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23. El anzuelo (parte I).


Stefano.


   Entrada la madrugada, decido encaminarme hacia la tétrica oscuridad de los pasillos. Sosteniendo la antorcha que me guía hasta su alcoba, camino a paso lento por la inmensidad del lugar.

Ni siquiera sé por qué me sorprende su trato. ¿Qué creí que pasaría? Soy un imbécil.

Pueden pasar mil cosas entre ambos. Puedo apoyarla y ella a mí, podemos platicar, pasar los días y las noches juntos; disfrutar de la compañía del otro. Pero hay una sola cosa que jamás va a cambiar: ella es una ama y yo un esclavo.

Las últimas semanas nos han acercado bastante, o al menos, eso siento de mi parte. Aún me cuesta creer las cosas que hemos hecho juntos. Es decir, jamás me creí capaz de llegar a tanto con alguien. Siempre pensé que serían para cuando al fin encontrase a aquella mujer que formaría parte de mi vida.

Alexander me había hablado, incluso, cansado con aquello: déjate llevar por tus pasiones y sentimientos más oscuros, Stef. Al parecer, con la llegada al castillo y ella en mis días, lo estaba haciendo.

Todo se ha tornado muy confuso para mí. Creí que al hacerlo tendría miedo o inseguridades, pero ella en esos momentos me da confianza. Me hace sentir... especial. Sin embargo, está claro que ella lo ve de forma diferente.

Lo mejor es dejar hasta aquí las cosas. Tal vez, sea lo mejor.

Los guardias me dan la bienvenida y se encargan de sostener mi antorcha. Las manos me sudan y trago con dificultad cuando ingreso a sus aposentos.

Enfócate Stefano. Unos días más y Phoebe estará a tu lado. Luego veremos la forma de salir de este lugar.

—Con permiso, ama. Estoy aquí. Como me lo ha pedido, todos se encuentran dormidos. —Pronuncio con mis brazos por detrás de la espalda y cabizbajo.

Su figura descansa sobre el sofá. Se encuentra entretenida con un libro en sus manos.

—Perfecto, Stefano. Alista dos caballos, nos vamos de aquí.



    Hacía mucho no estaba tan emocionado. Cruzar los muros del palacio, hizo oxigenar mis pulmones y por un momento se sintió un acto de total libertad.

—¿Estás seguro de que esta era la mejor ruta? —Por un momento.

Ahora, me encuentro guiando a mi insufrible esposa camino a Berlehz, a través de los frondosos bosques de Forolg. Tenemos un par de horas antes del amanecer para regresar al castillo. Y por si no fuera poca cosa, Helena se encuentra bastante quejosa... para variar.

—No es la más llana, pero si la más rápida. No se preocupe, falta poco. —Indico con impaciencia.

Permanecemos por el camino en completo silencio. Sigo pensando que es un plan demasiado arriesgado. Los humos de las chimeneas comienzan a vislumbrarse por el horizonte. Decido disminuir la marcha de mi corcel, y me detengo para amarrar sus riendas junto al árbol más cercano.

—¿Por qué nos detenemos?

Me aproximo al final de la colina y corro las ramas de los arbustos que impiden la vista. Desde esta altura, es posible divisar la pequeña cuidad por completo. La enorme plaza y, frente a ella, la iglesia. Para mi sorpresa, al lado de la misma se ha construido una imponente estructura. Helena baja de Averno y se acerca hasta mí.

—Te lo dije. —Afirma con una sonrisa de lado. Se vuelve a para amarrar a su caballo.

—No había visto esa mansión la última vez que estuve aquí —confieso extrañado por tal novedad.

—Parece que ser gobernador deja mucho dinero. ¿No? Andando. Ya sabemos dónde vive el infeliz.

León santo, perdona su atrevimiento.

—¡Helena! Es un sacerdote, no le digas así.

—¿O qué? ¿Quién va a castigarme? —masculla con gracia y comienza a caminar en dirección al sendero.

Qué mujer... Me apresuro a ir detrás.

—Hay muchos guardias. El rey debió reforzar la seguridad en todas partes debido a los ataques. —Comento.

En medio de la oscuridad, continuamos descendiendo por el camino hasta toparnos con la entrada principal. Las calles lucen completamente vacías e inhóspitas. Hay basura por todas partes, las humildes casas yacen cerradas, y hasta da la impresión de que se encuentran abandonadas.

Solo diviso un par de guardias cruzando las calles de tierra a lo lejos. Estoy dignándome a encarar la noche dando el primer paso hacia el sendero principal, cuando Helena cubre su cabeza con la capucha de su capa y jala mi brazo de forma brusca guiándome hacia un callejón.

Mi espalda se estampa contra la pared humedecida.

—¿No pensarás entrar como si nada campesino? —Sostiene mis vestiduras a la altura del pecho. Saco sus manos y acomodo el material con las mías.

—¿Y cómo llegaremos si no es caminando? —Creo que estar con ella comienza a afectarme.

El sarcasmo se ha vuelto moneda corriente en mi vocabulario.

Observa el callejón en todas direcciones, hasta que sus ojos se clavan en unos caños rotos anclados a la pared detrás de mi espalda. La sonrisa vuelve a cubrir sus labios.

—Escalando. —Afirma y pronto utiliza estos para darse envión, y trepar hasta los tejados.

Me quedo por unos minutos observándola hasta que llega al techo. La veo asomar su rostro desde las alturas.

—¡Vamos, Stefano! —susurra.

Niego con la cabeza. Es que no puedo creer en las cosas que me meto por ella. Sin embargo, aquí estoy, comenzando a escalar sosteniéndome de los caños hasta llegar a donde la tirana. Continuamos el trayecto, agazapados, con cuidado de no ser vistos ni llamar la atención. Cruzamos varias casas hasta llegar al último techo continuo.

Hay un pequeño callejón de distancia entre donde nos encontramos y uno de los techos bajos de la iglesia. Trago grueso. Ambos nos miramos y asentimos con la cabeza al mismo tiempo, para acordar arrastrarnos cuerpo a tierra hasta el extremo del tejado. Me asomo con cuidado, guardias se encuentran custodiando la entrada del templo.

—Hay dos —susurro.

Sigo observándolos, y un tercero sale desde el interior. Sus semblantes lucen serios, algo incómodos y comparten entre sí miradas cómplices, desconfiadas del entorno.

—Caballeros... —el último llama la atención de ambos—. El padre ha dicho que debe continuar revisando unos papeles. Por favor, no abandonen el puesto. Estará en su despacho hasta tarde, al parecer.

—Noche larga. —Bromean y se despiden.

—Stefano. —Helena llama mi atención tocándome el hombro —. Mira... —señala una pequeña abertura en uno de los muros del segundo piso—, esa es nuestra entrada. Hay que saltar.

—¿Estás loca mujer? Está en bajada. Podríamos resbalar. —Me quejo.

—Es solo una parte, luego es llano. No seas llorón.

Se aleja y comienza a enderezarse. Está observando hacia ambos lados, en busca algo en la superficie. De pronto la veo agacharse y tomar una piedra del techo.

—Además, ¿Cómo vamos a saltar sin que nos vean? —vuelvo la vista a los guardias—. No, no. Helena, me niego.

Para cuando las palabras salen de mi boca, ha aventado la roca hacia el otro lado de la calle. La explosión de una maceta advierte a los hombres.

—¿¡Qué ha sido eso!? —Comienzan a alejarse doblando la calle en dirección al desastre que ha causado mi escandalosa esposa. León mío.

—Pero ¡qué has hecho! —mascullo aun tumbado sobre el techo. Entonces, una sombra cruza mi visión con rapidez.

Helena se ha lanzado por los aires.

Me pongo de pie desesperado. Pero mi corazón se tranquiliza al verla sosteniéndose de las tejas. A pesar de la inclinación del techo logra trepar hasta la zona segura. Llevo mis ojos hacia atrás y tomo aire.

Para cuando vuelvo la vista a ella, se encuentra de pie cruzada de brazos con cara victoriosa. Su capa flamea por la suave brisa de la madrugada, y con su dedo índice me llama a hacer lo mismo.

Por Vezhaltz.

—¡Rápido! —Alienta.

Vuelvo a ver hacia abajo para cerciorarme de la altura.

—Sí, definitivamente me haré pedazos si caigo.

Bien. Vamos, Stefano, solo un gran salto. Tú puedes. Doy pequeños saltitos sobre mi lugar, y sacudo mis brazos para deshacerme de los nervios. Tomo aire y respiro profundo.

—¿Estás bromeando? ¡Hazlo ya! —Siento sus gritos. Le hago un gesto de silencio.

—¡Sh!

Me concentro en mi objetivo y comienzo a correr. La sangre en las puntas de mis dedos se concentra y el corazón late acelerado. Tomo carrera y corro hacia el extremo, tras pisar la orilla doy un salto extendiendo mis piernas lo más que puedo, ayudándome con el envión de mis brazos.

Caer, sería la muerte más estúpida e impensada que he previsto para mí. Cierro mis ojos con fuerza y siento mi cuerpo impactar por completo contra las tejas. Un duro golpe en mi mejilla. Abro los ojos y me aferro a la superficie con ayuda de mis brazos y pies.

—Campesino ¿Estás bien? —Helena se asoma desde arriba, parece estar preocupada. Sentimos ruidos y nos asustamos, pero pronto descubrimos que se trata de un pequeño gato cercano a nosotros.

—Eso creo.

—Vamos, con cuidado, sube.

Con nerviosismo, comienzo a escalar sosteniéndome de las diminutas tejas. Tras unos movimientos observo que los guardias doblan la esquina y trato de apresurarme. Los dedos comienzan a dolerme debido a la fuerza, y la posición no deja de ser incómoda. Continúo subiendo hasta donde Helena cuando doy una pisada en falso y resbalo. Un grito ahogado escapa de su boca.

Siento que mi corazón subió y volvió a bajarme de la cabeza a mis pies, pero logro sostenerme de nuevo. León, te lo agradezco. Llevo la vista hacia arriba y la encuentro con ambas manos cubriéndose la boca.

Pronto se arrodilla y extiende su mano. Con su ayuda comienzo a trepar con mayor seguridad. Ni bien mi pie deja de pisar la inclinación, al erguirme una teja abandona su lugar y cae frente a los guardias. De manera casi inmediata estos suben la vista y nosotros ocultamos antes de ser vistos.

—¡¿Quién anda ahí?! —gritan —. Pronto ¡Hay que ver!

Ahora si la he embarrado. Helena comienza a mirar hacia todos lados buscando una solución, y, cuando la encuentra, me apresuro a chistarle para que no haga lo que pienso que hará. Pero es tarde. Ha tirado al pequeño por el aire directo a los guardias.

—¡Maldito animal! —Se escucha, seguido de los maullidos.

—¿Por qué lo tiraste? ¡Pobrecillo! —Me quejo.

—Era él o nosotros, y no creo que tú caigas parado —sonríe —. Vamos, hay que entrar.

Nos ponemos de pie y comenzamos a caminar en dirección a la pequeña ventana. Pero mi preocupación no me permite continuar, y vuelvo sus mis pasos con cuidado para asegurarme de que el pequeño está bien.

—No hay de que preocuparse. —Afirmo alegre.

—Stefano... —Rueda los ojos.

Vuelvo con agilidad hasta junto a ella y diviso lo que parece ser un ático. La oscuridad no me permite distinguir con claridad.

—Está cerrada. —Me coloco de cuclillas intentando forcejearla, pero no hay caso. La ventana no cede.

—Eso parece. —Toma el dobladillo de su capa y la rasga. Con el pedazo de tela envuelve su mano y antes de poder decir algo, propina un puñetazo al vidrio —. Listo, ahora si está abierto. —Se adentra al interior con cuidado de tocar los pedazos rotos.



   Siempre he tenido respeto a este tipo de templos, pero debo decir que este luce espantoso. Su estructura es angulosa y refinada, sin embargo, las esculturas góticas y lúgubres que ciernen su arquitectura me impresionan. Los estrechos pasillos son cubiertos por largas alfombras violáceas, y apenas sí hay un par de velas encendidas entre cada sala.

—Donde mierda estará este cerdo.

—Helena, deja de pronunciar insultos ¿quieres?

Camina con sigilo delante de mí. Gira apenas su cabeza fulminándome con la mirada, pero luego parece quedar pensativa. Se vuelve y busca algo en su pantalón.

—Ten. —Me muestra una daga forrada en un cuero negro con diamantes incrustados en su lomo.

Me quedo sin palabras. Ha sido un balde de agua fría. Ella continúa con el arma extendida hacia mí y achico el espacio que nos separa.

—Helena... —mis ojos danzan entre ella y el cuchillo—. Veníamos por información —afirmo casi dudando de la certidumbre en mis palabras —. ¿Por qué necesitaría esto? —Mi mandíbula se tensa.

Sus comisuras se curvan, como si supiera algo que yo no sé aún, y eso me preocupa. Mucho.

—Ya tengo la información. Venimos a poner un anzuelo. —Toma mi muñeca con firmeza y coloca la daga en mi palma abierta. Cierra mis dedos para que la sostenga y sacude con una pequeña presión —. En caso extremo, las usaremos. —Sus pupilas intensas se clavan en las mías.

Asiento, molesto, pero lo hago. Es idiota de mi parte pensar que ella es sincera conmigo. ¿Anzuelo, qué tipo de anzuelo podríamos poner en una iglesia? ¿Quién caería ante él?

Hace un gesto de continuar en silencio y la sigo.

Hacia el fondo del pasillo logramos divisar una pequeña luz titilante que comienza a acrecentarse a medida que nos acercamos. Antes de doblar, el reflejo en la pared nos devela la sombra de dos sujetos. Nos detenemos. Con todo su cuerpo pegado a la misma, Helena se asoma unos pequeños milímetros y mira por el rabillo del ojo.

—Son dos, ahí debe encontrarse ese viejo infeliz—susurra volviendo hacia mí.

—Puedo distraerlos y tú entras. —Ofrezco rendido.

Hace silencio unos segundos.

—Mmm... podría ser —Da dos pasos y queda a mitad del pasillo a la vista de todos. Mi cuerpo se tensa —, pero no sería divertido de ese modo. —De sus musleras de cuero, desenfunda dos dagas y las manipula con agilidad reservándolas tras su espalda.

Quiero decirle que vuelva conmigo. ¡Que se oculte!, pero una voz me interrumpe antes de lograr gesticular.

—Señorita, no debería estar a altas horas por aquí. —Lo que faltaba. Le han visto.

Los pasos comienzan a escucharse cada vez más cercanos. Helena permanece en su lugar imperturbable y en cuestión de segundos, observo el brazo del guardia posándose sobre su hombro y mi respiración termina de agitarse de sobremanera.

—Permítame, la acompaño hasta la salida. —La antorcha del guardia alumbra sus ojos y en sus pupilas, ya dilatadas, el reflejo de las llamas flameantes parece traspasar su espíritu avivando una sonrisa macabra. El fuego, con tal intensidad, ilumina sutil sus oscuras intenciones. Ahora lo veo.

—Gracias, caballero. Ya me está ayudando... —Su semblante de doncella en apuros cambia en un instante a lo que es. Una letal dama.

Tras esas suaves y delicadas palabras alza su mano y descubre el arma, la cual clava con rapidez en su estómago. El hombre estupefacto suelta un grito ahogado y cae de rodillas frente a ella. Agónico, intenta aferrarse a sus piernas. Mis ojos se abren de par en par al presenciar lo ocurrido.

—¿Qué ocurre allá afuera? —Una voz exigida y avejentada invade el corredor.

Me asomo y veo las puertas abiertas. El guardia le advierte a la persona que cierre con llave y se mantenga allí mientras corre en nuestra dirección con su espada en alto.

—¡Pero qué demonios! —Vocifera.

¡León mío, esto es un puto caos! ¿En qué mierda me he metido?

Veo al caballero, pero mis músculos no reaccionan. Siento la sangre palpitante detrás de mis orejas. Mis pies están anclados al suelo, y por más que quiero moverme, solo observo los cerámicos pintarrajeados del rojo intenso rodeando al cuerpo sin vida. El olor férrico comienza a impregnar el ambiente, y nada de eso me ayuda a salir del shock.

Esto no es lo que quería.

—Se nos ha ido de las manos.

Las palabras salen por si solas de mi boca, el ruido de los metales chocando me sacan de mi estado de ensoñación.

—¡Te equivocas! Todo está bajo control —dice entre dientes, luchando por frenar la espada que intentó rebanarme el cuello. Uf.

Gira su cuerpo y empuja al guardia con fiereza. Retrocedo aún conmocionado por todo y me tropiezo con el cuerpo inerte en el suelo. Mierda.

—¡Bruja de los infiernos, voy a acabar contigo! —Escupe el guardia arremetiendo con rabia. Pero ella inclina a tiempo su torso y esquiva el ataque.

Se vuelve a erguir con agilidad y descarga un puñetazo a su rostro. El guardia se trastabilla ante el impacto y el arma resbala de sus manos. Agita su cabeza enfurecido mientras gruñe y, aunque se arrastra con rapidez para alcanzar el arma, Helena es más veloz.

Tomando gran impulso infiere una patada a sus costillas, y seguida, otra a su quijada. El cuerpo del hombre choca contra el muro de piedra con brusquedad. Su boca está bañada en sangre y chorrea en contraste sobre su uniforme blanco. Me acerco atónito, observando su inconsciencia. Su rostro se ve dolorosamente magullado.

—Muy bien, esposo mío. ¿Harías los honores? —Guarda sus dagas y hace una reverencia indicándome en dirección a las puertas. Levanta sus cejas, expectante ante mi quietud — ¿No? Bien. Lo haré yo.

Comienza a forcejear el picaporte con fervor. En un movimiento rápido, da una patada a la puerta y la madera cruje en señal de respuesta, pero la fuerza no ha sido suficiente para abrirlas. Gruñe con impaciencia y se aleja tomando una pequeña distancia para volver a arremeter con determinación. Esta vez, ambas hojas se abren con brutalidad y revotan contra las paredes.

Helena se adentra a la habitación a paso acelerado y me limito a seguirla.

—Padre Lorenblack, no se oculte. No es apropiado ser tan descortés con las visitas —Esboza con diversión.

La pequeña oficina parece vacía, sin embargo, los papeles revueltos por todo el escritorio y las velas derretidas, aún encendidas, advierten que alguien continúa en el lugar.

Respiraciones agitadas y sollozos ahogados provenientes del mueble, llaman nuestra atención. Su mirada se conecta con la mía de reojo, y una sonrisa ladina cubre sus labios. Da pequeños pasos, haciéndose la distraída, como si aún estuviese buscando. Se acerca lo suficiente hasta el escritorio donde detiene su marcha.

—Parece que aquí no hay nadie... —Remoja sus labios. Me adentro otro poco sin saber con exactitud que haremos. Helena asienta sus brazos en el mueble y apenas inclina su torso apoyándose —. Pero no soy tan estúpida ¡¿Quién te crees?! —Saca su daga y, para mi sorpresa, la clava en medio de la superficie traspasándola.

Gritos femeninos no tardan en invadir el ambiente, y pronto, una mujer rubia, cubierta apenas por una túnica sacerdotal aparece desde abajo del escritorio.

—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Nada tengo que ver en esto! —solloza con temor aferrando la prenda contra su pecho desnudo.

—Largo. —La tirana hace un movimiento con su cabeza. La muchacha asiente repetidas veces, aún con lágrimas en sus mejillas, y comienza a acercarse a la salida —. No salgas por la puerta principal y no hagas ruido, procura no ser vista.

—¡Haré lo que me pida, pero déjeme ir! —Comienza a correr.

—¡Mujer ingrata! —Una mano se aferra desde los suelos al escritorio.

Se escuchan gruñidos y quejidos. Es la voz del padre Lorenblack, quien intenta ponerse de pie.

—¡Maldito viejo asqueroso! —escupe Helena observándolo—. Stefano, ¡amárralo a la silla! —Me lanza un pedazo de cuerda que saca de sus bolsillos y alcanzo a sostenerlo, pero sigo allí incrédulo.

Es que... no puedo creer lo que estoy viendo. El sacerdote está totalmente desnudo como ha venido al mundo. Su piel arrugada y su barriga voluminosa cubren sus partes íntimas por el efecto de la gravedad. Sus pocos pelos revueltos y los labios manchados de labial.

Por el León santísimo, ¿de qué más serán testigos mis ojos esta noche?

—Stefano, ¡que lo amarres dije!

—Pero...

—¡Ahora! —gruñe.

Doy la vuelta al escritorio y obligo al sacerdote a tomar asiento. Llevo sus brazos hacia el respaldar y comienzo a atar sus muñecas.

—Yo... lo siento, su eminencia.

—¿Eminencia? ¡Este es un maldito cerdo asqueroso! —Se queja y toma asiento en la silla del frente —. Ajústalas bien.

—¿Qué crees que haces, niña? —escupe el hombre con rabia —. En cualquier momento mis guardias llegarán.

—Pues espero que no lo hagan, por tu bien. Vengo a hacer negocios. —Se cruza de piernas. Me pongo de rodillas para poder hacer mejor el nudo. Entre tantos nervios mis manos sudan.

El hombre comienza reír.

—¿Hacer negocios con la enemiga de mi rey, en vez de entregársela? —esboza. Trago grueso.

Concéntrate Stefano, el nudo. El nudo.

Pero ella se remueve sobre su silla sonriente, y ahora coloca sus botas sucias por encima del escritorio.

—Cuando yo te lo ordene, tú le permitirás el paso a mi ejercito por tu cuidad, sin una sola puta objeción.

Su risa se extiende y adquiere mayor volumen.

—¿Y yo por qué haría eso? —Suelta en torno burlista. También me pregunto lo mismo.

—Porque no querrías que tu rey se enteré de los negocios que haces a su espalda, ¿o sí? —El anciano se queda en silencio. Luego de unos segundos, suelta un poco de aire.

—En el supuesto caso de que así fuera... ¿Por qué él te escucharía? ¿Crees que va a creerte a ti, dulzura? Es muy estúpido de tu parte. —Escupe.

—En realidad... —Helena juega con su daga y el padre comienza a reclinarse contra el asiento asustado. Por mi parte, no dejo de escuchar atento —. Digamos a que Leónidas no le parecería horrible el hecho de traficar órganos de niños huérfanos —mis ojos casi se salen de lugar ante lo que mis oídos acaban de procesar —, pero jamás te perdonaría que no le hayas pasado un tributo por ello. —Ahora sí la sonrisa del padre se ha borrado por completo y su cuerpo se ha tensado —. ¿Qué diría si descubre los millones de Giaros que tienes ocultos? ¿Crees que te permitiría seguir viviendo sabiendo que le has tratado de estúpido?

—Nadie va decirle, no puedes.

Acaba de admitirlo. Un ex padre, un ex sacerdote devoto al Gran León Blanco tiene un orfanato donde comercializa con los pobres pequeños. De tan solo pensarlo, se me revuelve el estómago.

—¡Ah, hombre!

El grito rasga su garganta debido a la presión y fuerza que ejerzo en el nudo. La piel de sus muñecas se magulla y enrojecen al instante. Ardo en rabia. Es un... malnacido.

—Yo no, por supuesto... pero dos de mis hombres infiltrados en su ejército, sí. Antes de venir aquí, les di la orden. A estas alturas estarán a mitad de camino. Llevarán a Leónidas directo al escondite de toda tu riqueza. —Helena sonríe con malicia mientras continúa jugando con su daga en la mano.

—¡Tú! ¡Eres una vil bruja! ¡Mientes! ¡Mientes! No hay manera de que conozcan aquel lugar —vocifera con rabia.

—Ah, ¿no? Pues yo diría que eres demasiado estúpido, maldito golfo exagerado. Siempre quieres sobresalir... ¿Crees que no me di cuenta por qué mandaste a cientos de hombres en pleno invierno a construir un maldito monumento en honor al bastardo de tu rey en la cima de una montaña? —Helena se inclina sobre el escritorio y amenaza la tráquea del hombre con su arma —. Vuelve a subestimarme y esto termina en tu cuello ahora. —Está diciendo la verdad. Lo veo en sus ojos.

—¿Qué gano yo? —voltea su rostro ofendido y habla entre dientes —. ¿Qué me das a cambio?

—Dejaré que vivas. Eso, es más que suficiente para la escoria que eres. Leónidas no lo haría. Tú decides. —Retoma su postura relajada.

—De acuerdo, pero detén a tus hombres ahora mismo.

—Yo me encargo de eso. Tú tranquilo. ¿Tenemos un trato? —Se pone de pie.

—Tenemos un trato.

—Bien. Espera noticias mías. Sabré cómo hacértelas llegar. —Le ordena sonriente y acomoda su vestimenta. Toma unos dulces que reposan en el mostrador, y se lleva uno a la boca —. Stef, andando. —Comienza a retirarse.

Me encamino detrás de ella y el desgraciado se queja.

—Pero... ¡Desátame mujer! —Se remueve en el asiento.

Ya hemos cruzado las puertas cuando la tirana vuelve sobre sus pasos y apenas se asoma al despacho.

—Te vas a quedar ahí rezando y pidiendo perdón por lo que has hecho esta noche. Y otra cosa... —le señala con su dedo—. No te molestes en ir por tu tesoro. Todo ha sido confiscado por mis hombres, el lugar está vacío. Cuando cumplas tu parte del trato, te lo devuelvo.

—¡Pero! ¡Me has engañado! —Ahora sus gritos van en aumento, se escucha desaforado.

—Cálmate. No quieres que nadie se entere de que estuve aquí. Por el bien de tu fortuna, calladito. Te enviaré a mis hombres con todas las indicaciones cuando sea apropiado. Buenas noches, eminencia. —Sonríe y cierra las puertas.

—Vamos, campesino. Tengo un pastel que hornear.



    Al llegar donde los caballos, nos preparamos para partir hacia Averhz. Para nuestra suerte, ningún guardia nos ha visto ni seguido el rastro. Luego de la larga noche, nos disponemos a desatar a los corceles en silencio. Después de todo, solo queda decírselo.

—Gracias —susurro. Ella ya se encuentra sobre Averno y comienza a andar de forma lenta.

—¿Por qué? —pronuncia mientras me monto sobre mi caballo. Me apresuro a cabalgar a su lado.

—Por salvarme—explico—. Ese guardia iba a...

—A matarnos —interrumpe y termina por mí con determinación.

—Bueno, no sabemos. Quizás, detenernos o encarcelarnos.

—Stefano, basta. Odio que hagas eso. —Enfrenta su caballo con el mío. Su semblante serio—. Deja de negar la realidad. Las personas no son como tú crees. Tú eres el único que piensa en los demás antes que en sí mismo.

Me quedo en silencio ante sus palabras.

Yo... ella... es decir...

—¿Tú crees que la gente piensa como tú? —suelta una risa sin ganas—. "Oh, no hay que herirlos, quizás tienen buenas intenciones". "Oh, no hables así de él, es un ex sacerdote". "Helena, no usaré armas" —Imita mi voz —. No, Stefano. —Retoma su postura firme y mira hacia el horizonte —. La gente no es así—queda pensativa por unos segundos, y casi creo una pizca de tristeza invade su rostro. Mi corazón se encoje ante sus palabras —. Si tuvieran que elegir entre ellos y tú, siempre serán ellos.

No digo nada. Mi mirada baja a las riendas del caballo. Entonces, su accionar me sorprende. Se acerca lo suficiente hasta quedar cerca, y coloca su mano en mi hombro dando pequeños golpecitos.

—Vamos, esposo. —Me regala una sonrisa sincera—. Ya aprendiste la regla número tres de los Delatroitvz, andando.

Hemos retomado el camino. Así las horas pasan, y a pesar del gesto anterior, ella vuelve a poner cierta distancia entre nosotros.

Yo también odio que hagas eso, Helena.  


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