
Capítulo 1: Lágrimas y Confesiones
—Gracias por llevarme.
Aira se subió a la camioneta que había aparcado al frente del orfanato. La neblina temprana se colaba por su piel, junto con el gélido frío que envolvía a su corazón esa mañana, al tiempo que las hojas caídas por el otoño dejaban de envolverla.
Siempre que se despedía de su hijo, su corazón se le encogía de tal manera que, todavía se le hacía imposible no derramar lágrimas cuando le decía ‹‹Ya volveré››. Peor todavía, cuando Marquitos no comprendía sus palabras y solo gritaba diciéndole ‹‹¡Mamá!››, mientras que con sus pequeñas manitas se aferraba a ella con gran fuerza, al tiempo que debía ser ayudada por las cuidadoras para que estas se hicieran cargo de él y lo distrajeran, ella simplemente no podía más. Decenas de lágrimas salían de sus ojos, pero no las suficientes para limpiar la culpa que la carcomía al tiempo que, aprovechando un descuido de su bebé, se iba por una de las puertas, con la promesa silenciosa de que, a diferencia de otras ocasiones, regresaría al poco rato con él.
Su acompañante, cuando la vio respirar con dificultad mientras se limpiaba las mejillas, sonrió con tristeza. Quiso decirle algo más, pero prefirió callar. La escena que tenía delante de sí se había repetido en innumerables ocasiones y no había palabra que bastara que pudiera calmar a la joven. Solo cuando vio que se había tranquilizado lo suficiente, decidió hacer la pregunta de siempre:
—¿Y cómo has estado, hija?
La joven volteó a observarlo mientras el coche se detenía en un cruce peatonal. Lo bueno de ser domingo por la mañana, era que el tráfico, a esa hora, solía ser más fluido que en horario laboral.
—¿Qué tal tus estudios? ¿Alguna novedad?
—Bueno... —Lo miró de soslayo y pasó saliva. Hubo una pausa que se le hizo eterna—. Me va bien, aunque...
En ese momento el semáforo cambió de color, para su buena suerte, según creía, pero estaba equivocada.
—¿Ya recibiste tus notas del primer bimestre? —agregó el hombre, cuyas canas incipientes podían verse en sus patillas. Sus cuarenta y cinco años comenzaban a asomarse en su gentil rostro—. Me gustaría verlas. Sabes que confío en ti, pero... —la observó de costado por breves segundos—, no está demás asegurarme que...
—Ay, Ángel, ¿cuándo vas a seguir desconfiando de mí?
La adolescente se cruzó de brazos e hizo un puchero.
El aludido frunció el ceño. La observó como diciéndole ‹‹¡Te descubrí!››.
—¿No me digas que has tenido un desaprobado? —habló con seriedad—. ¿En qué habíamos quedado, Aira?
—¡No he desaprobado nada! —se apresuró en aclarar.
—¿Ah, no? —La observó poco convencido.
—No.
—¿Entonces? —La contempló con la interrogante en su rostro.
Aira resopló profundo. Sabía que, aún así hubiera tomado sus precauciones, no podía mentirle, para bien o para mal. Le debía mucho a Ángel, demasiado. Lo mínimo que este se merecía era que se sincerara con él, por lo menos lo que respectaba a sus estudios, y así se lo hizo saber.
Cuando el hombre se enteró de que había faltado a clases durante casi dos semanas, por poco pone el grito en el cielo, pero se contuvo. El gesto compungido de ella, al tiempo que volvía a llorar y le decía que quería abandonar sus estudios para estar más cerca de Marquitos, trabajando como cuidadora ad honorem en el orfanato, encendieron las alarmas de alerta en él.
De inmediato, le recordó a Aira la promesa que le había hecho y cuáles eran sus prioridades a la fecha.
—Dime, hija, ¿y luego qué harás? —La observó con severidad.
—¿A qué te refieres?
—Cuando alguien más apto que tú opte por la custodia de Marquitos y te lo quite, ¿qué harás? ¿Seguirás trabajando gratuitamente en el orfanato?
—¿De qué estás hablando? ¡¿Quién me quiere quitar a mi hijo?! —habló con los ojos desorbitados.
El coche se había detenido. Ahora estaban en una zona más céntrica, por lo que el tránsito empezaba a ser más caótico.
—¿Qué es lo que sabes, Ángel? ¿Te ha dicho algo el juez? ¿El abogado? ¿La asistenta social? Por el amor de Dios, dime que nadie me quiere quitar a mi hijo, por lo que más quieras, dime que no es así. ¡DIME QUE NO ME VAN A QUITAR A MI BEBÉ, POR FAVOR! —agregó desesperada y con más lágrimas en su rostro.
Al verla así, al hombre se le partió el corazón. Decidió no regañarla y encausar la charla con el tacto debido para que no se preocupara. Le recordó lo que habían hablado hace tiempo, cuando el juez había decidido negarle la custodia de Marquitos debido a varios motivos.
Por un lado, el último reporte de su psicóloga al juzgado en marzo último no le había sido favorable. Si bien informaba que había hecho avances gigantescos respecto a su depresión y ansiedad extrema, todavía no la consideraba apta para hacerse cargo de un menor. Esto había traído como consecuencia una recaída en ella, sumiéndola en una crisis tal, que había provocado que faltase durante casi una semana a la escuela. No había tenido ganas de comer ni de estudiar, nada. Y aunque no había llegado al punto de un nuevo intento de suicidio, era evidente que, ante cualquier problema grande, el fantasma de su depresión siempre estaba peligrosamente al acecho.
No fue hasta que Ángel regresó de uno de sus viajes y la había visitado, que entre él y doña Gladys la ayudaron a levantarse. Haciendo gestiones con su abogado —en otras palabras, coimas al juez—, habían logrado un ‹‹permiso especial›› del orfanato para que, aprovechando el feriado largo por Semana Santa, ella pudiera pasar un fin de semana junto a su hijo, su hermano y su abuela en una playa cercana. Esto y la promesa de que le pagaría la terapia con otra psicóloga, habían logrado que la joven recuperara el ánimo y mirara con optimismo su futuro.
A su vez, ya cuando ella se había recuperado, le había recordado cuáles eran sus objetivos y lo que debía hacer para conseguirlos. El deprimirse y el encerrarse del mundo exterior no la ayudaría en nada. La custodia de Marquitos estaba por encima de todo y debía luchar para obtenerla. Esto significaba terminar su secundaria con notas aceptables para luego, con eso, optar por una carrera profesional, conseguir un trabajo de medio tiempo, y ya con los ingresos necesarios optar por tener una estabilidad económica que el juez pudiera apreciar. No obstante, al habérsele negado, por segunda ocasión, la custodia de su hijo, un viejo tema del que se había negado rotundamente a hablar volvió a la luz: la paternidad de su bebé.
‹‹¿Estás segura de que no sabes cómo contactar al padre de tu hijo?››, le había dicho Ángel un mes atrás, luego de leer la resolución judicial en la que el juez les informaba de su decisión.
Pero, a diferencia de la vez anterior, cuando su caso había sido tratado por otro juzgado, en esta el juez les aconsejaba que, para Aira tener mayores opciones que garantizasen una buena custodia y futuro del niño, si el padre de este fuera ubicable, ella perfectamente podría hacerle una demanda por alimentos para su hijo, lo que la dispensaría de exigírsele una estabilidad económica por su cuenta. En otras palabras, si tuviera un apoyo de dinero por parte de Rodrigo, ella podría enfocarse solo a pasar el informe psicológico favorable para poder tener a su hijo consigo. Y así Ángel se lo hizo saber. Lo que él desconocía era que, por un motivo muy fuerte, Aira se negaba a decirle a nadie la verdadera paternidad de su hijo, y ahora no era la excepción.
Luego de calmarla y decirle que nadie le quería quitar a su hijo, sino que deseaba que tuviera presente la promesa que le había hecho de terminar sus estudios, lo siguiente que le dijera volvió a remover viejos temores en su atribulado corazón:
—¿Sabes, hija? Estaba pensando que...
—¿Sí?
—Puedo contratar a un detective privado, si deseas y...
—¿Para qué? ¡No entiendo!
—Quizá el padre de Marquitos sea un asiduo cliente en la discoteca en donde lo conociste, ¿quién sabe? Un detective privado podría ayudarnos y...
Ella pasó saliva.
—¡¿De qué estás hablando?! —alegó sin mirarlo.
Tenía miedo de adónde se encausaría la charla. Y no estaba equivocada.
—Creo que sería buena idea que, de una vez, contactaras con el padre de tu hijo.
—¡Olvídalo! —se apresuró en decir, muy molesta.
—¡Pero, Aira!
—¡Ángel, no quiero hablar de ese tema, por favor! ¡Ya te lo he dicho cientos de veces! —habló con la voz temblorosa.
La miró muy molesto. Iba a agregar algo más, pero lo caótico del tráfico le exigía estar concentrado en el volante. Sin embargo, si Aira creyó que con eso había evitado librarse del asunto, estaba equivocada. Para cuando dieron a otro cruce peatonal con la luz del semáforo en rojo, él aprovechó para continuar la charla que tenía pendiente.
—A raíz de la resolución judicial, hablé con mi abogado el otro día...
Observó a Aira esperando una respuesta. Ella solo atinó a seguir cabizbaja. Sabía a dónde iba a encausar la charla, pero se negaba rotundamente a torcer su decisión. Pero, a pesar de su reticencia, él no se inmutó. Continuó informándole la solución que creía más conveniente para su futuro y la de su hijo.
—¿Y sabes qué me dijo el Dr. Cueva? ¡Que, efectivamente, hay una salida y podrías obtener la custodia de Marquitos antes de lo previsto, claro está, si tu informe psicológico es favorable!
Volvió a contemplarla, esperanzado de que estuviera feliz. Pero, distinto a lo que creía, la joven seguía cabizbaja; solo atinaba a jugar con nerviosismo con sus dedos y luego a arrancarse un par de pelos de su cabeza.
—Ricardo dice que, en el peor de los casos, como el chico no tiene en dónde caerse muerto al ser menor de edad, sus padres —entiéndase los abuelos de Marquitos— podrían ser demandados también para que te pasen una pensión alimenticia para el bebé. Y así todo sería más fácil para todos, ¿no crees? —habló esperanzado.
Creyó que Aira se alegraría por la noticia, pero se equivocó. Ella estaba tan pálida, como si hubiera visto a un fantasma.
—Te lo repito, ¿sabes en dónde podemos ubicarlo? Así nos facilitarías más las cosas y...
En ese instante, los insistentes bocinazos de los carros que estaban detrás de su camioneta lo quitaron de su concentración de su charla. Había cambiado la luz del semáforo. Fastidiado, iba a apretar el acelerador. Pero, antes de hacerlo, la noticia que escuchara de la boca de la joven le aceleró más todavía.
—No sé en dónde ubicarlo. Lo vi un par de veces y ya. Ni siquiera sé su apellido, solo su apodo —habló con la voz temblorosa.
—Pero, Aira, quizá si el detective nos ayuda...
—No quiero que lo busques, ¡por favor! ¡Entiéndelo, Ángel!
—No entiendo. Si hay una salida, entonces por qué no contactarlo y...
Ella alzó la vista para contemplarlo, implorante. Su boca le quemaba por aquello que había guardado con tanto recelo tanto tiempo. Quizá era muy tarde para hablar, quizá era muy tarde para confesar, quizá era muy tarde para solucionar...
—No quiero que lo busques, ya que cuando nos acostamos, él era mayor de edad y yo no. Si el juez lo descubre, es capaz de meterlo preso y no quiero eso para él, ¿entiendes? ¡No quiero!
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