Capítulo 16. Arika
"Caleb no es tú padre". Esa frase no deja de atormentarme. De repente el mundo da vueltas a mi alrededor y, a pesar de estar sentada, siento un terrible mareo y temo desmayarme.
Toda mi vida ha sido una farsa. He creído que mi padre era Caleb, todo este tiempo y ninguno de los dos tuvo el coraje de contarme la verdad. ¿Por qué? Quiero decir algo, pero se me hace imposible. Estoy enfadada, angustiada y triste al mismo tiempo. Eso quiere decir que Joshua era mi verdadero padre, porque es el único con el que estuvo mi madre antes de casarse con Caleb, y sé que ella quedó embarazada de mí cerca de esas fechas. Pero, entonces... Mi padre está muerto, y nunca llegué a conocerlo, por culpa de mi madre.
―Ari, por favor di algo. ―Escucho su voz, pero parece lejana; no puedo centrarme en otra cosa más que en ese maldito pensamiento.
―No... ―Consigo susurrar, mientras las lágrimas me corren el maquillaje.
―Lo siento, Arika. Quería habértelo dicho hace tiempo, pero nunca encontré el momento adecuado. Y entonces... ―Ahora ella llora también―, entonces te marchaste y no pude decirte nada más porque no querías siquiera verme la cara.
―¡No! ―grito, al fin mirándole a los ojos a la vez que me levanto del sofá por la tensión del momento―. No trates de echarme la culpa a mí, porque es toda vuestra. No me dijisteis nada. ¿Es por eso por lo que os divorciasteis? ¿Eh? ―insisto.
―S-sí, esa es la razón ―titubea, bajando la cabeza como si estuviese asustada de mí, mientras que las lágrimas manchan sus pantalones.
―¿Por qué no me lo dijiste? ―Mi tono es cada vez más alto y más agitado, comienzo a pasear de un lado a otro tratando de calmar mi rabia, cosa que veo imposible―. Veintidós años, Lilianne. Es todo el jodido tiempo que tuviste para decírmelo ―chillo, conmocionada, sin importar que estemos sollozando las dos.
―No lo sé, Arika. Quise decírtelo, de verdad... Pensé que no querrías quedarte aquí más si lo descubrías. Eras solo una niña, éramos tan felices... ―Se suena la nariz con un pañuelo sacado de su bolsillo―. No quería arrebatarte esa felicidad y menos aún quería que dejases de estar a mi lado.
―Eres una egoísta. Solo buscabas tu propia felicidad. No querías romper la falsa armonía en la que vivíamos porque no querías sentirte culpable de nada. Pero ¿sabes qué? Todo esto es tu culpa, así que ya puedes empezar a sentirte responsable por ello. Porque ahora ya no puedo conocer a mí verdadero padre.
―De verdad, lo siento. ¿Qué puedo hacer para que me perdones, hija? No quiero que me dejes de nuevo, por favor. No quiero perderte. ―Mira hacia arriba, donde estoy de pie con los brazos cruzados y junta sus manos a modo de plegaria.
―Ya has hecho suficiente. No quiero que hagas nada más por mí. Me voy ―sentencio, pero vuelvo a sentir ese intenso dolor en mi estómago, lo cual hace que suelte un grito.
―¿Qué pasa? ―pregunta, preocupada, mientras se acerca a mí.
―Na-nada ―miento, cayendo al suelo de rodillas; el dolor es inaguantable y las piernas me tiemblan demasiado como para poder mantenerme en pie.
―Pensaba que estabas mejor ―murmura, mientras agarra su teléfono para llamar a emergencias.
Me siento débil, no puedo casi respirar ni moverme. El dolor es diferente al de la primera vez que me ocurrió algo así, pero sé que tiene que ver con algo parecido. No comprendo cómo, simplemente lo sé. Siento como si me estuviesen arrancando el alma, como si este dolor quisiera que abandonase mi cuerpo para habitarlo él. ¿Qué me está pasando?
Lo único que sé es que estoy tumbada sobre el frío suelo de la casa de mi madre, ella sujetándome y susurrándome palabras al oído, mientras llora desconsoladamente. No quiero que esto sea el final. Todavía me queda mucho que vivir. Entonces, escucho las sirenas de la ambulancia. Han venido a por mí.
Cuando despierto sé muy bien dónde estoy. Por suerte, el dolor se ha mitigado casi por completo, pero sigo sintiéndome muy débil. No puedo casi moverme ni hablar, solo consigo soltar un leve gemido por la frustración de no poder hacer nada.
―Te has despertado ―dice una voz desconocida a mí lado.
Me giro para ver de quién se trata. Es una mujer, la cual descansa en la camilla que está al lado de la mía. Por algún casual, la cortina que debería estar separando ambas camas está abierta, aunque no es algo que me moleste mucho. Está recostada sobre una almohada grande, y su piel está llena de magulladuras. Tiene el pelo rubio recogido en una coleta desastrosa, parece que no se lo ha lavado en días. Sus ojos son marrones oscuros, aunque casi no se los veo dado que los tiene medio cerrados y la hinchazón que cubre su cara debido a las heridas no ayuda.
―Normalmente no soy así de fea ―bromea, dándose cuenta de que le he estado observando sin decir nada durante un rato, aunque tampoco es como si pudiese decir gran cosa.
No entiendo cómo puede mantener el sentido del humor en una situación así, aunque es verdad que su chiste me ha sacado una pequeña sonrisa.
―Veo que no puedes hablar mucho. No pasa nada, por lo menos estás despierta ―continúa hablando, sin embargo, su semblante ahora se muestra serio―. Viniste muy grave, por lo que parece. Escuché algunas cosas de los doctores y, bueno ―Carraspea, como si quisiera olvidar lo que acaba de decir―, es igual. Me llamo Lydia, encantada. No hace falta que te presentes todavía, ya hablaremos cuando puedas.
Asiento levemente, lo suficiente para que ella pueda verlo. No dice nada desde ese momento, debe de haberse cansado de hablar y no recibir respuesta. Me encantaría poder hablarle, pero es que no encuentro la fuerza para hacerlo. De todas formas, no parece molesta por ello.
―Ari, te has despertado ―exclama una voz desde la puerta: es mi madre.
Quiero pedirle que se vaya, pero no puedo, tan solo consigo poner mala cara. Se acerca a mí y me abraza mientras solloza, acurrucándose en mi melena. No hago ningún gesto hacia ella, tan solo me quedo quieta y espero a que se marche. Sin embargo, alguien interrumpe.
―Oye, no quiero molestar, pero creo que no está muy contenta de verte. Y, dado que no puede hablar, no es que pueda decirlo ella... ―adivina Lydia, desde la cama contigua.
―¿Y tú qué sabrás? Soy su madre. No te metas en donde no te llaman―responde Lilianne, enfurecida, mientras cierra la cortina que nos separa.
―Ella ―comienzo a decir, con un hilo de voz― tiene razón. Quiero... Quiero que te vayas ―termino en un susurro.
―Pero, Arika... Ya te dije que lo sentía ―dice mi madre, apartándose un poco de mi ante la sorpresa.
Niego con la cabeza, porque he gastado toda la energía que tenía en hablar. Ella se marcha, puedo ver el dolor y la angustia reflejados en su rostro, pero prefiero no pensar en ello. Los sentimientos que corren en mi interior son más intensos que los suyos.
Lydia se levanta con esfuerzo para echar a un lado la cortina, para que podamos vernos. No sé cómo, pero parece saber que no me molesta. Le dedico otra sonrisa a modo de agradecimiento.
―Ya siento eso. Por lo menos hemos logrado que se vaya. Ya sé que no es mi lugar, pero si quieres que no entre, trataré de evitarlo la próxima vez ―sugiere Lydia.
No entiendo por qué está haciendo todo esto por mí. Nos conocemos desde hace apenas cinco minutos y ya quiere ayudarme con el problema de mi madre. Quizás sea una de esas personas que simplemente quiere ayudar a todo el mundo. De todas formas, asiento de nuevo, ya que, aunque quisiera, no me dan las fuerzas para decirle que no hace falta.
Me despierto lo que parecen años después. Una pesadez se apodera de mi cuerpo, pero por lo menos no es la misma que la que tenía antes. Por lo menos ahora me veo con más fuerza para moverme y hablar. Lydia parece estar descansando también, mira hacia el lado contrario al mío, por lo que no puedo verle la cara. No quiero molestarla.
Me doy cuenta de que hay alguien más en la habitación, sentado en una silla cerca de mi cama. Está durmiendo profundamente. No quiero despertarle, pero necesito hablar con él.
―Dylan ―susurro, mientras le agito un poco, lo cual parece funcionar.
―¿Qué pasa? ―murmura, todavía algo somnoliento―. Ari, estás despierta. ¿Qué ha pasado?
―No lo sé. Algo parecido a lo que ocurrió la última vez, es extraño.
―Y... ¿con tu madre? ―pregunta, con cuidado; sabe que pasa algo.
―Ella me contó algo, es... No importa ahora, te lo contaré cuando estemos en casa. ―Cambio de opinión, observando a Lydia por encima del hombro de mi novio.
No quiero que gente desconocida esté escuchando conversaciones privadas, sobre todo las de este tipo. Por muy bien que me caiga Lydia, solo la he conocido un rato y mis problemas personales no le conciernen.
―Claro. Lo importante es que te encuentres bien.
Antes de que pueda decir nada, un doctor entra en la sala. Es el mismo que me atendió la última vez que estuve ingresada, cosa que no me agrada mucho debido a que esa vez tampoco consiguió descubrir qué me ocurría, por lo que dudo que lo haga ahora.
―Señor Cobell ―llama el doctor, con la mirada fija en Dylan―, ¿puedo hablar con usted?
―Claro ―responde Dylan, levantándose de su silla―. Ahora vengo ―me susurra, dándome un beso en la frente.
Salen de la habitación, pero no parecen irse más lejos, pues todavía puedo escuchar sus voces en el pasillo. Si tanto quiere hablar en privado, ¿por qué no se marchan a otro lugar? Alguien debería decirles que las paredes de este lugar están hechas de papel. Aunque, no me importaría saber qué es aquello qué quiere discutir mi doctor con mi pareja. ¿Por qué no hablar conmigo directamente?
―Quise hablar con la madre de la señorita Jones, pero parece que no quiere que esté aquí y como usted es su pariente más cercano, debo comunicarle esto ―comienza a decir, mientras pienso que Dylan no es en verdad mi pariente, pero lo dejo pasar―. Hemos estado estudiando la condición de su pareja exhaustivamente y hemos llegado a la conclusión de que no podemos resolverlo. No es el primer caso que nos llega de alguien sintiendo extraños dolores que pueden dejarles en tal estado, sin ningún antecedente ni causa aparente. Me duele decirle que la mayoría de estos casos acaban en el fallecimiento de la persona, pues este dolor los consume lentamente. Sin embargo, hay otras muchas personas que lo sobreviven, lo sienten quizás un par de veces y no vuelve a aparecer en sus vidas nunca más. Pero también hay otros que lo sienten durante mucho tiempo, hasta...
―Gracias por la información, doctor ―interrumpe Dylan―. ¿Hay algo que se pueda hacer?
―No queremos realizar ningún experimento en ella, señor Cobell. No sabemos lo que le ocurre, por lo que no podemos recetar ningún medicamento especializado. Solo podemos decirle que utilice algún calmante durante estos ataques, pues es lo que nosotros le hemos estado suministrando y parece haber funcionado relativamente bien. Pero hay que tomarlos con cuidado.
―Claro. Yo me encargaré de ello. Solo tengo una pregunta, ¿cómo no se lo cuenta a ella? ―dice Dylan e inmediatamente me siento avergonzada por haber estado escuchando la conversación, pero al mismo tiempo me siento intranquila.
―No queremos alterarla en el estado tan frágil en el que está. Además, sigue habiendo una amplia posibilidad de que sobreviva. No hay que adelantarse a los hechos. Pero es mi deber como doctor informar de todo lo que se sepa sobre el bienestar del paciente, ya sea a la familia o al paciente mismo. Y es eso lo que he hecho.
―Bien, muchas gracias ―se despide, y veo la manilla de la puerta bajando lentamente.
Me giro para disimular, aunque es probable que ni siquiera se haya dado cuenta de que he escuchado la conversación entera. No es la primera vez que lo he hecho tampoco, cuando estuve aquí la otra vez pude escuchar la conversación que Dylan tuvo por teléfono con alguien, aunque eso fue un accidente, dado que la enfermera se dejó la puerta un poco abierta.
―¿Qué ocurre? ―pregunto una vez se acerca a mí.
―No es nada, me dijo que te diese calmantes y poco más. No saben qué es ―responde, lo cual me decepciona, pues pensaba que me iba a contar todo.
―Vaya.―Sé que puede notar la decepción en mi rostro, aunque es probable que piense que es por lo que me ha dicho.
―Lo sé, pero no hay mucho que le podamos hacer. Lo mejor será tomar los calmantes como ha dicho y esperar que no vuelva a ocurrir ―responde.
―Sí, supongo que eso tendré que hacer ―suspiro, mirando hacia la cama de Lydia, donde duerme todavía sin haberse inmutado de la presencia del doctor y de Dylan.
Las horas de visita terminan poco después y, por mucho que me gustaría tener a Dylan a mi lado esta noche, sé que no es posible. Sigo esperando a que Lydia despierte, sé que no la conozco de nada, pero no tengo nada mejor que hablar con ella y parecía una persona agradable. Y, de repente, como si estuviese leyendo mis pensamientos, se cambia de lado para mirarme a la cara.
―Hola ―susurra.
―Hey. Gracias por lo de antes, no tuve ocasión de decírtelo ―digo, recordando cuando entró mi madre en la habitación.
―No te preocupes ―sonrie, acomodando su almohada.
―¿Puedo preguntar qué te ha pasado? No tienes que responder si no quieres. ―Siento cierta curiosidad acerca de sus heridas, ya que me recuerda a lo que contaban el otro día en la televisión sobre el asesino.
―Sí, seguro que es lo que estás pensando. Soy... La primera superviviente del asesino en serie que ha estado actuando.
―Lo siento mucho, Lydia ―digo, y lo siento de verdad.
―Gracias. Oye, no quería decirte nada pero... Escuché lo que hablaban el doctor y tu pareja antes. Sé que no es de mi incumbencia, solo quería decirte que conocí a alguien que le pasaba lo mismo que a ti y pudo sobrevivir.
―Bueno, gracias por contármelo. No sé si cambiará mucho la situación, de todas formas ―respondo, pesarosa, pensando en las palabras del doctor.
―Lo entiendo, solo quería que supieras eso. No todos acaban mal. Entiendo el dolor y el pensar en lo peor, a la persona que conocí le ocurría lo mismo, pero al final lo consiguió superar. Y creo que tu también podrás.
―Gracias, eso espero.
Cuando me sonríe puedo ver un ligero brillo en sus ojos, como si se hubiesen teñido de un color rojo por un instante. Es el mismo brillo que vi en la enfermera la otra vez que estuve aquí. Quizás sean las luces o sea simplemente mi imaginación. Sin embargo, la presencia de Lydia de pronto me hace sentir incómoda, como si hubiese demasiada tensión en el aire, y eso me hace pensar que puede que no sean imaginaciones mías.
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