5. La terraza olvidada
Lía era una chica con mucho carácter, pero menuda y de aspecto delicado —un cebo perfecto para sus confiadas presas que la creían una frágil flor de té, cuando ella era más bien una peligrosa flor carnívora—. La rodeaba un aura de misterio, jamás me habló de su pasado, pero las pinceladas que pude entrever eran de turbios colores. Tenía claros rasgos asiáticos que ella enfatizaba aún más con su maquillaje y su oscura melena natural, lisa y recta. Vestía siempre moderna e informal, pero resultaba tremendamente sexi aun sin pretenderlo.
Enseguida supimos que éramos de la misma especie y que nos gustábamos a rabiar. Tantos años en este mundo te hacen saltarte muchos pasos.
Teníamos horarios parecidos y empezamos a forzar nuestros encuentros en los descansos entre clases, hasta que un día decidimos pasar de todo e irnos a charlar a la azotea. Nos colamos por pasillos prohibidos, que inexplicablemente ella conocía muy bien, y después de subir unas destartaladas escaleras de caracol, aparecimos en una diminuta terraza olvidada. Pasamos la tarde contándonos nuestras vidas sentados con los pies colgando al vacío. Éramos dos almas perdidas ansiosas por sentirse comprendidas, o al menos, así lo sentía yo.
Ella me escuchaba con su cabeza apoyada en mi hombro. Hacía mucho tiempo que no dejaba a nadie acercarse a mí de esa forma, pero ella lo hacía todo tan natural que me dejé llevar encantado.
Desempolvé recuerdos muy íntimos que quizá no debí contarle tan pronto. Le hablé de mi solitaria vida y de las ganas que tenía de conocer a una igual que no se comportase solo como un animal. Me quejé de lo efímero de la vida humana y de lo eterno de la nuestra. Sin quererlo fui quebrando mi coraza de tipo duro y dejé mi corazón totalmente desnudo en sus pequeñas manos.
Ella me habló de su pasión por el cine, de su reciente mudanza desde Kioto y de lo fríos que eran los japoneses en comparación a la cálida gente mediterránea. Y finalmente me habló de la sinestesia.
Aunque sonaba como un trastorno o enfermedad, me explicó que no era más que una forma diferente, e incluso más completa, de percibir las cosas. Me dijo que algunas personas ven letras en determinados colores, aunque estén impresas en negro; o relacionan el sonido del violín con el azul y el de la guitarra con el naranja, por ejemplo. Resultó que ella tenía todo un elaborado código numérico para catalogar las esencias de las personas. Tenía la perversa manía de numerar a cada una de sus víctimas antes de devorarlas y disfrutaba como una niña descubriendo nuevos matices y raras combinaciones.
El sol caía lentamente y cada vez estábamos más encaprichados el uno con el otro.
Cuando cayó el último rayo anaranjado del ocaso, ella se apartó las gafas de sol redondas con las que siempre cubría sus ojos, me guiñó uno de ellos y me dijo:
—Tengo hambre, te invito a cenar.
https://youtu.be/EPQfP2cy9Kk
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