Los misteriosos ojos verdes
Frío. Es la sensación que recuerdo con más claridad antes de que regresara el dolor.
Me trajo la certeza de que no estaba muerto. Aunque aquel hedor todavía inundara mis fosas nasales.
Para cuando mis sentidos comenzaron a volver en sí, me supe tendido en el suelo, aunque el frío que sentía ya no provenía del exterior sino que vivía en mi interior. Estaba cubierto por algo caliente, aunque, fuera lo que fuese, era incapaz de trasmitirme calor.
Después el oído. El crepitar de un fuego se sintió no muy lejos. Su calor parecía incidir como una caricia sobre mi cara. Mi cabeza estaba ladeada y apoyaba sobre una gruesa tela.
Comenzó a invadirme la incertidumbre, porque sentía que no estaba solo. Y sentí la necesidad de abrir los ojos. Tenía que averiguar dónde me encontraba, porque yo solo no había salido de aquel palacio de escarcha, y ese lugar no era nada que se le pareciese. Alguien me había sacado de allí y, fuera quien fuese, no andaba lejos.
Después de parpadear varias veces, confuso, logré hacerme una idea en donde me encontraba.
Estaba tumbado en el suelo de una cueva, solo iluminada por la lumbre de una hoguera. Era un profundo abrigo rupestre, y la altura que separaba el suelo del techo era escasa. Me concentré en seguir respirando, porque cada vez era más difícil. Y seguía sintiendo el sabor de la sangre en mi boca.
Mis cansados ojos distinguieron, al fin, una figura de espaldas a mí. Y mis peores temores se hicieron realidad.
Una melena rubia trenzada en rastas, y harapientas vestiduras. Aquel hombre barbado que rondaría los treinta sintió mi despertar, y se giró con una rapidez asombrosa para clavar en mí aquellos inquietantes ojos verdes.
La rapidez fue tal que, como acto reflejo, intenté moverme. Fue un error. Empecé a toser, esparciendo sangre a mi alrededor, y agravando considerablemente el dolor de mi pecho. Cerré los ojos por un instante. Tratando de calmarme. De convencerme de que aquello era una ilusión, una mala pasada de mi cerebro. Y concentrándome en intentar respirar. Pero lejos de delirar permanecía en este mundo. Para cuando abrí los ojos él se había acercado y me miraba con tranquilidad.
En ese instante me encontré cara a cara con el hombre a quien me había jurado matar hacía casi un año. Aquel prófugo dimensional al que ya todos llamaban "El Desertor de Parnassos". Eran los mismos ojos verdes que me habían hablado desde la oscuridad de mi sueño, y que durante años se habían aparecido en mis pesadillas. Eran los mismos que me observaban en la penumbra del jardín la víspera de mi cumpleaños. Y los que ahora me miraban ahora expectantes. El mismo rostro, y el pentágono mágico negro en su frente. Tenía ante mis ojos al hombre más buscado de la dimensionalidad. Al peor de todos los asesinos. Al más grande de los traidores. Y al causante de la muerte de mi mejor amigo. Pero ni siquiera iba a poder matarle.
Maldita sea Amarna y sea mi mala suerte.
―No te muevas, solo agravarás tus heridas ―expuso con una calma sobrenatural―. Necesitas atención médica urgente, de hecho. He ralentizado el encharcamiento de tus pulmones y el ritmo de la hemorragia, pero no puedo extraer el filo porque lejos de un hospital te desangrarías ―admitió―. No podía enviarte por el portal hasta que despertases, y pronto lo haré. Pero antes debo hablar contigo, Eliha Dakks.
Traté de disimular mi sorpresa, y le regalé una mirada desafiante. No entendía nada. Pero no había nada más que pudiera hacer.
―Me imagino que sabes quién soy ―terció.
Asentí.
―Eres... aquel al que llaman... el Desertor de Parnasos ―balbuceé, haciendo un gran esfuerzo por hablar, y casi perdiendo el poco aliento que me quedaba. Sintiendo el sabor amargo de la sangre bañar mi boca.
Asintió, fingiendo cierta sorpresa.
―Veo que los apodos vuelan como la pólvora.
Se hizo un pequeño silencio, aunque ninguno de los dos apartó la mirada.
― ...eres... un asesino ―espeté―... abriste aquel portal... y ahora... has enviado a los demonios... para matarme porque en su momento... yo lo cerré ―afirmé con convicción, sintiendo como un gran desprecio invadía mi interior―... ¿Qué sentido tiene... que me salves la vida? ―pregunté sin rodeos―. Si vas a matarme... este es el momento.
Una amarga risa escapó de sus labios. Y me observó, ahora sí, bastante sorprendido.
―Me alegra que seas así de directo. Es una gran cualidad para un slader. Aunque no has terminado de acertar ―sentenció con seriedad―. Si quisiera matarte nunca te habría traído hasta aquí y te hubiera salvado la vida. Puedo ser muchas cosas, pero no soy un cínico ―Las palabras ensombrecieron su rostro―. Sí soy un desertor, pero voluntario. Entré por mi propio mérito en el cuerpo de rastreadores, igual que tú. Y lo abandoné porque no quise formar parte nunca más de las barbaridades que se les obliga a hacer ―explicó, dejándome de una pieza―. Yo no abrí ese portal. Sólo luché, como todos vosotros, para poder cerrarlo. Algo que, por fortuna, tú hiciste mejor que nadie aquella noche ―reconoció―. Y respecto a los demonios ―añadió―, tampoco estaban allí por mí. Como comprenderás yo no controlo a los mensajeros ministeriales.
Lo poco que creía saber sobre el mundo en el que vivía se hizo añicos en un instante.
― ¿Estás diciendo... que no eres tú quien... abrió... ese portal? ―pregunté receloso.
Lo de los demonios pase. Stair podía estar detrás, y eso cuadraba más que cualquier otra hipótesis que se me hubiera ocurrido. No había relacionado a los Sioux con los ministerios, pero eso tendría sentido.
El resto ya era otra cacería.
Asintió.
― ¿Entonces... quién fue? ―espeté.
―Dimitrius Stair ―afirmó con una convicción absoluta. Era tal que asustaba. Tanta que mi intuición me llevaba a leer verdad en sus ojos. Me sorprendió, aunque, no sé por qué, me esperaba esa respuesta. ¿Hasta allí se remontaban sus ganas de asesinarme?
―No puede ser ―comencé, más tratando de encontrarle alguna pega a aquella afirmación para tranquilizarme que por otra cosa―... él te castigó. Él te condenó... a muerte... por abrir ese maldito portal. Y todos los rastreadores... corroboraron lo que dijo. Ellos... te delataron...
Dije haciendo un gran esfuerzo. Los rastreadores defienden a la dimensionalidad, y nunca faltarían a la verdad. De no tener pruebas no le habrían delatado. O al menos eso intenté creer.
Busqué incorporarme, pero puso una mano sobre mi hombro y me lo impidió. Después sus ojos traslucieron la amargura más grande que jamás hubiese visto vivir dentro de alguien.
―Stair no es quien crees que es, Eliha Dakks. No es quien nadie cree que es ―afirmó―. Ni siquiera los rastreadores lo son. Obedecen a Stair a ojos ciegos, y han obedecido a tantos ostros a lo largo de la historia. No son más que un puñado de peleles capaces de hacer cualquier cosa con tal de sobrevivir. Mercenarios, Eliha, eso es lo que son. Eso es lo que yo fui. Y gracias a Ella, ya no soy ―suspiró con gran pesar.
Después se hizo el silencio, y observó atentamente una de las paredes de la cueva, y como las sombras proyectadas por la lumbre del fuego desdibujaban nuestras figuras.
No me fiaba de Stair, Anet se había encargado de ello, y no hacía falta que viniese aquel tipo a decirme que había intentado matarme aquella noche. Pero...
― ¿Te han contado alguna vez la historia del Hogar de los Inmortales?
Asentí, incrédulo. Era el mito que yo mismo le había contado a Adamahy Kenneth no hacía tanto tiempo. La misma noche en que Anet había muerto.
―La conozco, sí. Pero... no entiendo... por dónde vas... ―admití en un alarde de honestidad, manteniendo mi mirada desafiante.
Después de escuchar algo tan gordo como que los rastreadores también eran títeres a las órdenes de Stair, quería explicaciones. Quería respuestas a las incógnitas que todavía tenía. Y aquel tío me saltaba con la estúpida leyenda de la creación que le podía recitar de memoria.
―Imagino que conoces el mito que todos conocen. La creación de las siete razas. Pero como la mayoría de los mortales, no conoces la última parte de la historia.
―Ahí termina... la historia...
―Ahí termina la historia que a Stair, y tantos otros antes que él, les conviene y les convino que todo el mundo crea, Eliha Dakks ―confesó―. Pero él conoce la otra parte de la historia. Y a sus oídos ha llegado algo más. Algo que yo he venido a mostrarte.
― ...no hay más... historia... ―Llegados a ese punto solo quería que me matase o me dejase ir, pero no que empezase con...
Joder.
Pues con todo aquello de lo que el viejo Arnold me advirtió cuando mi vida dejó de ser mi vida. Todo lo que le había costado la vida. Las respuestas que hacía meses que buscaba, y que mi padre no había querido darme.
―Conociste al viejo Arnold Wayne, ¿Cierto? ―aventuró, cambiando de estrategia y descolocándome por completo―. Él te habló te habló antes de morir. Te dijo que pasarían cosas que te harían replantearte quién eras. Y también te dijo que intentarían hacerte daño. Algo que, hace no tanto, te repitió tu amiga. La misma a la que el ministerio condenó a la Insurreccional por echar a correr después de haber descubierto una verdad muy incómoda para todos, y decidirse a revelártela. Una verdad que te incumbe de forma directa y más que a nadie.
Sentí como mi corazón se detenía.
¿Cómo podía saber todas aquellas cosas?
― No... tú no puedes saber...
Asintió con gravedad.
―Puedo saberlo, Eliha Dakks ―sonrió con tristeza―. Claro que lo sé. Porque yo ayudé a la chica a escapar de aquel pasillo y a ganar el tiempo justo antes de que le implementaran la pena insurreccional, como para que lograse hablarte. Yo le pedí que te advirtiera. Igual que a Arnold Wayne. Él se la jugó porque confiaba en mí y yo se lo pedí ―suspiró― ...y por eso lo mataron.
No.
No podía ser.
¿Eso era posible?
― ¿Advertirme de qué? ―pregunté, después de todo― ¿De que no soy... como los demás?
Asintió nuevamente.
―Y... si no soy como... los demás ―comencé con dificultad― ¿Se puede saber... qué cuervos... soy? ―pregunté, casi paralizado, como fuera de mí. Estaba al borde de perder la poca respiración que aún me restaba.
Pese a todo no pude evitar mantener aquella pose que me caracterizaba, y desafiarle más si cabe. Sostuve aquellos ojos verdes. Y, para mi sorpresa, tampoco se apartaron.
Suspiró.
―La historia sigue, Eliha. Sabes que la Muerte creó a Nasser atravesando con una flecha manchada por su sangre la estrella más brillante del firmamento, y convirtiéndolo en el primero de los sladers. Pero también, y esto es algo que mucha gente olvida, en el primero de los Náhares.
Los Náhares...
― ...conozco... esa historia... pero los náhares... son solo una... historia...
―No lo son, Eliha ―admitió, apesadumbrado―. Y esa historia no es solo una historia. Te lo puedo jurar, porque yo he estado allí.
― ¿Cómo...? ―pregunté, a esas alturas al borde del colapso.
―Yo he estado en el Hogar de los Inmortales, Eliha ―anunció con la seriedad mayor que jamás haya visto en un rostro. Y temí. Temí porque aquellos ojos no escondían mentira... pero eso era imposible―. Como todos los Guerreros de las Estrellas.
Guerreros de las Estrellas. Anouks. Aquella extraña secta noble que perseguía la utopía de la paz y el exterminio del mal supremo, del mayor demonio de los siete infiernos, el Séptimo de los Señores Ajawa, a quien creían reencarnado en algún lugar del universo. Eran viajeros y luchadores que se movían por la dimensionalidad buscando proteger a lo que serían unos seres especiales, designados de alguna manera para enfrentar a ese ente maligno y enviarlo de vuelta a su eterno encierro. Para sellar con él las puertas del séptimo infierno. Tratando de evitar que los demás Infiernos se abrieran y arrojasen al mundo un mal mayor. Uno tan grande que devolvería al Universo al Tiempo de Oscuridad.
Otra historia de mierda, en la que ya nadie en su sano juicio sería capaz de creer.
―Los guerreros de las estrellas... ―comencé― ... fueron una utopía... que terminó hace mucho...
―Existen, Dakks ―sonrió―. Yo soy uno de ellos. Y lo soy porque Ella me escogió, y me hizo esto ―añadió con seriedad levantando su manga izquierda, dejando ver una marca en su antebrazo.
Era una escarificación hecha con acero, forjada con una espada. Una cicatriz en forma de flecha.
Entonces sí que mi corazón se detuvo.
Era un símbolo prohibido. El símbolo prohibido. Nadie se atrevería a llevar esa marca. Porque todo el que osase ostentarla sería presa de la muerte. Tan solo los suicidas osaban a grabársela. Y a las veinticuatro horas de que una persona se haga la marca, muere. Aunque nadie sepa por qué es así. Es una realidad universal. Todo el mundo lo sabe. Sin embargo, aquel hombre seguía allí. Y a juzgar por el aspecto de la herida, esa marca llevaba bastante tiempo en su brazo.
Era imposible, joder. Pero tenía que ser imposible.
― ¿Cómo...?
Sonrió.
―Somos vasallos de la muerte, Eliha Dakks ―explicó―. Cada guerrero de las estrellas le jura lealtad al pájaro negro. Los Inmortales no quieren destrucción. Permiten el mal porque es imposible para ellos erradicarlo, pero son los que mueven las fichas para salvar el universo a través de nosotros. Y Ella tiene una misión.
― ¿Qué... misión?
―Hace mucho que el mundo está sometido Eliha, a algo mucho más poderoso y aterrador que los Inmortales. Algo que permaneció libre desde el final de la Primera Purga, cuando el resto de los señores Ajawa fueron encerrados en sus respectivos infiernos. Algo tan oscuro que ni el propio Nasser logró encerrarlo. Que ha sido capaz de desafiar las leyes de la existencia y, por consiguiente, eludir el plan de la Muerte ―expuso―. Y ese algo tiene carne y hueso, y existe bajo múltiples formas humanas que constantemente se reencarnan mediante un hechizo de posesión para gobernar la dimensionalidad y traer, poco a poco, el caos.
Acababa de escuchar como algo hacía "clack" en mi cabeza. Y no me gustaba nada cómo encajaban las piezas.
No me jodas. Por favor, no lo hagas.
― ¿Insinúas que el canciller... es la supuesta... reencarnación del mal primigenio? ―pregunté. Paralizado. Paralizado porque aquello tenía más sentido del que me gustaría.
Asintió.
―Es más o menos así ―corroboró―. Vive en todos los gobernantes de la dimensionalidad, a quienes controla desde el cuerpo de Stair. Y antes de él desde quien le precedió en el cargo de canciller. Cada canciller es escogido democráticamente por los dirigentes de los diferentes enclaves dimensionales, pero una vez llega al poder el mal lo posee. Ha sido así una y otra vez. Desde los tiempos de Nasser.
―Esto es... una locura... ―la frustración habló por mí.
―Tener poder suficiente para invocar tipos de magia y conjuros tan poderosos que quedan fuera del alcance de algunos magos siendo tan solo un slader. Estallar en llamas y utilizar el fuego a tu antojo, hasta el punto de sobrevivir a una explosión. Ser capaz de liberar tu alma animal y transformarte a placer en un animal extinto sin perder el control ―atajó, mirándome directamente, sin rodeo alguno―. ¿Es eso también una locura, Eliha Dakks?
https://youtu.be/h_L4Rixya64
(Continúa la semana que viene, ¡Feliz semana!)
Pd: No me matéis, please
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