El final del camino
Tras el remolino de colores y el vértigo que sentí al atravesar el portal, di con todo mi cuerpo sobre un frío suelo de mármol lo que, como era de esperar, no favoreció mi situación. De no advertir el aspecto del lugar habría pensado que el frío vivía en mi interior. Pero no solo estaba allí.
Era tan frío que el suelo cubría una gruesa capa de escarcha. Y a través del hielo tan solo se vislumbraban unas antiguas baldosas sobre las que ahora descansaba mi espalda.
Sentía la sangre en mi boca, saliendo a borbotones, y apenas podía respirar. Me ahogaba con ella. Ladeé la cabeza y tosí cubriendo de sangre todo a mi alrededor. Tomar aire era la tarea más ardua jamás contada, y aquel olor se volvía cada vez más fuerte. Intenté moverme, pero fui incapaz. Los Sioux se habían esfumado, y, ahora sí, estaba solo. Completamente. En algún confín de la dimensionalidad en donde nadie sería nunca capaz de encontrarme.
La oscuridad era casi total, y sólo un óculo en el centro de la cúpula dorada que cubría parte de aquella misteriosa estancia dejaba pasar la luz. Yo quedaba justo debajo, y el haz de luz incidía directo sobre mi cuerpo, precipitándose desde el rampante de la vieja cubierta que, sin duda, había conocido tiempos mejores. Aquella rendija circular permitía a la nieve caer dentro del edificio, cubierto íntegramente de hielo.
A mi alrededor se extendía una inmensa sala hipóstila surcada por columnas fasciculadas que se extendían en un infinito bosque arquitectónico hasta perderse, en todas direcciones, en la oscuridad más absoluta. Allí donde la luz se volvía un fantasma. La gélida escarcha devoraba las arañas de cristal del techo surcado por bóvedas de abanico. El frío era tal que con un suspiro los pulmones se congelaban y parecías no poder respirar. Aunque mi falta de aire se debía, claro está, a problemas mayores.
No obstante, había algo que me preocupaba más, mucho más. Y aquel algo se llamaba silencio.
Allí no había nadie.
Así que solo me quedaba asumir la realidad. Esa cambiante realidad que en un segundo puede arrebatártelo todo. La misma que presagiaba que en cualquier momento la vería aparecer. Solo a Ella. Y que se convertiría en lo último que viera. Porque me estaba muriendo y, esta vez, era cierto.
Por algún tiempo solo escuché mi respiración agónica, aguardando la muerte entre aquellas paredes que se convertirían en mi tumba. Pero de pronto, y como mis temores anunciaban, mis sentidos me alertaron de una presencia. Mi corazón latió deprisa, como un reloj. Estaba justo bajo la luz, incapaz de ver más allá, en la oscuridad. Recordé el sueño de aquella noche. Tal vez aquellos ojos verdes a los que había jurado matar habían intentado, sin éxito, advertirme de algo. Pero ya no tenía sentido.
Moriría sin haber podido elegir por qué morir. Es lo más triste que un slader pueda enfrentar. Puede que nos vayamos jóvenes, pero nos queda el consuelo de que moriremos por algo. Y de que nuestro sacrificio no será inútil. Pero a mí ni siquiera me quedaría eso.
Solo sabía que en ese momento me quedaba una última certeza. La de que Ella estaba allí. Rondando en la oscuridad. Un manto impenetrable. Una oscuridad ciega. Esa que surge desde la nada de las cosas que existen y se pierden en las entrañas del vacío de la existencia. Y en la que los ojos de un slader ya no ven.
Frío. Silencio. Y más silencio. Hasta que de repente mi conciencia empezó a desdibujarse...
Entonces sentí pasos, acercándose.
Y mis ojos distinguieron por fin aquella silueta. Una silueta ondeante que emergía con lentitud de entre la oscuridad. ¿Esa era Ella?, ¿Era el final del camino?
Justo cuando mis oídos, a punto de perder el sentido, aguardaban el canto del pájaro negro, escuché más pasos y distinguí a mi alrededor muchas más siluetas. Llegando desde todas partes. Encapuchadas. Avanzando sin casi rozar el suelo.
A su tenue murmullo a mi alrededor, le siguió una nube de polvo tras la que se marcharon junto con aquellas tétricas figuras, los instantes más aterradores de mi existencia.
Y de nuevo estaba solo.
Si ninguna de aquellas figuras era la muerte... ¿Qué podían ser entonces?
Una hipótesis acudió en mi auxilio junto a un último y fugaz instante de lucidez. Pero era delirante e imposible.
La nieve se precipitaba sobre mí como el azúcar en polvo con el que mamá cubría a veces los bizcochos de insectos que preparaba para celebrar la llegada de la estanción seca. Y entonces, pero solo entonces, agradecí que hiciera frío. Sentía tanto dolor que supe que no tardaría en desmayarme, y aquel hedor se intensificó más que nunca.
El final del camino. Quizás allí quedaba. Pero no la vi, porque mis ojos ya no vieron. Y las imponentes columnas salomónicas, testigos mudos de mi derrota, se deformaron fundiéndose con la oscuridad de aquella estancia sin fondo.
https://youtu.be/--tFFz44zvc
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