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Capítulo 5: No todo es malo.


Cuando Dean consiguió salir del agarre del ángel, se enredó con las sábanas y cayó al suelo. Sin embargo, pudo deshacerse de las telas con rapidez y correr hacia su hermano.

—¡Sam, ey, Sam! —lo llamó. Luego lo zarandeó por los hombros.

—Te he dicho que está dormido —le habló el ángel a centímetros de la oreja.

—¡Wow! —Dean dio un salto y se giró de golpe. La cercanía fue demasiado incómoda como para soportarla. Sin quitarle la vista de encima, empezó a arrastrar los pies hasta alejarse y colocarse a la otra punta de la habitación—. No sé qué eres, pero voy a matarte.

—Es probable.

Dean entrecerró los ojos. Quiso encender la luz para observarlo mejor, pero ésta estalló nada más lo intentó. Sin embargo, de los ojos del ángel emergió una luz azulada, eléctrica y cegadora que aunque duró unos segundos, fue suficiente para que lo revisara de pies a cabeza. El ángel vestía un traje oscuro y ligeramente desaliñado, con una corbata mal ajustada. Por encima llevaba un característico abrigo beige, largo y pesado, que se movía ligeramente con cada paso que daba.

—Repito, necesito hablar contigo y es de suma importancia —insistió el ser.

Su voz era baja, profunda, y tenía una cadencia particular que hacía que cada palabra pareciera llevar una calma extraña. Aunque su aspecto podía parecer sencillo, su presencia era imposible de ignorar. Ni siquiera para Dean.

—Tus ojos —dijo el cazador a baja voz—. Los he visto antes.

—Yo te saqué del infierno —aclaró—. Me llamo Castiel.

En la mente de Dean flotaron palabras de agradecimiento, pero su desconfianza las encerró entre paredes de hormigón.

—¿Por qué me sacaste de allí? —preguntó en su lugar.

—¿Recuerdas algo de lo que pasó antes de morir y terminar en el infierno? —Dean se quedó pensativo y bajó la mirada al suelo. Castiel comprendió que no lo recordaba—. Asumo, entonces, que no recuerdas nada de lo que pasó en el infierno.

Dean tragó saliva. Pequeños flashbacks inundaron su mente. Observó unos voraces perros de color negro que se disipaban con el viento. Los colmillos de los canes se mojaron del rojo de su sangre. Fueron arrancando su piel por un tiempo que le pareció milenios. Aunque un demonio de encrucijada quiso hacer un extraño trato con él para que dejaran de morderlo, él lo rechazó y siguió siendo torturado por otro, el cual le juró dejar de hacerle daño siempre y cuando él fuera el verdugo de otras almas atormentadas.

—¿Dean? —lo llamó el ángel.

—No, no recuerdo nada —mintió—. No te conozco, no me fío de ti, así que solo dime por qué me sacaste.

—Tenías que salir de allí y yo estoy aquí para vigilar que se cumplan las normas.

—¿Las normas? ¿Normas de quién?

—Del cielo.

—¡Vamos, no me hagas reír! —Dean se pasó ambas manos por la cabeza, exasperado—. Mi hermano y yo llevamos desde niños matando monstruos, ¿me vas a decir que hay ángeles guardando la seguridad de los humanos? Si la respuesta es un sí, puedo imaginar lo inútiles que sois.

En un segundo, Castiel apareció frente a Dean y lo acorraló de tal manera, que tuvo que apoyar la espalda contra la pared. El ángel se quedó a centímetros de su rostro, pero donde hubo bondad en esos ojos azules, se dibujó una rudeza que al inicio parecía no poseer.

—Nunca he tenido que bajar a la tierra a salvar a un humano y, esta vez, tampoco lo hice por voluntad propia —le dijo, y como advertencia, continuó—. Soy un guerrero, así que muestra respeto. Si soy quién te sacó del infierno, también puedo volver a llevarte.

Dean lo observó a los ojos y lentamente, llevó la mirada al suelo. Tragó saliva y apretó las manos en puño. Solo con ese pequeño acto de sumisión fue que Castiel se alejó de nuevo.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Dean, y elevó la mirada una vez más para observarlo.

—Vigila a tu hermano y no mueras, no me gustan esas ausencias mentales que tienes.

—Creí que eras tú el que estaba jugando con mi mente.

—Soy un ángel, no puedo interceder en el cuerpo humano sin un permiso. Solo podría sanarte, ver tus recuerdos o matarte.

—Ah, que bonito. —Dean forzó una sonrisa, a la que el ángel no acompañó. Carraspeó la garganta para quitarse la tensión que sentía en el pecho—. Entonces, ¿qué me está pasando?

—No lo sé, pero si te mueres tendremos que cambiar muchos planes. No nos interesa —comentó Castiel, aunque en realidad eran pensamientos propios dichos en voz alta. Dean se sintió como una pieza en algún juego extraño. O como ganado a punto de ser llevado al mismísimo matadero.

—La vaca que queréis comeros sigue aquí —comentó con sarcasmo.

—Yo no veo ninguna vaca.

—Digo que, estoy aquí para que vayas diciendo esas cosas.

—Tú no eres ganado, Dean, eres un humano.

Dean elevó las cejas y negó.

—¿Sabes qué? Déjalo. —Se llevó una mano a la sien y apretó—. Esta conversación está siendo demasiado absurda. No, todo esto es absurdo.

Castiel dio unos pasos hacia Dean y dejó su mano sobre la marca que había quemado su piel. Dean miró hacia el lugar y se percató de que, en efecto, encajaba a la perfección. Era su mano marcada a fuego.

—Tu hermano no tarda en despertar —anunció Castiel, sin quitar la mano. Dean elevó sus ojos verdes hasta encontrarse con el azul oscuro del ángel—. Vigílalo. Yo me encargaré de que no te mates cuando estés ido. Y lo siento.

—¿Por qué lo sientes?

—Los humanos no están preparados para ver a un ángel sin un cuerpo físico, no lo sabía hasta que les quemé las córneas.

—¿Fuiste tú? Pero... —Dean iba a reclamar, a encararlo, pero en un pestañear de ojos, el supuesto ángel ya no estaba frente a él. Al menos, no que pudiera ver.

—Mi cabeza... —se quejó Sam. Dean reaccionó y corrió hacia su hermano para evitar que cayera del todo de la cama.

—¿Estás bien? —le preguntó Dean tras sujetarlo e incorporarlo ligeramente en la cama. Sam arrugó la nariz, y tras un largo bostezo, asintió.

—Venía del baño y de repente me desvanecí, no sé qué pasó —contó.

Dean suspiró hondo y se sentó en la cama que quedaba al frente.

—Fue un supuesto ángel.

—¿Un ángel? —La emoción de Sam se sintió al segundo, pues su interés le hizo brillar los ojos—. ¿Existen?

—¡Pues claro que no! —Dean se volvió a levantar y revisó el cuchillo con el que lo había apuñalado—. No sé qué será, pero no me creo que sea un ángel. Además, dijo haberme sacado del infierno y no me dijo para qué. No me fío nada.

Sam suspiró y apretó los labios entre sí antes de responder.

—Hemos visto muchas cosas, Dean. ¿Por qué no pueden existir?

—Oye, mira... —Levantó la mano hacia su hermano—. Tú puedes tener la devoción que quieras y rezar cada noche antes de dormir. Sí, te escucho, pero yo no creo en ellos. En nada que no pueda ver con mis propios ojos y no hay ningún diario de cazador que especifique el contacto con un ser celestial. Ni siquiera papá tuvo constancia de uno así.

—¿Cómo se llamaba?

—Dijo que se llamaba Castiel.

—Es un nombre bíblico.

—No tiene nada que ver, se puede llamar como quiera.

—Pero...

—Pero nada —lo interrumpió—. Además, se disculpó.

—¿Disculparse?

—Dijo que fue él quién reventó los cristales de comisaría y mató a toda esa gente, ¿qué clase de ángel hace eso?

Sam hizo una pequeña mueca y se encogió de hombros.

—Quizá no sabía que iba a pasar eso, si dices que se disculpó...

—¡Sam!

—Dean, no sé. Me gusta pensar que alguien escucha mis oraciones y que no todo es malo, ¿puedes dejarme creerlo por al menos un segundo?

Dean suspiró hondo y dejó caer el cuchillo en el colchón.

—Me iré a tomar un trago —sentenció, para no seguir discutiendo con su hermano pequeño.

—Es muy tarde, Dean.

—La noche es joven, tú no —bromeó, antes de salir de la habitación del hotel de carretera en el que estaban.

Una vez subió a su Impala, la seguridad que parecía mostrarse en Dean se esfumó. Puso la mirada perdida durante bastante tiempo, el cual usó para viajar en sus recuerdos, esos que no se habían esfumado con todo lo ocurrido antes y durante su estancia en el infierno. Sus recuerdos lo llevaron a una época donde cuidar de Sam y que su padre estuviera orgulloso de él, era prioridad.

Cumplir doce años no tenía que ser importante para nadie, tampoco para su padre. Como cada uno de esos días, compró comida de una máquina y le llevó los dulces a su hermano, que esperaba en la habitación del hotel en el que se hospedaban, vida que les había inculcado su padre John desde entonces. A pesar del sentimiento de abandono que el pequeño Dean sentía en su pecho, pronto vio a Sam acercarse con algo colgando de su mano.

—¡Feliz cumpleaños! —gritó con una radiante sonrisa en el rostro. Desde muy pequeño, el mayor de los hermanos no sabía bien cómo mostrar sus sentimientos, por lo que solo miró hacia el collar que se balanceaba entre los dos y preguntó.

—¿Qué es eso?

—Es un collar que me dio Bobby para que te lo regalara. Bueno, en verdad era para papá, pero él nunca está con nosotros y quiero que te lo quedes —le contó el pequeño Sam—. Me dijo, que cuando estés cerca de Dios, brillará. Es como un amuleto.

Dean sonrió y no tardó en ponérselo.

—Muchas gracias, Sammy.

El pequeño asintió y con felicidad cogió las chocolatinas de las que iba a ser parte su cena.

—¡Chocolatinas para cenar, otra vez, que bien! —Y a saltos se dirigió al sofá para comer.

De vuelta al presente, en su Impala, Dean sacó de sus ropajes el collar que seguía conservando y con un dedo lo elevó para observarlo. Pequeño y de aspecto rústico, seguía colgando de su cuello con un cordón de cuero gastado. Sentía que formaba parte de él después de tantos años. La pieza, tenía la forma de una cabeza de animal con rasgos toscos. Estaba fundida en un metal oscuro y antiguo, forjado en una época donde la magia y la fe se conocieron. Para Dean, no era un simple accesorio. Eran recuerdos y lealtad. Un pedazo de Sam, de su infancia robada. Un talismán que, aunque para él no poseyera magia real, había estado con él en los momentos más oscuros y de alguna manera, lo había anclado al presente. El simple hecho de sentirlo contra su piel, era suficiente para recordarle quién era y a quién protegía. Sus recuerdos lo volvieron a encontrar y se halló en medio de una cacería después de que Sammy le cantara el cumpleaños feliz.

John le llamó por teléfono y Dean, con ilusión, sonrió. Quizá su padre, por primera vez en su corta vida, se había acordado de su cumpleaños.

—Papá —respondió al móvil.

—Te espero fuera, he venido a recogerte —respondió el hombre, con tanta sequedad que borró la sonrisa del rostro del niño.

—¿Qué ocurre? —preguntó Dean.

—Nos vamos de caza.

—¿Hoy?

—Los monstruos no esperan a que a ti te venga bien. Dile a Sam que se quede dormido y no abra a nadie. No tardes.

Dicho eso, le colgó.

Dean tragó los sentimientos, como solía hacer siempre y se mostró sereno. No podía permitirse que Sam se sintiera mal, por mucho que él estuviera destruido por dentro. Al contrario, le sonrió y obedeciendo a su padre, lo acostó y arropó.

—Recuerda no abrir a nadie, ¿está bien? —le recordó.

—Quisiera ir con vosotros.

La mirada de Dean se oscureció por un segundo.

—Jamás desees algo así, Sammy, créeme.

Y es que Sammy no conocía todavía el sonido de un disparo, el grito de la muerte o el frío de la oscuridad cuando sabes que en ella habitan los monstruos más aterradores que tu mente pudiera dibujar al dormir.

Esa misma noche, Dean cargó una pistola y tras acceder a un nido de vampiros, tuvo que mancharse las manos y el rostro de sangre. Empapó sus ropajes y también su propia alma. Le robó el tiempo a la inocencia y cuando parecía que iban a salvar a las personas que esos monstruos habían apresado, le tuvo compasión a uno de ellos.

—¡Por favor, no! —gritó la mujer, cuando estaba a punto de cortarle el cuello—. ¡Juro que no haré nada malo! Tengo una hija, yo, estoy asustada. Me acaban de convertir.

La mano del niño flaqueó y por desgracia, su padre no tuvo tiempo a detener a ese vampiro, cuando derribó a Dean de una patada y decapitó a los humanos que había atados y amordazados en los postes. Las rodillas de Dean se mancharon de sangre inocente y observó como John intentaba acabar con el vampiro, sin éxito. Logró escapar saltando por la ventana. Luego, se volteó y miró a su hijo con desprecio.

—No debes tener compasión nunca más —le dijo, una vez subidos al Impala, pues ya era propiedad de su padre—. Por tu culpa han muerto inocentes.

—Creí que había algo bueno en ella —se lamentó el pequeño.

—En este mundo no hay nada bueno, Dean. Los seres buenos no existen. Solo vas a encontrar dolor y si eres débil, perderás todo aquello que amas. No confíes, no des tu brazo a torcer. El mundo no es para los que se quedan sentados esperando un prado verde repleto de flores, sino para los que ven más allá y encuentran cómo luchar ante todo. Si no es humano, puede matarte y aún siéndolo, también.

Cuando regresó con Sammy y su padre se había vuelto a marchar, Dean revisó que su hermano siguiera durmiendo y comprobó que así era, aunque se había quedado despierto más tiempo de lo que pensó, pues alrededor suyo se encontraban varios libros. Luego, se metió al baño. Observó su rostro manchado de sangre y se sintió tan culpable como si él mismo hubiera arrancado la vida de esas personas. Apoyó las manos en la pared y luego le siguió la frente. Poco a poco se resbaló al suelo y se abrazó las rodillas. No lloró, no podía hacerlo. Tal como le dijo su padre, no podía permitirse ser débil y menos pensar que en la vida le iba a esperar algo bueno.

Dean dejó caer el collar sobre su pecho y observó sus ojos cansados por el retrovisor del Impala que había pertenecido a su padre. Dejo de vagar por recuerdos y negó ante la posibilidad de que el hombre de ojos oceánicos, fuera de verdad un ángel y mucho menos, que hubiera ido para ayudarlo a él.

—Imposible —se dijo para sus adentros.

Arrancó el motor y prefirió perderse en la noche. En el sabor del desfase y la fragancia de lo obsceno. Entre sonrisas falsas que buscaban billetes y un amor que no conseguía encontrar en la cama de una desconocida, pero que al menos, le quitaba el vacío por unas horas. 

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