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El adiós del invierno

El invierno había llegado y la nieve comenzaba a caer una vez más. Más fuerte. Como si la pequeña tregua que me dejó ver el cielo en mi última noche en el Norte hubiera concluido de forma abrupta en algún momento de la madrugada.

Nos afanábamos en aferrar las raídas capas de invierno que cada uno llevaba sobre su ropa. Típicas de la zona, de color verde tintadas con pigmentos naturales que a los pocos meses se volvían pardos y negruzcos. Estaban forradas al interior con las pieles de la caza del año anterior, y se remendaban cada año.

Avanzábamos por el andén a paso firme. En algún lugar al sur de la ciudad, frente al linde del bosque que es la frontera natural de Áyax. Esos cientos de hectáreas de de oscuridad y secretos que hacen que pocos sean los que se atrevan a atravesar nuestros dominios. Al otro lado de las vías quedaban los árboles nevados, erectos como una gran cortina, custodiando la oscuridad total de la Selva.

La estación era una escueta estructura de madera, con grandes plantas enredaderas de hoja perenne, ahora toda cubierta por la nieve. Eran muy pocos los bancos que se guarecían del vendaval entre las columnas que surcaban el anden sosteniendo la estructura. Más de algún año se había derrumbado bajo el peso de la nieve.

Una vez empezaba a caer, poco podíamos hacer contra ella. Podía seguir aumentando su espesor durante el resto del invierno, sobre capas y capas de hielo.

Nos detuvimos en el centro del andén. Y estábamos solos. Nosotros cinco. Mi familia.

―¿Lo llevas todo, Eliha? ―preguntó mi madre, acercándose para recolocarme cariñosamente la capa, ajustándola alrededor del cuello.

Asentí.

―Eso creo ―concluí.

―No lo lleva todo ―Se adelantó Onan. Todos le observamos. Se remangó la manga y sacó algo que me pertenecía y cuya presencia había pasado completamente por alto, por mucho que para mí significara.

Últimamente no había estado en mis cabales.

―¿Olvidabas a Sandy? ―preguntó mi madre, sorprendida pero aliviada―. ¡No la olvides nunca, recuerda que nunca sabes cuándo te hará falta!

Onan me tendió mi vieja estaca. Jugueteé con ella en la mano y la guardé en el petate con rapidez, para no correr más el riesgo de perderla.

―Es una suerte que la hayas encontrado, Onan ―suspiré, esforzándome por sonreír―. Gracias.

―Dichosos los ojos que te ven, ¿Eso era una sonrisa? ―sonrió mi madre, casi emocionada, abrazándome fuerte―. No quiero que la pierdas nunca más, Eliha.

Suspiré y me esforcé por sonreír de nuevo.

―¿Me enviarás un webbern cada la semana? ―preguntó Sarila, abrazándome también, casi a la desesperada, como a la altura de la cintura.

Me agaché para quedar frente a ella y le acaricié el pelo. Dos lágrimas resbalaban por sus mejillas, convirtiéndose en escarcha a lo largo de sus mejillas. Aquellos preciosos ojos grises aun cambiaban de color con frecuencia porque Sarila era demasiado pequeña como para manejar sus emociones.

Sonreí.

―Por supuesto ―contesté―. Y estaré de vuelta muy pronto. Para contarte cómo se las gastan estos humanos y cuántas veces he tenido que salvarles el pescuezo.

Me abrazó muy fuerte.

―Si te hacen algo los mataré a todos ―balbuceó mi hermana, con su voz dulce enfurruñada.

Todos nos reímos, incluso yo.

―¿Qué hemos hablado sobre matar humanos, Sarila? ―La reprendió mi madre, intentando esconder la emoción que por momentos la desbordaba bajo una carcajada. Lo suyo nunca fueron las despedidas.

―Los odio ―Se quejó mi hermana con frustración.

Yo sonreí.

―Yo también los odio ―Le susurré al oído. Ella rompió a reír y me abrazó más fuerte.

En ese momento las vías del tren empezaron a repiquetear. Un murmullo lejano se acercaba entre los bosques dispuesto a seguir su ruta bajo tierra, para cruzar el mar a miles de metros bajo la superficie. No nos quedaba mucho tiempo para despedirnos.

Mi madre, Onan y Sarila me abrazaron muy fuerte y a los pocos minutos se marcharon. Porque es mejor el silencio que hablar de más. Y porque el Norte no llora, o procura no hacerlo. Aunque su corazón se parta por la mitad.

Nos quedamos mi padre y yo solos.

Él me agarró fuerte del hombro, y sonrió.

―Tengo algo para ti, hijo ―anunció.

Le observé con incredulidad, frunciendo el ceño. No entendía muy bien a qué podía referirse.

Se sacó una pequeña bolsa de cuero del bolsillo, y la tendió sobre mi mano. Por un momento me horroricé pensando que podía ser dinero, cuando no iba a necesitarlo. Pero por suerte no pesaba como el dinero.

No se me ocurría qué podía ser.

― ¿Qué...?

―Ábrela ―pidió.

Mientras el tren se acercaba emergiendo desde algún lugar bajo la tierra entre los últimos árboles del linde de los bosques, mis dedos temblorosos se afanaron en abrirla. La tomé casi con desesperación, por aquel olor. El que esa bolsa parecía retornar a mí.

Tiré cuidadosamente de los cordones y le di la vuelta sobre la palma de mi mano para derramar en ella su contenido. En ese instante me encontré con un pequeño colgante de cuerda. De él pendía la pluma fosilizada de un pájaro quetzal.

Mi corazón se estremeció. Lo conocía demasiado bien.

Lo apreté con fuerza, y miré a mi padre con determinación, esforzándome por no romper a llorar. Sintiendo como el corazón me latía tan fuerte que temía dejar de respirar de un momento a otro, aunque lo disimulé con rapidez y me limité a secar mis lágrimas con amargura.

―Me lo dio su padre ―admitió―. Dijo que él querría que tú lo llevaras.

Si. Era el colgante de Agnuk. Y lo llevaría conmigo hasta el fin de mis días. Para que mi amigo pudiera vivir cada miserable segundo de mi vida desde mis ojos, por todo lo que los suyos ya no podrían ver.

―Gracias ―balbuceé, mientras el tren se detenía justo en el andén, y la paz retornaba por un momento con aquel silencio del invierno en el Norte.

La puerta del vagón se abrió.

Mi padre y yo nos miramos de una forma intensa, como si se dijeran demasiadas cosas en un segundo y este se convirtiera en pasado demasiado rápido.

Agarró mi antebrazo con fuerza, y los ojos húmedos, observándome de arriba abajo.

―Nunca olvides quién eres, Eliha ―Me pidió―. Recuerda siempre de donde vienes, y también a dónde te diriges. Tienes todo lo que hay que tener para ser un gran hombre. No dejes que nadie te cambie, porque ese corazón que escondes más de lo que deberías, es lo más valioso que posees. Te conozco y yo sé que no sabes odiar. Por mucho que digas y creas lo contrario, terminarás amando a todas las criaturas sobre la Tierra. Pero no olvides lo más importante. Siempre has de amar por encima de todo aquello que te ha convertido en la persona que eres.

Tomé aliento, muy hondo, con mis ojos clavados en los de mi padre.

―No olvidaré, papá ―prometí, sintiendo la superficie de mis ojos humedecidos congelarse mientras el viento golpeaba con fuerza mi cara.

Después me coloqué el colgante, mientras el corazón me latía muy fuerte. Mi padre me abrazó, y yo inhalé con fuerza el aliento del invierno, mirando a mi alrededor, envuelto en la seguridad del hogar por última vez. Traté de guardar en la memoria cada rincón cubierto por la nieve y mecido por el vendaval que presagiaba un invierno cruel. Uno que yo ya no iba a vivir.

Nunca quise irme. Pero en ese momento, cuando el abrazo terminó, estreché el antebrazo de mi padre y opté por no mirar atrás.

Aferré el petate en el que cargaba toda mi vida, y me subí aquel viejo tren en donde enseñé mis billetes, asumiendo que habría de llevarme más lejos de lo que jamás había querido llegar. A un lugar que para mí una prisión. Una a la que la gente conoce como la ciudad de Mok. El hogar de luces y de sombras. La capital de Aztlán, desde donde llegaría hasta la ciudad humana de Sídney. Para encontrarme con lo que, por entonces, más me aterraba en el mundo. Los humanos.

***

Para qué engañar a nadie. Los humanos no erais mi fuerte. Y la idea de acabar muriendo, más tarde o más temprano, para protegeros no resultaba esperanzadora. Sin embargo, desde ese día habríais de ser de forma inexorable parte de mi futuro.

Había pasado a formar parte de un convenio humano-paranormal por el que me tocaría vivir en una extraña casa-refugio. Una que había sido cedida por un programa humano para la convivencia durante dos años de jóvenes talentos, a fin de lanzar hasta la estratosfera del éxito profesional sus prometedoras carreras en diversos ámbitos. Desde la música hasta la ingeniería. Y aquellos humanos iban a convertirse en mis nuevos compañeros de vida. Lo quisiera o no.

Aunque no podía evitar hacerme preguntas.

¿Para qué necesitaba mimetizarme en un proyecto humano si mi objetivo, después de todo, era convertirme en rastreador dentro de dos años?

¿Para qué toda aquella parafernalia cuando todo cuanto necesitaba para ello era cumplir la mayoría de edad y enfrentarme a los exámenes de ciudadanía y a la prueba que me conduciría al mayor viaje que jamás hubiera hecho, todo con la firme intención de conseguir mi tercera alma y convertirme en un slader de verdad?

Ahora más de alguno se preguntará. ¿Pero no os vale con dos, aún queréis tres, y arriesgáis la vida para conseguir la última?, ¿Sois masoquistas?, o ¿Estúpidos integrales?

Cosas de nacer en una raza incompleta. Nacemos con dos almas, una humana que, en teoría, y repito, sólo en teoría, nos brinda la capacidad de entenderos, y una animal, nuestra esencia más pura, que marca nuestro carácter, y el don que nos es propio. Y no contentos nos tenemos que matar por conseguir una tercera, porque nosotros lo valemos. Con un buen par de huevos. Si señor.

Con eso por delante, y después de todo, lo único que yo podía pensar por entonces de aquel proyecto es que iba de la mano de la oportunidad de convertirme en rastreador cuando pasara esa última prueba. Que ser rastreador, algún día, me haría famoso por ser una auténtica máquina de matar. Y que eso me gustaba. Así que, si mimetizarme en un proyecto humano era una parte necesaria de mi formación, no iba a dudar en hacerlo.

Divagues mentales quedaron a parte cuando el trayecto del tren abandonó los túneles y la roca cedió paso al fondo del mar, a aquella inmensa balsa de agua que nunca había visto. Solo entonces fui consciente de lo lejos que me encontraba de casa, y de que no tenía posibilidad de detener aquel viaje ni volver atrás.

Muchos me dijeron que era hermoso tener la oportunidad de hacer un viaje como el que yo había emprendido. Pero ninguno me engañó. Más allá de las apariencias y pese a todo, para mí no lo era.

Apreté con fuerza el colgante de Agnuk, me acomodé en el asiento del compartimento vacío que ocupaba, y perdí mi mirada en algún lugar bajo las aguas. Me resigné a todo cuanto me esperaba, y no mucho después me atrapó el sueño. Pero, como ya era costumbre, no me devolvió la paz.

Volvieron a brillar las imágenes en la lumbre del fuego. Aquella pesadilla que desde pequeño me perseguía.

Dos hombres en un cementerio, batiéndose a muerte con sus espadas. Inmersos en una espiral letal que segaría la vida de uno. Ellos no lo sabían, pero yo sí lo sabía, y lo más aterrador era ignorar porqué era así. Una fugaz estocada, y después...

Fotogramas. Fragmentos de una realidad que no recordaba, pero conocía a la perfección por culpa de mis pesadillas. En donde aquellas imágenes siempre se sucedían en el mismo orden.

Un reguero de sangre en la hierba. El cuervo en un árbol sin hojas. Un viejo reloj de arena. Un palacio de cristal, y un chico tirado en el suelo, inconsciente. Sangre por todas partes. Una gruta iluminada a la lumbre de una hoguera. Unos ojos verdes. Un cementerio. Y aquella chica, una muchacha que gritaba aterrada y con lágrimas en los ojos, agitando su pelo al viento. Corredores negros, todos los he recorrido. Un dragón en la piedra. Y la botella negra. El feroz océano, agitándose en un día de lluvia, para un instante después dejar paso a un fuego tan espeso que era capaz de envolverlo y destruirlo todo. Mis pies atravesaban entonces un bosque, cubierto de ceniza, y árboles muertos. Sobre mi cabeza se abría un cielo rojo con nubes negras, y me transportaba hasta un palacio negro. Una gruta en una montaña. Una llanura resquebrajada en grietas de lava. Ríos de fuego. Puentes colgantes. Desfiladeros de interminables tramos de escaleras, talladas en la roca de unas montañas negras. Y el mismo cementerio. Tenebrosas esculturas de piedra oscurecidas por el humo.

Un volcán. Un pedestal. Una mano agarrando firmemente una espada, hermosa... la espada del hombre muerto. Y de nuevo imágenes continuadas. El rostro del asesino del chico al que había visto morir se acercaba en ese cementerio en la oscuridad, lentamente. Muy cerca. Sus ojos se volvían negros, sin pupilas... transformando su rostro en una grotesca mueca cadavérica. Quería despertar, pero no podía.

Solo entonces, después de tantos años, supe que conocía a ese hombre. El hombre con más poder sobre la dimensionalidad. Canciller y cargo vitalicio. La mayor autoridad, y aquel a quien todos fingíamos respetar. Dimitrius Stair.

Me faltaba el aire, quería gritar, correr, despertarme. El viejo perfume de la cera, tan aterrador como siempre, anegaba mis pulmones. Era el turno de aquellas viejas voces...

«... en el preciso instante en que necesario sea. Su destino es, siempre ha sido y será hasta que lo encuentre, porque slader entre sladers es el hijo de la Muerte, y los náhares juntos viven, y solos habrán de morir»

Me desperté en medio de un grito ahogado. En mitad del vagón, que, por suerte, seguía vacío.

Al otro lado de la ventanilla el agua se volvía escarlata por momentos. Supe que estábamos llegando. Aquel no podía ser sino el río Rojo, teñido por venenoso cinabrio. Uno de los ocho ríos, que se adentraban en la tierra desde las profundidades del océano, avanzando contra la pendiente y contra toda ley de la física. Sin duda, una expresión de la magia que en su día erigió la ciudad de Mok.

Aún respiraba con dificultad, empapado en sudor.

¿Cómo iba a hacer para ocultar mis pesadillas a partir de entonces? Pensé mientras trataba de recomponerme.

En mis orejas enganché los cascos de un viejo mp4 que encontré hacía muchos años en una de las primeras misiones con las que colaboré en la Tierra, y que había encantado para que su batería nunca terminara. Era un trasto inagotable. Lleno de una de las cosas más maravillosas que tiene la vida. Y que, sin duda, podría actuar de punto de unión con la comunidad humana y me serviría para entrar en contacto con alguno de los compañeros. La música. El mayor vínculo de unión que conozco. Y uno de los grandes placeres de la existencia.

Anya de Deep Purple. Era la canción que sonaba cuando el tren comenzó a subir en altura y las aguas desaparecieron, dejando poco a poco paso a la barroca estación de Mok. Un planteamiento de existencia diferente a todo cuanto conocía, que más tenía que ver con lo eterno que con la esencia de la vida. Con los viejos ministerios de la ciudad de Áyax que tanto chirriaban con la realidad que allí se vivía.

La madera de mi ciudad aquí se convertía en mármol y piedras de todas las clases. Una arquitectura erecta, que nada decía del respeto al universo, ni a la naturaleza. Tan solo hablaba de la perdurabilidad. De la arrogancia de las criaturas, en su afán por aferrarse a la existencia más allá de lo que les pertenece. Ni siquiera eso me gustaba de Mok.

Pero recordé las palabras de mi padre, y me armé de valor. Cuando el tren se detuvo en el andén me bajé para encontrarme rodeado por un frondoso jardín artificial. Repleto de fuentes, y extrañas especies de plantas sometidas a la mano del hombre, cuya procedencia no logré identificar.

Hacía mucho calor, no como en Áyax, en donde la nieve ya lo sepultaba todo a su paso. Una fina lluvia caía desde las altas y acristaladas techumbres tintadas que no te dejaban ver el cielo, para refrescar el ambiente. Quizás ni siquiera desde la calle se vería el cielo, los rascacielos de Mok no tenían respeto alguno por el entorno. Al final Mok solo es otro laberinto de afiladas aristas en el que toda alma que se despiste podría perderse a sí misma.

Las criaturas avanzaban deprisa de un lugar a otro. Sin detenerse en el más mínimo detalle de todo aquel despliegue de medios. No parecían tampoco sorprenderse ante tan extraño fenómeno ―al final para qué tanta parafernalia, digo yo, pero ellos sabrán―. Supuse, acertadamente, que era una práctica habitual.

― ¿Eliha Dakks? ―preguntó una voz grave a mi espalda tan pronto me adentraba en el andén, confuso y sin tener la menor idea de dónde me encontraba.

Me giré con tranquilidad, justo para ver cómo el tren se perdía a gran velocidad en el interior de un túnel que bien hubiera podido conducir al corazón de la tierra. Después posé mis ojos en él. Era un emisario ministerial, no cabía duda.

Asentí.

―Soy Nahk, le conduciré a los ministerios.

―Encantado Nahk ―tercié con seriedad y manteniendo mi dureza. Me detuve ojos deliberadamente, porque sabía que allí era de mala educación, pero es un rasgo de respeto en cultura mirar siempre a los ojos de quien te habla.

Se sintió incómodo. Y yo sonreí.

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