos observó muy asustado con los ojos fijos en las órbitas, apenas podía mover un músculo, y eso jamás volvería a suceder. Pero el brillo de sus ojos y las lágrimas que rebosaban sus párpados me devolvieron una de las imágenes más gráficas de lo que entiendo por desesperación.
Sabía muy bien lo que debía hacer.
Saqué la vieja navaja que Luca me había prestado en su momento, justo antes de que emprendiera mi viaje, y la coloqué sobre su cuello.
—¿Qué haces?
—No se va a solucionar, y está sufriendo —aclaré sintiendo el tono de mi voz apagarse con mis palabras—. Merece una muerte digna de un animal tan valiente.
Ella guardó silencio.
Me tomé unos segundos para entonar los cánticos que preceden a un sacrificio limpio. Para dejar que mis palabras temblorosas pero inequívocas resquebrajaran el silencio y se expandieran a los cuatro vientos mientras la atmósfera de aquel extraño paraíso envolvía todo lo que significaban para mí.
Había escuchado a Agnuk entonarlas tantas veces...
Después acaricié su hocico, sintiendo su respiración, cada vez más calmada, y las lágrimas terminar de anegar sus ojos.
—Gracias por todo... —dije mientras mis palabras se diluían en mi garganta como si una mano me estrangulase con todas sus fuerzas. Sabía que terminaría con un hilo de voz—. Que la paz sea contigo, amigo — susurré.
Hinqué la hoja en su cuello, seccionando la arteria principal de su cuerpo, y en apenas unos segundos su respiración se detuvo, lenta y definitivamente.
Sentí el corazón de Miriam encogerse como si la misma mano imaginaria que estrangulaba mi garganta hasta relegar a la nada mi voz acabase de atrapar el batir de las alas de la mariposa que normalmente aleteaba con alegría en su pecho.
—¿Por qué has hecho eso?...Las palabras, y los cantos...
Suspiré al tiempo me giraba para sorprenderla enjugándose una lágrima.
—Ninguna vida es inocua en el universo, Miriam —expliqué, levantándome, y ayudándola a ponerse en pie, lo que os aseguro que no es tan fácil si tienes un brazo roto—. Todas las criaturas tienen una misión en el mundo, y son igual de valiosas que cada uno de nosotros. A veces has de matar, pero, salvo si es en combate, habrás de conceder una muerte limpia. Le rezo a la muerte para que le proteja en su viaje y le de paz, le agradezco a la vida por haberlo creado y a la fortuna por haberlo puesto en nuestro camino.
Asintió, sorprendida.
Pero no tuvimos tiempo para más.
En ese momento, una vestal, joven y hermosa, con su característica tez azulada y los tatuajes acenefados recortando su piel, arrastró sus vestiduras sobre la hierba para acercarse a nosotros... y sonreír.
—Enhorabuena —concluyó—. Sed bienvenidos al Palacio Fortificado del Jardín Feliz.
***
—Elías Dakks —fueron las primeras palabras que articuló aquella melodiosa voz que nos recibió en la sala de audiencias de la gran fortaleza escarlata—. No esperaba menos que acabar recibiéndote.
Cualquiera lo hubiera dicho, con la cantidad de trabas que nos habéis puesto. Pensé.
La observé con detenimiento mientras nos acercábamos, adentrándonos en aquella estancia columnada cubierta por inmensas bóvedas de mocárabes con claves colgantes de las que pendían coronas votivas de todos los materiales imaginables y con toda certeza algún que otro más. Era un lugar tan hermoso que casi eclipsaba la belleza de la Vesta Mader, abrumadora y pintoresca.
Tan solo la proximidad me permitió apreciarla como merecía.
La humanidad que devolvían sus ojos no se advertía en su aspecto, que respondía a las facciones sobrenaturales que solo ostentan los seres elementarios más puros.
Su tez, completamente azul, se asemejaba a un camino de paisajes, tatuajes grabados al fuego durante billones de años en los que su condición semi-inmortal le habría permitido perderse en profundos trances inducidos por el dolor del fuego sobre su piel, y la magia más pura, lo que la convertía en poseedora de los secretos más ocultos del universo.
Era el único ser vivo bajo el cielo que había vivido el pasado, conocía el presente, y viviría para escribir el futuro, en su visión más absoluta y poliédrica.
Podía sentir una fuerte conexión con Ella y con todos los inmortales vivir en la magia que habitaba aquel lugar, al fin y al cabo, aquella mujer era la personificación en el mundo de sus designios y su nombre. La encargada de que todo cuanto ellos acordaran se cumpliera bajo el cielo.
Y ahora nos encontrábamos ante ella.
—Ella me dijo que vendrías a mí —admitió, con tranquilidad y una mirada inquieta, que con toda certeza emanaba de la cantidad de cosas que leía en nosotros y que jamás íbamos a saber—. Pero no me dijo qué pretensiones conducían tu voluntad hacia estas tierras, así que, antes de nada, he de advertirte de que no podré conceder cualquier cosa que me pidas.
Suspiré y reuní el valor necesario para perderme en la terrorífica inmensidad de sus ojos.
—No estoy aquí para pedirte que le mates —aclaré sin rodeos. Sabía muy bien de qué me hablaba y no iba a perder un segundo de mi tiempo en ese tema. No aquella noche—. Ni que me hagas vencedor de esta lucha.
Me observó, complacida.
—Sé que solo concluirá si son mis manos las que la pelean ―concluí.
Asintió.
Su rostro se tornó más amable, y menos aterrador.
—Me alegra saber que no sobrestimas las leyes supremas del universo —suspiró—. No obstante, y ahora que creo saber qué es lo que necesitáis de mí, te conviene entender que no va a ser tan fácil.
La observamos desde algún lugar entre el miedo y la desesperación. Y pude sentir el corazón de Miriam retorcerse en un puño, y sangrar.
—¿Qué debemos hacer? —pregunté, sabiéndome al borde de que aquella situación me sobrepasase de forma definitiva.
Por un instante, me pareció advertir una honda tristeza en sus ojos inexpresivos.
—Todo deseo, Elías Dakks, ha de probar su fortaleza ante el oráculo para ser concedido —explicó.
—Y ¿Cómo...? —empezó, Miriam.
La Mader la observó con detenimiento por unos instantes, de arriba abajo, escudriñando hasta el último milímetro de su ser y, con toda certeza, desentrañando hasta el más mínimo detalle de su pasado, su presente, y su futuro.
Sonrió.
—Algo a cambio de algo —admitió.
Cerré los ojos, y tomé aliento, más profundo de lo que jamás hubiera respirado.
—Queremos salvar la vida de un amigo —sintetizó Miriam—. ¿Qué necesitas a cambio? —preguntó, casi suplicante, pero con toda la determinación que fue capaz de reunir cuando yo ni siquiera la encontré.
La Dama sonrió, observándonos cómodamente sobre su trono de jade.
Por si no lo sabéis el jade es en la dimensionalidad como el oro en la España del s. XVII. Y juro que nunca había visto tanto como en aquel lugar. Ni siquiera en la apestosa ciudad de Mok, capital de todo el territorio conocido.
—Es diferente para cada raza —sentenció con tranquilidad—. Pero siempre habrá de ofrecer a cambio aquello que sea lo más importante para ella, para que ese deseo pruebe su pureza y pueda realizarse.
Me quise morir en ese momento, por paradójico que vaya a resultar.
—¿Qué quiere decir con lo más importante de una raza? —inquirió Miriam.
Yo ya sabía por dónde iban las cosas, y puedo asegurar que el corazón se me paró.
Con el último aliento que me quedaba fui yo quien contestó a su pregunta con un hilo de voz.
—Para un hada, su inmortalidad; para un elemental su contacto ancestral con los elementos; un sombra, el don de su estirpe; un druida, todo el saber que haya logrado reunir a lo largo de su existencia...
Suspiré, guardando silencio porque no me atrevía a exponer lo que venía después.
—¿Y humanos y cazadores?
La voz de Miriam, inmersa en un intento por parecer firme, sonó desesperada entre aquel silencio.
La Dama se levantó y caminó lentamente hasta nosotros, para ser más exactos, hasta Miriam.
Las lágrimas comenzaron a resbalar en silencio por las mejillas de mi amiga.
Era lo suficientemente lista para saber con qué habríamos de pagar si queríamos salvar a Luca.
—El precio es la muerte —admitió la Dama, secando con delicadeza las lágrimas del rostro de Miriam con sus propias manos y observándonos desde una honda tristeza, como si la oscuridad se hubiera tragado hasta el último rastro de la luz en el firmamento, y el vacío reinara de nuevo en el universo.
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