•SKY ONE•
Toda su vida, Yoongi había envidiado a las aves. El solo hecho de carecer de alas le parecía una soberana injusticia.
Ese pensamiento fue el motivo de varios castigos cuando apenas podía alcanzar el escalón de la cocina de su casa, pero tanto la señora como el señor Min, tendrían que ingeniárselas para hacer frente al carácter testarudo de su hijo.
Con veinte años, Yoongi se enlistó en las tropas que asistían al ejército con tal de estar cerca de su anhelo de infancia.
Si la naturaleza no le había dado alas emplumadas para ver el cielo y confundirse en los ecos de la bóveda celeste, el cerebro humano había construido máquinas... aviones, para ser exactos.
Aquellos armatostes a los que su madre le tenía terror, aquellos artefactos que primero armó con papel de cartucho con los desperdicios que dejaban en la panadería que su familia tenía en Seúl y que ahora lo acogían como un hijo en cada jornada.
Yoongi quería volar y ver la línea del horizonte dividirse ante la puesta del Sol. Yoongi tenía sueños inocentes y apasionados que la ocupación japonesa en la Península se encargaría de derribar con el lastre de la vergüenza y la soledad.
"Eres una escoria ¡Lárgate, yo no crié a un sucio traidor!"
Su madre le había gritado en la puerta de su casa una mañana de septiembre. Detrás del ventanal empañado con mugre producto al fuego del hogar, Yoongi había contemplado la mirada vacía de su padre, y eso fue peor que cualquier grito o sobras de comida que le aventaran en su vecindario cuando la noticia de que había jurado servir al enemigo se hizo conocida.
Cinco años después, treinta y dos en la cuenta de Yoongi, el cielo plomizo de Yokohama le enredaba los pensamientos cuando el fallo que había estado hostigando al motor de su nave desde temprano, ahora le hacía admitir que quizás fuera el final.
Las cartas que iban pegadas a su pecho no habían sido enviadas. La misión de un espía solitario quedaría incompleta y la insurgencia coreana no vería jamás el sol mientras la avioneta que piloteaba caía en picado sobre el espejo grisáceo del océano Pacífico.
Desde las dunas de la playa Ori, setecientos metros al sur del punto donde una estela de humo marcaba el descenso hacia el olvido del teniente Min, la residencia del señor Ogawa florecía como un loto en medio de la depravación que el conflicto bélico había llevado a la ciudad.
Los muros de piedra blanca, flanqueados por tortugas negras, hablaban del contenido ancestral de aquella edificación.
Muy semejante a un antiguo castillo con cinco pisos y cuatro edificios, los jardines abundaban para mantener a la Villa envuelta en un halo de paz y armónica comunión con la naturaleza.
El olor de las especias en la cocina o el corte rítmico sobre la tabla donde se eviceraba el pescado camuflaba la agitación del joven pelinegro que corría en dirección a los aposentos del amo y señor del lugar.
—¡Por Buda, Jungkook! ¿Se puede saber dónde es el incendio para que andes tan alterado?
Kim Seok Jin, el cocinero principal de la residencia, se limpió las manos en un paño antes de interponerse entre el más joven y el acceso a los establos.
El amo estaba disfrutando de su tiempo con las nuevas adquisiciones de la cuadra y dudaba que le fuera a sentar bien prescindir de esos instantes de paz cuando su salud era tema delicado.
—Usted no entiende, hyung... déjeme ver al señor ahora. Hay un hombre medio muerto en la playa. Solo Buda sabe cómo sobrevivió al incendio de esas cosas del demonio, pero si el señor no lo ve, me temo que perecerá.
La nueva información golpeó a los asistentes en la cocina como un mazo imaginario. Jin espetó que se adelantaran antes de ir en compañía de Jungkook para comunicarle a su señor la situación.
Aunque habían pasado la mayor parte de su vida en Japón, tanto el alto pelinegro que fungía como cocinero en la villa, como el doncel más joven, compartían patria con el amo actual del Castillo de Ogawa.
Antes de adoptar el apellido de su fallecido esposo, Park Jimin había sido un adorable doncel dedicado al arte de las hierbas y la medicina.
Criado por monjes después de la muerte de sus padres y adoptado por el propio Seok Jin al trasladarse a Seúl, había pasado del anonimato al infortunio cuando a principios de la ocupación, Hiroki Ogawa, había puesto los ojos en él.
La inocencia de la juventud se había marchado para dejar paso al vacío de la pérdida. Jimin había tenido que salir adelante otra vez, en un país extraño donde se segregaba la diferencia, siendo un doncel enfermizo y frágil con extraños ojos color plata. Ojos de brujo.
—Señor... hay noticias desde la costa. Han encontrado a un hombre herido. Jungkook dice que es probable que haya estado relacionado con esas cosas pesadas que vuelan.
—Aviones...
La voz suave de Jimin se dirigió al intento de Seok Jin por apaciguar el rictus de Jungkook. Aún cuando fueran casi una familia, el doncel mayor cuidaba de seguir el protocolo en la Villa. Nunca sabías cuántos ojos y oídos podían estar sobre ti.
—Está casi muerto...
Musitó Jungkook mientras sus pálidos dedos retorcían las mangas del kimono que el propio Jimin había escogido para él.
—Estamos perdiendo tiempo. Preparen el automóvil y una de las habitaciones de la planta baja. Vamos, Jungkook.
Una estela de cabellos azabache sujetos con dos horquillas de plata fueron parte de la imagen etérea del dueño y señor de la Villa Ogawa.
Seok Jin se hizo portavoz de las órdenes de su amo mientras el automóvil, también herencia del antiguo señor de la villa, traqueteaba sobre el terreno inestable de la playa.
Jimin iba al volante, escuchando a medias los lamentos de Jungkook mientras recibía el ceño fruncido de Sung Woon, uno de los ayudantes de la cuadra.
Si había un herido de gravedad tendría que contar con brazos fuertes para estabilizarlo. Jungkook aún se encontraba en la adolescencia.
No dudaba que sería fuerte, aún con su condición de doncel, pero en aquellos instantes estaba histérico, narrando cómo su paseo para coleccionar cristales de mar se había acabado en el momento que "un ave negra cayó del cielo."
—Había sangre, hyung. Mucha sangre... y el armatoste estaba en llamas.
Jimin alcanzó el atajo que comunicaba la playa con el acantilado. Según el relato de Jungkook, ese era el sitio más probable para que el sobreviviente del accidente se refugiara.
No era tan extraño que por lo menos dos veces al mes, algún prisionero de guerra o un desertor apareciera por esos rumbos. Jimin siempre tomaba el camino de la diplomacia para solucionar los posibles problemas derivados del conflicto.
El hambre, la desesperación, la separación de la familia y la muerte, eran temas recurrentes, aún cuando en su mesa se compartiera el pan y su granero estuviera a rebosar de provisiones.
Si algo debía agradecerle a su difunto esposo era haberlo educado para administrar la propiedad y multiplicar la riqueza con un corazón humilde. Hiroki fue benevolente con su ignorancia.
Al menos fuera del lecho, allí donde los doce años que le llevaba de experiencia y costumbres arcaicas no lo laceraban hasta derramar amargas lágrimas.
—¡Es allí!
Señaló Jungkook y Jimin pisó a fondo el acelerador. El vehículo no estaba diseñado para circular por esos rumbos. De hecho, medio pueblo le habría tildado de loco por montarse en esa cosa, ni se diga de conducir.
Sung Woon masculló algunas maldiciones en el dialecto de Yokohama pero se las arregló para aguantar la perorata de Jungkook cuando consiguieron apearse del coche.
Una columna de humo marcaba el sitio donde los restos de una avioneta de exploración era isada al mar. Las faldas del kimono de Jimin se arremolinaban en torno a sus piernas.
Faltaba poco para que el sol se pusiera en la línea del país que lo adoraba. Yoongi creyó estar teniendo una alucinación cuando en lo alto de las dunas encontró una figura majestuosa que lo escrutaba con ojos magnéticos.
Después de perder el control del avión y estrellarse, había tenido la suerte de encontrar el mar. Las aguas salobres le ayudaron a soltar la correa que afirmaba el único asiento del vehículo y casi le mecieron hasta las escarpadas rocas.
Le dolía la cabeza y estaba seguro de tener algunas costillas lastimadas a juzgar por la punzada que le invadía el pecho cada vez que inspiraba, pero seguía vivo.
Incluso algo más consciente, cuando minutos atrás creyó ver un hada de cabellos negros acechando tras la dunas donde ahora contemplaba la imagen de alguna diosa de las tierras niponas.
—¿Y usted qué demonios cree que hace?
La voz suave de la aparición se mezcló con el rugido de las olas contra las rocas sobre las que Yoongi se apoyaba. Los restos que había conseguido salvar de la avioneta servían de marco para que Jimin se acercara con su comitiva. Aquel hombre estaba loco.
Cómo era posible que no notara el flujo rojizo que empapaba sus pantalones y se confundía con la espuma marina. El calzado de Jimin seguía siendo inadecuado para aquella tarea, sus sandalias se hundían en el cenagal pero su enojo por la indolencia de aquel desconocido era mayor.
—¿Es sordo también?¡Hombre, deje ese pedazo de basura en paz, preocúpese por detener el sangrado!
Yoongi frunció el ceño. La luz del atardecer no le permitía ver con claridad el rostro de su amenazante anfitrión.
Pronto estaría cerca y entonces intentaría explicarle que las manchas rojizas en su ropa, ahora húmeda producto al mar, no eran a causa de ninguna hemorragia.
Gracias a un Dios en el que no tenía fe, estaba en pie todavía. Además, el hecho de explicar la verdadera naturaleza de esas manchas al haberse dado a la fuga del campamento de los kamikazes, le pondría una correa más a su magullado cuello.
No, Yoongi se mordería la lengua y seguiría adelante. Si no había muerto aún, existía una razón, y mientras la espantosa guerra continuara, él debía continuar con la misión que le habían encomendado. Aún cuando cada día se repudiara a sí mismo por interpretar el papel de un vil traidor.
—¡Oiga!
Los metros habían desaparecido y ahora la melodiosa voz que lo regañaba como si tuviera tres años le envolvía por completo. No era una alucinación, un espejismo o una diosa... era un doncel de preciosos rasgos y que para colmo de males estaba cabreado con él.
—No estoy sangrando...
Se las arregló para articular el teniente. Jimin meneó la cabeza antes de ignorar sus argumentos y dejar que sus delicados pies entraran en el agua.
La seda color púrpura del kimono que llevaba se pegó a sus pantorrillas, pero eso fue lo menos impactante, cuando unas manos pequeñas y gélidas atraparon las mejillas sucias de Yoongi.
—¿Cuántos dedos hay aquí?
Señaló el doncel enseñando tres agraciadas falanges donde un anillo de bodas centelleaba como la peor de las blasfemias. Yoongi contuvo el aliento. Por Dios, el joven sólo estaba preocupado por su bienestar.
Cómo era posible que elucubrara pensamientos pecaminosos con solo mirarle la generosa boca color coral o aquellos espectaculares ojos.
Trangando el nudo en su garganta y recordando que no era un cavernícola a pesar de contar con meses sin casi contacto humano, menos de una procedencia tan agradable, Yoongi se las arregló para tomar las manos del desconocido en las suyas y hacerle entender la razón por la cual debía tranquilizarse.
—Mire, con todo respeto, señor... creo que estoy más familiarizado que usted con las heridas y las dolencias como para asegurarle de que esas huellas de sangre no provienen de ninguna hemorragia. Puede que haya sufrido arañazos y algunas costillas se me hayan lastimado pero...
—¡Jungkook!¡Sung Woon! Ayúdenme a sacar a este hombre terco. Es evidente que ha comenzado a delirar.
No hubo manera que el joven teniente surcoreano pudiera convencer a Jimin Ogawa de que no debía preocuparse. Después de una discusión donde obviaron el hecho de que el roce ajeno los ponía en una vergonzosa posición, Jungkook consiguió que dejaran de pelear.
Ninguno de los tres lugareños se creyó el relato de que Yoongi era un explorador al servicio de la flota nipona.
Menos cuando insistió en conservar su ajada mochila y se rehusó a que Jimin le quitara la camisa para examinar las dichosas costillas lastimadas.
En cuanto a la sangre sin explicación, todos acordaron hacer de la vista gorda y brindar la misma hospitalidad que se solía administrar a cualquier alma bajo las sombras de la guerra.
Yoongi iba en el asiento trasero del pequeño coche deportivo en el que Jimin había llegado en su ayuda.
Desde atrás podía ver su larga cabellera negra, recogida en un complejo moño con dos pasadores que recreaban motivos de cerezos tallados en plata con tal de mantener en su lugar lo que prometía ser una melena salvaje.
La palidez de su rostro y cuello lo hacía comparable con la luna, y por primera vez en muchos meses, Yoongi reparó que no se preocupaba de su apariencia.
La barba de dos semanas y su estado deprimente le hacían más similar a un viejo gato apaleado que al hombre de treinta dos años con la responsabilidad de sacar adelante a su país aún desde las sombras.
Mirar a Jimin Ogawa, recordar el suave y gélido tacto de sus pequeñas manos, era casi saborear la ambrosía en los labios después de años en la penumbra.
No se había equivocado en una de sus conjeturas antes de colocarle nombre y carácter al doncel que los guiaba a través del manto de luces del ocaso.
Aquel hombre de ojos plateados era un dios en los parajes del viento divino.
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LA CAÍDA DE UN KAMIKAZE
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Notas:
Kamikaze: "viento divino" en idioma japonés. También se les denominó de esa manera a los pilotos nipones que durante la Segunda Guerra Mundial preferían el suicidio antes de abandonar la posición asignada.
Esta historia se enmarca en los dos últimos años de ese conflicto bélico y la postguerra, período aún más complejo y en el que nuestros personajes se desarrollarán a plenitud. Gracias por darle una oportunidad a SKYLE, y a todos los que siguen por aquí, espero que la vivan paso a paso, tal como yo pretendo hacerlo.
Allie_desu/Heaven
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