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Capítulo 2: Recuerdos.

Hay verdades que solo se asoman entre sueños y mientras la mente de Dean se iba sanando, estos sueños revelaban sus recuerdos de infancia más dolorosos.

Las luces parpadeaban y Sam lloraba. Era lo que siempre ocurría a partir de las tres de la madrugada. Dean estaba acostumbrado a escuchar a su hermano sollozar de esa manera, sin embargo, esa noche los gritos eran desgarradores. Sam apenas tenía un año y puesto que el temor de que le ocurriera algo se posó en la mente del pequeño Dean, se levantó de la cama. Sus pies descalzos se deslizaron por la moqueta y se fregó los ojos mientras caminaba por el pasillo en dirección a la habitación de su hermano.

La puerta de la habitación de sus padres estaba entreabierta, oscura y en silencio, por lo que pensó que estarían descansando y como el buen hijo que era, decidió ocuparse solo de su hermano. Sin embargo, antes de pasar el umbral de la puerta de donde Sammy descansaba, escuchó unas voces, y pudo ver la silueta de la espalda de sus padres, acunando al pequeño. Con una sonrisa dibujada en su rostro adormilado, Dean se retiró para volver a meterse en las sabanas y mirar las figuras angelicales con las que su madre, había adornado su habitación desde que era un niño.

Sin embargo, observó luz desde la planta baja de la casa. Se extrañó porque estuviera la televisión encendida. Pensó que quizá, sus padres la habían dejado así sin querer al escuchar los llantos de Sammy.

Bajó las escaleras e ignoró que el reloj de cuco de la pared marcara las tres y treinta y tres de la madrugada. Tampoco se fijó en la cruz que impasible sobre una estantería, se terminó volteando.

Llegó hasta la televisión y se congeló cuando vio la sangre manchar el sillón en el que su padre solía pasar largas horas viendo partidos de futbol. Se le formó un nudo en la garganta y sin pensarlo, corrió de vuelta hacia la habitación de Sammy. Las luces del pasillo fueron reventando ante el curso de sus pasos y ahogó los quejidos de pánico con el único pensamiento de sacar a su pequeño hermano de allí.

Al abrir la puerta, el hombre que creyó que era su padre, se dio la vuelta. No había rostro que reconocer ni expresión que asimilar, solo unos ojos tan amarillos y brillantes como los de un gato iluminado por los faros de un coche. El ser desapareció como si de una nube oscura se tratara y en ese mismo instante, la madre de los pequeños empezó a sangrar. No era un sangrado normal. Sus ojos se teñían de rojo granate y sus labios se pintaban como de un carmín escarlata que se resbalaba por la comisura de los labios para mancharle la blusa blanca. La respiración de Dean se entrecortó cuando la vio levantar un cuchillo en dirección a Sam. Como pudo, reaccionó y se encaramó a la cuna para cargar al pequeño que sollozaba.

—¡Dean, suéltalo! —le amenazó su madre.

—¡¿Dónde está papá?! —preguntó, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

Ella no respondió y Dean supo que tenía que correr por su vida y la de su hermano.

El pasillo pareció interminable y cuando la mujer había logrado derrumbarlo en el suelo sin importarle si caía por las escaleras, Dean escuchó un disparo.

Su madre se quedó de pie sobre él y poco a poco de su pecho goteó la sangre que manchó el rostro del pequeño, el cual seguía abrazando a Sam con todas sus fuerzas. Los ojos verdes de Dean reflejaron la silueta de su madre cayendo a un costado y cuando se encontró con la mirada de la mujer, ésta se había vuelto negra. Tras de ella, se encontraba el hombre que la había amado hasta la saciedad, el cual cargaba el arma y apretaba los dientes para soportar el dolor de los cuchillazos en el estómago.

—¡Papá! —chilló el pequeño.

—¡Corre, Dean, saca a Sam! —le ordenó el hombre—. ¡Protege a tu hermano!

El niño obedeció y observo al padre luchar por mover el cuerpo de su madre, mientras la casa, por alguna extraña razón, empezó a consumirse bajo las llamas. Por un momento, el pequeño juró haber visto a su padre alzar el arma hacia una figura fantasmal hecha por fuego. El hombre no pudo hacer nada, y cuando el cuerpo de su mujer había sido consumido por las llamas, salió corriendo y cogió a sus hijos bajo su brazo, para huir con rapidez y que el estallido que a sus espaldas se escuchó, no llegara a lastimarlos.

El fuego consumió los recuerdos y la inocencia de la vida para los Winchester, pues John, el padre, no volvió a ser el mismo. Sus ojos se apagaron junto a las cenizas de la mujer a la que había amado desde joven y con ellos, la esperanza del amor, aunque fuera familiar. Vivía por y para la venganza, y no había otra manera de vengar la muerte de su mujer que convertirse en cazador de seres sobrenaturales y dejar su herencia, ese negocio familiar, a sus propios hijos. Empezando, claro estaba, con Dean.

***

Cuando Dean regresó de su viaje a las profundidades de su memoria, se observó de pie en una calle concurrida. Vio los vehículos que pasaban, la gente que se quedaba mirándolo y cuchicheaban mientras aceleraban el paso. Las actitudes de dichos transeúntes le serían extrañas al inicio, pero pronto se percató de que no solo se encontraba desnudo en medio de la calle, sino que traía en sus manos manchadas de sangre su cuchillo matademonios favorito, del cual, goteaba la sangre por el filo. Dean estaba confundido, aturdido. Aunque los recuerdos iban llegando a su mente, en ese instante se preguntaba qué había hecho en la noche. Cuando todos dormían y él creyó también hacerlo. Sin embargo, pese a la extraña situación, cerró los ojos por un momento y halló calma. No había dolor ni remordimiento. De repente ni siquiera le importó estar asustando a la gente que pasaba por la calle y que, por obvias razones, estaban llamando a la policía. Sintió una satisfacción tal, que una sonrisa se dibujo de oreja a oreja en su rostro y cuando abrió los ojos, el prado verde que los pintaba se había oscurecido como si en él hubiera una tormenta perfecta.

Observó a quienes lo rodearon y cuando las sirenas se escucharon a sus espaldas, supo que hacer. Se arrodilló y llevó ambas manos a su cabeza. Sin embargo, en su mente solo habían gruñidos y un nombre que retumbaba sin cesar en sus adentros: Crowley.

***

—¿Nos dices qué es esto? —preguntó el policía, dejando el cuchillo frente al rostro de Dean en la sala de interrogaciones. Le habían prestado ropa de recluso. Él miró el arma y levantó las cejas.

—Es un cuchillo, creo que necesitas ver mas Dora la exploradora o volver a primaria.

—No te hagas el gracioso conmigo, ¿me vas a decir a quién mataste con ese cuchillo?

—Tengo derecho a un abogado, ¿verdad?

—Puesto que no sabemos ni siquiera cómo te llamas, podemos saltarnos un poco la ley.

Dean dejó escapar una risita de rabia y se inclino sobre la mesa. Susurró entonces.

—Me llamo... —alargó la O—. Vete a tomar por culo.

El policía suspiró hondo y se levantó de la mesa. Dean lo siguió con la mirada.

—De acuerdo. A unos pasos de donde te encontrabas tú, estaba esto. —El hombre lanzó sobre la mesa un viejo diario cuyas tapas estaban confeccionadas con cuero—. Lo escribe un tal, John Winchester. En él suele repetir mucho el nombre de sus dos hijos, ¿eres Sam o Dean?

Dean apretó la quijada. Elevó la mirada lentamente para encontrarse con los ojos furiosos del policía.

—¿Te suele funcionar? —Se carcajeó en su cara—. He visto a mejores a la hora de sacar información. No conozco a ningún Winchester.

—Ah, ¿no?

—En absoluto.

—Supongo que tus huellas dactilares no dirán lo mismo.

Dean hizo una pequeña mueca al escucharlo. No hubiera sido perceptible para algún hombre común, pero el policía esbozó una sonrisa. Salió de la sala de interrogatorios y lo dejó solo junto al diario de John. Dean lo ojeó un segundo y luego levantó la mirada hacia el enorme espejo que quedaba frente a él. No habían dejado ese diario ahí porque sí y él no era estúpido. Lo estaban observando. Por esa razón, no se detuvo a ver el diario, al contrario, revisó toda la mesa hasta hallar entre las hojas un pequeño clip. Dean fingió apoyar la cabeza sobre la mesa por aburrimiento y deslizó los dedos por debajo de su mejilla para coger el artilugio metálico. En silencio lo desdobló y con la mirada fija en el espejo que tenía al frente, empezó a usarlo como ganzúa para soltarse las esposas. Se detuvo solo cuando le tomaron las huellas dactilares y escondió el clip en la boca.

El primer policía fue cambiado por el jefe del cuartel cuando supieron su nombre y apellido. Las horas parecían días para Dean, pero su sonrisa se agrandó cuando escuchó el perfecto click en sus esposas.

El hombre que llegó junto a Dean, sabía hacer perfectamente su trabajo. Había estudiado psicología y como tal, sabía cómo desdoblar la realidad de los delincuentes y sacarles información aun si ellos no estaban de acuerdo. Sin embargo, al entrar a la sala de interrogaciones, solo encontró la suave sonrisa de Dean que no se desvanecía por nada del mundo. Cuando agrandó su sonrisa, impresionó al hombre que iba a interrogarlo, a nadie se le escapaba el hecho de que Dean era un hombre altamente atractivo.

—¿Eres el mono del otro? —le preguntó, a modo de sarcasmo.

—Me gusta tu sarcasmo, Dean —dijo su nombre y a él se le borró por completo la sonrisa—. Tengo aquí tu expediente. —Dejó caer una carpeta llena de papeles que pesaba más que el propio diario de John—. Asombroso ver la cantidad de delitos que has ido acumulando con lo joven que eres.

—No tenéis ni idea —gruñó Dean.

—¿Y nos lo vas a explicar tú?

—Si quieres. —Se encogió de hombros.

—Prueba.

—Mi hermano y yo salvamos el mundo de seres sobrenaturales.

—¿Seres sobrenaturales?

—Vampiros, demonios...

—Unicornios —lo interrumpió el policía, a modo de sarcasmo.

—De hecho, sí. Ubo una vez que...

—¡Basta! —lo interrumpió de nuevo—. ¿Ahora me vas a decir que tu hermano y tu sois ángeles que ayudáis a los humanos?

Dean miró hacia el diario de su padre. Al fin recordaba todo lo que había visto con él, lo que había vivido y un nudo se formó en su garganta. Al punto, que le costaba tragar.

—Los ángeles no existen —sentenció.

—¿Pero los demonios sí? —Dean asintió—. Que idea más pesimista del mundo.

—Es mi realidad.

—¿Ahora es cuando alegas que un demonio te poseyó y por eso anoche cometiste algún delito? —Dean negó con la cabeza y resopló con frustración. Era obvio que no le creía nada. El señor tomó asiento al otro extraño de la mesa y entrelazó los dedos entre sí—. Mira, Dean, dejémonos de tonterías, ¿vale? Dime qué hiciste anoche.

Dean lo observó fijamente y respondió.

—No lo sé. —Y fue tanta la franqueza en su voz que fue lo único que el policía creyó.

—No pienso soltarte hasta que demos con lo que hiciste.

—Deberías.

—¿Es una amenaza?

—Una advertencia.

—Claro, te irás de aquí con los demonios.

—Montado encima de un puto unicornio —se mofó Dean. Forzó una sonrisa que fue genuina cuando consiguió que el policía se marchara de la sala completamente frustrado.

Dean aprovechó ese momento para levantarse de la silla. Cogió el diario de su padre y dejó caer las esposas al suelo. Se abalanzó contra el hombre que lo estaba interrogando y con un movimiento rápido estampó su cabeza contra la pared, dejándolo inconsciente en el suelo. Las alarmas saltaron y todos los cuerpos de seguridad presentes se prepararon para enfrentarlo. Sin embargo, cuando Dean estaba dispuesto a darles cara con las manos al descubierto, los aparatos eléctricos de la comisaría empezaron a encenderse solos y emitir sonidos extraños. Las luces parpadearon, primero de forma suave y luego más seguida. En el vaivén de las luces y el sonido distorsionado de los walkies de los policías, Dean aprovechó para correr hacia la salida. No obstante, cuando estaba a punto de cruzar la puerta, un sonido estridente, parecido a un pitido ensordecedor, le irradió en los tímpanos. El pitido le ocasionó un dolor sofocante y mientras caía al suelo con puros gritos desgarradores, los cristales acorazados de la comisaría reventaron y se hicieron en pequeños trozos. Como si jamás hubieran sido a prueba de balas. Sofocado, consiguió abrir los ojos y mientras los oídos todavía le zumbaban, miró a su alrededor y observo a todos los policías muertos. Yacían en el suelo, con las bocas abiertas de par en par, demostrando un horror inimaginable y lo más perturbador de todo, es que traían las cuencas de los ojos vacías. Con signos visibles de que los ojos, se les habían quemado.

—Dean —escuchó que lo llamaban, pero por mucho que intentó encontrar el origen de aquella voz masculina, no vio a nadie.


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