CAPÍTULO 2
"La muerte no es la mayor pérdida en la vida. La mayor pérdida es lo que muere dentro de nosotros mientras vivimos."
El guardia que yacía sobre mí se puso de pie, con los ojos enfocados en el desolado escenario que antes había sido un lugar de entretenimiento. Extendió su mano hacia mí, la acepté y al levantarme, observé el panorama desolador que se extendía ante nosotros.
—¿Mamá? —susurré al recordar que ella había quedado detrás mía en el interior del teatro.
—Está a salvo, un agente la sacó del peligro. —respondió el guardia, ofreciéndome un atisbo de tranquilidad.
—¿Y los niños? —pregunté con un temblor en la voz, siendo la angustia palpable en mis palabras.
—Su familia, la realeza, están sanos y salvos, eso es lo primordial ahora. Debe reunirse con sus padres, la llevaré. —dijo en un tono firme pero comprensivo.
—¿Lo primordial? ¿Y qué hay de esos niños? ¿Qué le diremos a quienes los esperaban? —mi voz resonaba con ira, mientras los sollozos y gritos de los padres desesperados se entremezclaban en el aire.
—¿Conocía a alguno de esos niños? Si no recuerdo mal uno de ellos le llamó antes. ¿Cierto? —El guardia preguntó confuso y lo miré tratando de decir algo pero simplemente le dedique una mirada de desprecio.
—¡Zayel, hija! —la llamada de mi madre resonó a través del caos. Me giré y vi a mi madre acercándose hacia mí. Dejando al guardia atrás, corrí hacia ella, buscando refugio en sus brazos, donde encontré un consuelo momentáneo en medio de la tragedia.
Unos agentes nos rodearon, protegiéndonos mientras nos conducían hacia una zona más segura y apartada de la multitud. Allí, divisé a mi padre, sentado en la parte trasera del gran automóvil que nos había traído hasta ese lugar. Observaba la dirección del teatro en silencio, como si estuviera sumido en un estado de shock que lo dejara sin palabras.
—¿Estás bien? —pregunté con la voz temblorosa, mirando a mi madre. La sangre le corría por la frente, pero ella apenas se inmutaba.
—Sí... me habrá rozado alguna piedra... —murmuró y vi como sus labios temblaban, y en sus ojos se acumulaban lágrimas que luchaban por no caer. Pero yo sabía que el dolor no venía de su herida. Nos miramos en silencio, y cuando sus lágrimas finalmente escaparon, supe que algo en nosotros se había roto para siempre.
—Skay... —dije en voz baja y ella cerró los ojos, negando con la cabeza mientras las lágrimas resbalaban libres por sus mejillas. Sentía una presión en el pecho, el peso de lo inevitable, aplastándome.
—No entiendo cómo pasó esto... —susurró mi madre, como si el mundo se hubiera vuelto irreal a su alrededor—. Mi pequeño... está ahí dentro.
La escuché romperse, y yo también me rompí.
—Voy a entrar. Tengo que verlo... quizá... —comencé a decir, pero mi madre me detuvo, tomando mi brazo con manos temblorosas.
—Zayel, ¿de verdad crees que alguien pudo sobrevivir a eso? —sollozó mientras se dejaba caer al suelo, derrotada—. Y Skay... tan pequeño, tan frágil...
Sus palabras me golpearon como un puño. Cada una hacía más real esa pesadilla que intentaba negar. Di unos pasos hacia el coche donde mi padre estaba sentado, rígido, con los ojos fijos en algún punto invisible, lejano, y vacío. Al abrir la puerta, su mirada evitó la mía, pero sus ojos enrojecidos, cristalinos, hablaban más que cualquier palabra.
—¿Es esto lo que querías? —mi voz se rompió. No sabía si era rabia o desesperación lo que brotaba en cada sílaba—. ¿Quisiste mantenerlo en secreto, en las sombras, "bajo tu protección"? ¿Para qué, papá? ¡Dime! ¿De qué nos sirvió? ¡Skay debería estar aquí, con nosotros, no... ahí!
—Zayel... —La voz de mi madre intentó calmarme, pero no podía.
—¡No, mamá! ¡No! —grité, sintiendo cómo la frustración se apoderaba de mí—. Si no hubiéramos ocultado a Skay como si no fuera parte de la familia, si no hubiera sido por todos vuestros malditos secretos, habrían hecho algo, le darían prioridad y lo habrían sacado antes... ¡Skay estaría aquí y tú no estarías llorando como un pobre perro!
Mi padre se levantó de repente, con una furia contenida que explotó antes de que pudiera darme cuenta. Su mano cruzó mi cara con una bofetada que me dejó aturdida, el ardor de mi mejilla apenas era nada comparado con el dolor que sentía en el pecho. Nos quedamos mirándonos, él respirando entrecortado y yo intentando contener las lágrimas.
—No vuelvas a desafiarme. —Su voz era un susurro cortante, lleno de dureza. Cerró la puerta del coche de un golpe—Vámonos de aquí. Ya no hay nada que hacer. —añadió, con una frialdad que me dejó helado.
—¿Cómo vamos a irnos...? —susurré, sintiendo que apenas me quedaban fuerzas para hablar—. ¿Cómo vamos a dejarlo... aquí?
Mi padre me miró un instante, con sus ojos oscuros y derrotados, como si lo que acababa de decir fuera una verdad que lo atormentaba tanto como a mí, pero que se negaba a admitir.
—Él ya no está. Es inútil seguir esperando algo que no va a regresar... —dijo en voz baja pero su voz se quebró al final, aunque intentó ocultarlo.
—Pero... ¿y si él sigue buscándonos? ¿Y si... si nos necesita? —pregunté, con un hilo de esperanza aferrándome al borde de mi voz. La idea de abandonar ese lugar, de darlo por perdido, era demasiado insoportable, demasiado cruel.
Mi padre cerró los ojos por un segundo, como si mis palabras lo hirieran, como si quisiera borrar esa imagen de su mente. Luego, su rostro se endureció de nuevo.
—Sube al coche. Ahora mismo. —La amenaza en su voz era clara.
Mis ojos se posaron una última vez en el desolador espectáculo detrás de nosotros, donde los bomberos luchaban en vano por extinguir el fuego devorador.
Mi madre me tomó del brazo y subimos al coche en silencio, el eco del caos aún resonaba en mis oídos. Cuando nos acomodamos, me dejé caer en su hombro, el único refugio en medio de toda esa tragedia. Las lágrimas corrían sin cesar, como si pudieran lavar la pesada angustia que se había instalado en mi pecho, empapando su vestido.
El coche avanzaba con lentitud, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. Cada giro de las ruedas sobre el asfalto sonaba distante, irrelevante, mientras la angustia me envolvía más y más. Mi cuerpo, agotado por el llanto y la tensión, sentía cada kilómetro como si estuviéramos viajando por un vacío interminable.
Y cuando finalmente llegamos a la mansión, una oleada de horror se apoderó de mí. El nudo en mi garganta se hizo más fuerte, como si alguien me estuviera estrangulando. No quería entrar allí. La casa ya no sería la misma, no sin Skay. El lugar donde tantas veces habíamos reído y compartido momentos felices ahora estaba marcado por una pérdida que no podía aceptar.
El coche se detuvo frente a lo que era nuestro hogar, con aquellos muros altos y jardines que siempre me parecieron infinitos. El camino de piedra hacia la entrada parecía más largo de lo habitual, y las grandes ventanas reflejaban una oscuridad tranquila, como si la casa estuviera envuelta en un silencio profundo. Todo parecía estar en su lugar, pero al mismo tiempo, todo había cambiado.
—No puedo... —susurré con la voz quebrada, temerosa de entrar. Mi mirada buscó la de mi madre, buscando alguna señal de comprensión, algo que me dijera que no estábamos condenados a quedarnos allí. Pero sus ojos, hinchados por el llanto y cargados de un dolor que compartíamos, fueron la única respuesta que necesité. Nos entendíamos sin palabras.
Mi padre, que hasta ese momento había permanecido en silencio, respiró hondo y se giró hacia mí. Su rostro, marcado por la frustración, lo decía todo. La tristeza estaba ahí, pero era opacada por algo más, una dureza que ahora se volvía más notoria.
—Zayel, hoy no fuiste la única en sufrir una pérdida. —Sus palabras eran como un golpe seco, como si tratara de arrancarme de mi tormenta interior con cada sílaba. Había algo en su tono que no pude identificar, pero que me heló el alma—. No actúes como si fueras la única afectada. Si no nos quedamos aquí, ¿Dónde planeas ir? —me miró con frustración y agotamiento.
El silencio se instaló entre nosotros. La mansión, que antes era nuestro hogar, ahora se sentía como una prisión de recuerdos. Cada rincón parecía vaciarse de lo que alguna vez fue, y me costaba imaginar cómo habíamos llegado a este punto. Y entonces se me vinó a la cabeza Bellvery, la casa en las afueras, donde los veranos parecían más sencillos, más tranquilos. Tal vez allí, aunque solo fuera por un rato, podría encontrar algo de paz, lejos de los ecos del pasado.
—Podríamos quedarnos en Bellvery —dije—. Al menos por un tiempo. Hasta que confirmen los cuerpos para el entierro, por favor.
Mi madre miró a mi padre, buscando su aprobación. Él permaneció en silencio por un instante, luego suspiró pesadamente.
—No es una mala idea. —admitió mi madre—. Los periodistas van a invadir el palacio en cuanto sepan lo que ha ocurrido. Preguntarán, presionarán, y no estoy preparado para eso en este momento, Jeremy. Simplemente no lo estoy. —Mi madre dejó escapar algunas lágrimas más mientras se giraba hacia él.
Mi padre la miró con dureza, aunque había algo en sus ojos que delataba su propio sufrimiento. Alzó la voz, como si necesitara convencerse a sí mismo de que todo debía seguir adelante.
—Nadie está preparado para algo así. Somos la autoridad aquí, Judith. No podemos abandonar el palacio. No podemos irnos de este lugar y menos ahora.—Su tono era firme, pero su mirada se suavizó cuando se dirigió a mí—. Pero pronto será tu coronación, Zayel. Necesitamos que estés despejada, lo más posible. Te concederé unos días, pero irás acompañada de Glad.
El impacto de sus palabras me alcanzó como una sacudida, pero no fue hasta ese momento que realmente comprendí lo que significaba. Bellvery. El refugio al que solíamos escapar en los veranos, ahora se presentaba como la única opción para huir de todo esto. Mi cuerpo quería moverse, alejarse, pero mi mente no dejaba de dar vueltas. Todo se volvía un torbellino. La coronación... el palacio... la ausencia de mi madre... Y todo lo que habíamos perdido.
—Gracias —respondí en voz baja, sin mucho entusiasmo. No sabía si estaba agradecida por el permiso o simplemente aliviada por alejarme de todos los recuerdos— Voy a volver pronto, solo necesito unos días para procesar todo esto. —Dije, aunque la incertidumbre me llenaba al pronunciarlo.
Mi madre asintió débilmente con su rostro marcado por el agotamiento que se reflejaba en cada uno de sus movimientos. Parecía estar completamente perdida en sus pensamientos, como si las fuerzas la hubieran abandonado. Me giré hacia Glad, mi guardaespaldas, que esperaba afuera. El sonido de sus pasos acercándose al coche me sacó de mi torbellino de emociones.
—Si quieres irte, deberás hacerlo ahora. Los periodistas no tardarán en llegar al palacio y, una vez te vean, no te permitiré abandonar la casa. —La voz de mi padre era firme.
—Entonces tiene que ser ahora. —Murmuré. No podía evitarlo. Me acerqué a mi madre y la abracé con fuerza, uno de esos abrazos largos que no quería que terminara. —Ojalá pudieras venir conmigo.
—Te visitaré, lo prometo, cariño. —Respondió ella completamente rota, tratando de contener las lágrimas.
—Debes irte ya. —Repitió mi padre con un tono vacío, como si las palabras le salieran sin vida.
Finalmente, me separé de mi madre e intenté despedirme de mi padre, aunque solo me respondió con un gesto de la mano, como un adiós. Tomé aire profundamente, como si al hacerlo pudiera encontrar la fuerza para seguir adelante. Me dirigí al coche negro y entré en el asiento trasero. La puerta se cerró con un sonido pesado.
Bellvery me esperaba, pero las sombras de lo perdido seguirían persiguiéndome, ancladas en cada rincón, en cada recuerdo. Con un último vistazo a mi madre, me subí al coche con Glad.A medida que nos distanciábamos, miré por la ventana, observando cómo el paisaje se desvanecía lentamente. Los árboles, los campos, todo parecía irse difuminando. Saqué mi teléfono y abrí la galería, buscando consuelo en las fotos de mi hermano. Cada sonrisa congelada en el tiempo solo intensificaba el vacío que sentía, como si una parte de mí se hubiera ido con él.
—Hemos llegado, señorita —La voz de Glad me sacó de mis pensamientos después de unos treinta minutos absorta en el teléfono. Bajé del coche y, al poner los pies en el suelo, fui recibida por el cacareo de unas gallinas que deambulaban libremente, ajenas a todo.
Caminamos por el sendero cubierto de hierba alta, como una alfombra verde que llevaba años creciendo, recordándome los veranos de mi infancia. Un nudo se formó en mi garganta al reconocer cada rincón de este lugar que antes había sido nuestro refugio. Mi hermano y yo solíamos correr descalzos por aquí, riendo sin cesar mientras el río murmuraba a lo lejos.
A medida que nos acercábamos a la casa, la vi levantarse frente a mí, intacta y a la vez diferente. Sus gruesas paredes de piedra, cubiertas de enredaderas florecientes, parecían resistirse al paso del tiempo, pero hoy esa casa tan familiar me resultaba ajena, como si estuviera rodeada de un velo de nostalgia y tristeza.
Las puertas de madera maciza, con sus vetas oscuras y ásperas, estaban abiertas, como esperando nuestra llegada. A un lado, los columpios permanecían quietos bajo el sol, viejos testigos de las incontables horas que pasábamos en ellos. En otro tiempo, esos columpios solían balancearse con nuestra risa y nuestros juegos, pero hoy, colgaban inertes, como un recuerdo de todo lo que había perdido.
—Gracias, Glad, puedes retirarte.
—Señorita, me han pedido que la acompañe.
—Lo sé, pero esto es un pueblo y las únicas casas que hay las habitan ancianos, créeme, no hay de qué preocuparse.
—Señorita, debe entenderlo.
—¿No piensas alejarte de mí entonces? ¿Es que debo lidiar contigo hasta incluso en pleno duelo? —Mi paciencia comenzaba a agotarse.
—Yo... —Sus palabras parecían no conseguir salida.
—¿Tú qué? Ahora mismo solo quiero caminar, dar una vuelta, respirar un poco, y tú te irás a dar otra vuelta por otro lado y me dejarás tranquila. No te pido que te vayas, solo que me dejes en paz unos minutos.
Él no dijo una palabra más, y en un silencio abrumador, me dirigí hacia donde se encontraban los columpios, el eco de nuestros momentos compartidos resonaban en mi mente como un lamento constante.
Al sentarme en uno de ellos, me invadió una oleada de recuerdos, de cómo solíamos reír y jugar juntos, ahora marchitos como flores en un invierno eterno. Cada balanceo parecía llevarme más profundo hacia la oscuridad de la tristeza que me envolvía, como si cada movimiento fuera un paso más hacia el abismo de la soledad. Con cada suspiro, mi corazón parecía más pesado, ahogado por la ausencia de Skay, un vacío que no podía llenar con nada más que con lágrimas amargas y susurros perdidos en el viento.
Me levanté del columpio, y el murmullo del río llamó mi atención con una cadencia melancólica, como si tratara de evocar un eco distante de aquellos días despreocupados y felices.
Caminé hacia él, siguiendo el sendero de piedras desgastadas por el paso del tiempo, cada paso era un retorno a recuerdos que ahora dolían. Al llegar a la plataforma de madera junto al río, me dejé caer suavemente en el borde, justo en el lugar donde solíamos pasar horas interminables, lanzando piedras al agua. En cada piedra depositábamos nuestros más profundos deseos, como si el río, en su curso incansable, pudiera llevarlos lejos y hacerlos realidad.
Recordé con dolor la última piedra lanzada por mi hermano. Su mano, más pequeña que la mía, había dejado ir el guijarro sin decirme su deseo, dejándolo suspendido en el silencio, como un misterio que el río se llevó en su corriente, y que jamás me confesaría.
Un nudo doloroso se formó en mi garganta, mientras las lágrimas, como pequeños tributos al pasado perdido, brotaban sin control de mis ojos, acompañando al fluir constante del río que llevaba consigo mis sueños rotos.
Sentí el ardor en mi mejilla, una dolorosa marca tangible de la aflicción que me consumía, y permití que las lágrimas se deslizaran sin resistencia por mi rostro, añadiendo su triste rastro a la humedad de la brisa que acariciaba mi piel con su indiferencia. Pasé el día inmersa en un laberinto de pensamientos sombríos, atrapada en los recuerdos que me agobiaban como cadenas, hasta que el sol, cansado de mi dolor, empezó a declinar y las sombras del crepúsculo se adentraron lentamente en mi alma, envolviéndome en su manto oscuro y desolador.
Lentamente, me levanté, mis ojos seguían buscando consuelo en el fluir constante del río, un testigo silencioso de mi angustia, mientras me preguntaba cómo podía seguir adelante.
—Lo siento. —La voz surgió de repente detrás de mí, un susurro apenas familiar que me erizó la piel.
Giré, sorprendida, pero el sobresalto fue tan abrupto que mis pies resbalaron en el borde húmedo de la plataforma. Un segundo de desequilibrio fue suficiente para sentir el aire escapar de mis pulmones mientras caía hacia atrás, y en un parpadeo, el agua helada me envolvió, cerrándose sobre mí como un abrazo oscuro y gélido.
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