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5.

Todo estaba oscuro. Había tenido una pesadilla y me había incorporado sobresaltada quedándome sentada sobre la cama tapándome con las sábanas hasta el cuello pues tenía mucho frío. Algo se movió al lado derecho, a los pies de esta. Encendí la luz de la lamparilla y di un respingo cuando vi a Mason observándome con una seriedad que me helaba.

    —¿Qué haces aquí?

    No respondió. Ni siquiera pestañeó. Solamente me observaba como quien observa al culpable de un asesinato.

    —Mason, me estás asustando. ¿Qué quieres?

    Su rostro se volvió sombrío e inquietante bajo aquella luz tenue que provenía de mi mesilla de noche. Por fin habló. Y lo que dijo sonó espeluznante. Más, por el tono con el que lo expresó:

    —A ti.


    Me desperté boqueando como un pez fuera del agua. Aquella pesadilla había tenido un tinte aterrador. Me sequé el sudor de la frente con la mano. Me froté los ojos. Me sentí febril. ¿Qué había sido eso? ¿A qué había venido tal pesadilla? Puede que fuera porque no pude quitármelo de la cabeza desde que hablé la pasada tarde con él. Puede que sea mi instinto más tímido cogiendo las imágenes del momento, dándole una forma mucho más macabra. Puede que sí me estuviera volviendo, con todo, una lunática.

    Bajé de la cama y busqué algo que ponerme. Era aún muy de madrugada, pero después de aquello, ya no me apetecía cerrar los ojos por si acaso. Escogí casualmente mi ropa y mis zapatos. Salí de la habitación a hurtadillas hacia el cuarto de baño. Si mi madre me encontrara empezaríamos de nuevo con su diagnóstico de doctora madraza. Con sus manías sobre «mi no mejora».

    Volvía a estar ojerosa. El reflejo del espejo: el mío, no es que fuera agradable. Puede hasta que incluso diera mucho más miedo que el Mason con el que me topé en las pesadillas, sentado al borde de mi cama. Estábamos en el mes de octubre y no se dejaba de hablar sobre la fiesta de Halloween. Aún era pronto. Pero todo el mundo ya se estaba poniendo en marcha con lo que compraría para decoración. Qué disfraces. Yo ya iba disfrazada: de muerta viviente. De R en Memorias de un zombi adolescente, pero en género femenino. Tengo que reconocer que Nicholas Hoult, el actor, está buenísimo incluso con todas aquellas mierdas puestas en su bonito rostro. Fue enternecedor en algunas escenas. Y aterrador, en otras. Un poco de todo. Igual yo terminaba siendo igual: tierna, pero aterradora. Ya fui zombi una vez. No sé si habrá otra. Noté un escalofrío recorrerme la espalda al pensarlo. Esperaba que la muerte se alejara de mí todo lo que pudiera. Yo ya intentaba alejarme de ella sin saber si estaba siendo efectiva mi huida ¡Diablos! Ya estaba comportándome como mi madre. Ella terminará por volverme loca. Suerte que mi padre es un poco menos de dar ese tipo de lata. Aunque tampoco es que no diga palabra sobre ello.

    Suspiré regresando a observar bien mi reflejo. Si no cambiaba la cosa, no haría falta que metiera ningún tipo de maquillaje o pintura, en mi cara.

    —Cariño.

   Di un grito cuando mi madre entró sin avisar.

    —¡Jolines, mamá, no me des estos sustos, joder!

    —¿Quieres que te prepare el desayuno? Te prepararé, a la vez, la medicación.

    —Vale —acepté sin más, porque de contradecirla, iniciaríamos otra batalla campal.

    Regresé a la habitación a por mi teléfono. A dejar mi mochila preparada para cogerla después. Se me había olvidado llamar a Austin y lo había puesto en silencio. Ahora sí que me la iba a cargar.

    Llamé sin pensar en si ya estaría despierto tan temprano. Tardó, y su voz pastosa me dijo que lo había despertado.

    —¿Has mirado la hora que es? —me regañó—. Anoche te mandé cientos de mensajes, te llamé y no respondiste —me reprochó.

    —Me sentí peor y me acosté a dormir. Además, tuve pelea con mi madre. Luego te cuento. Sé que me está escuchando. Ahora nos vemos y hablamos. Nos vemos en el bus. Dentro de una hora —calculé.

    «Una hora», pensé con pocas ganas de quedarme mucho tiempo en casa con mi madre ejerciendo de guardiana hasta extremos insostenibles.

    —De acuerdo. Ahora hablamos. Chao. Voy a dar unas cuantas vueltas más a la cama antes de ponerme en pie y arrear.

    —Ten cuidado no te vayas a dormir y llegues tarde a clase —avisé, conociéndonos de cómo éramos cuando nos daba por holgazanear un poco más en una cama calentita. Para eso, los tres nos parecíamos tal cual a los perezosos.

    Hice por desayunar. La verdad era que tenía hambre, por extraño que pareciera.

   —Cariño, no quiero que te enfades conmigo —empezó a decir mi madre—. He vuelto a apuntarte a la terapia con tu psicólogo. Pienso que lo necesitas.

    —¿Pero qué has hecho, mamá? ¡Ya te dije que no volvía más.

    —En estos dos años no has conseguido superar lo del accidente. ¡No puedes estar constantemente en una espiral de abandono y dejadez!

    —¡No estoy en una... como sea que has dicho! —protesté, sin saber decirlo del tirón como ella—. Me siento bien. ¡De verdad!

    —Pensaba que mejorarías. Pero tu falta de sueño, tus mareos, el arrastrar de tus pies por la casa como si estuvieras aletargada, y tu angustia, no se van.

    —Sé irá. Solo necesito tiempo.

    —Tiempo... —Mi madre buscó una silla para sentarse, exhalando en un acto de derrota—. No puedo verte así. Entonces, irás a la terapia del doctor Peter.

    —¡No me agrada el doctor Peter! —protesté.

  —No te gusta nadie, Erin —me reprochó—. Huyes de todos y de todo siempre a la defensiva. Y esto es necesario para ti.

    Necesario. Era más necesario que me dejasen en paz, a que me comieran el tarro con unos procedimientos de librillo de matasanos que no iba a cumplir.

    Desayuné, casi atragantándome. Quería salir cuanto antes de casa. Alejarme de reproches, peticiones y órdenes. Ahora el doctor Peter pondría esa otra parte de órdenes y me insistiría en que era capaz de hacer todo eso y mucho más. Con ello, solo conseguía agobiarme. No me gustaba su maldita terapia.

    Me levanté y mi madre me detuvo.

    —¿No vas a darme un beso antes de irte? Por cierto, te he preparado algo. —Me lo dio ya envuelto. Lo observé intrigada.

    —¿Qué es?

    —Tu almuerzo favorito.

  Crema de cacahuete en sándwich. No es que fuera saludable, sin embargo ella me lo consentía de vez en cuando para darme coba.

    —Gracias, mamá —agradecí, dándole un beso rápido para huir. Hoy no tendría que pasar por la cafetería a por nada. Así lo comuniqué a Clarise y a Austin por si ellos también decidieran llevarse algo de casa. De ese modo saldríamos directos hacia un lugar tranquilo del recinto del patio. Pocos había cuando todo el mundo deambulaba por cualquier lugar de la extensa área. Algo encontraríamos lejos de la multitud.


    Austin se subió al bus. Se sentó a mi lado pues le había reservado el asiento libre, como todos los días. Fue a darme un beso en la mejilla como saludo y me aparté.

    —¿Qué pasa, Er? No creo que tenga mal aliento porque me acabo de lavar los dientes. ¡Y nunca has huido de mí!

    —Austin, ¿puedo preguntarte algo?

   El ruido fuerte del bus en marcha nos hacía alzar la voz unos tonos. Intenté no levantarla mucho para que, aquello que iba a decirle, fuera privado. Entornó la mirada con desconfianza.

    —Depende —terminó diciendo nada convencido de darme la libertad de hablar. No fuera a salir escaldado.

    —Tú y yo nos conocemos desde pequeños —comencé.

    —Sí.

    —Y siempre nos hemos querido como hermanos.

    —Eso es. Ah... espera —sus mejillas tomaron un rojo escandaloso—. ¡No pensarás que yo...!

    —¿No? ¿Lo dices en serio?

    Negó.

    —Joder. Se puede decir que te has levantado con el pie que no toca porque me estás dando miedo. Y todavía no hemos llegado al día de los muertos —ironizó.

    —Yo podría pasar por muerta. En fin —bromeé a la vez.

   Guardó un segundo de silencio temiendo haberla ofendido. Luego cayó en la cuenta de la bomba que había soltado camuflada, sin quererlo. Sin hacerlo adrede.

    —Lo siento, Er. No quería ofenderte.

   —¡No! No me has ofendido. Yo también estaba bromeando, Créeme.

   Dejó escapar un suspiro de alivio. Me abrazó con fuerza y por sorpresa y con dificultad al estar en los asientos. Me separé enseguida de él pues todo el mundo nos miraba y no quería que pensaran algo equivocado.

    —Tranquilaaa. Que les den a los que se metan en lo que no importa —bromeó. Me sostuvo la mirada con seriedad—. Te quiero, Er. No quiero que te mueras nunca.

   —No soy eterna. Tú tampoco lo eres —vocalicé como pude, temblando porque aquellas trágicas imágenes regresaban a mi mente en cuanto hablaba de la muerte.

   Me cogió la mano. La apretó fuerte, pero con cuidado. Seguro pero tierno.

    —No te mueras hasta que llegues a vieja, Er. A los cien años, por lo menos.

   Me reí como una boba.

   —No puedo prometer nada. No soy Dios.

   —Me da lo mismo. Al menos inténtalo —me pidió con una notable preocupación.

   —Por cierto. ¿De qué querías que habláramos?

    —Ya te lo he mencionado y lo has aclarado.

   Se quedó un minuto pensando. Asintió.

    —¡Ah! Entiendo. Pues ya sabes la verdad, ¿no?

    —Me alivia no tener que pelearme contigo por algo así.

    Se ruborizó.

   —A mí no me importaría salir contigo o gustarte, Er. En fin...

    —¡Austin!

    —¡Qué no! Que estaba de broma, mujer —aseguró entre aspavientos, muerto de risa.

     La conversación dio un giro.

    —¿De qué vas a ir disfrazada en Halloween? Ahora en serio.

   —Aún es pronto para saberlo. No tengo nada pensado todavía.

    —Yo iré de Michael Myers.

    —Estarás muy sexy con el mono y la máscara.

   Se carcajeó.

    —A lo mejor hasta llego a gustarte.

   —¡Austin! —lo reprendí.

    —Es broma, es broma —se disculpó con apuro.

    —Creo que este año no me disfrazaré. Mi sola presencia ya asusta.

    —¡No digas gilipolleces, tía! Me parece que la medicación te ha sentado esta mañana como el culo.

    Hubo una breve pausa. Luego inquirí.

    —¿Qué te parece Mason? —formulé con la mirada perdida, reflexiva.

    Me fulminó con la mirada.

    —¡No jodas que te gusta el nuevo!

    —¡Qué va! No es eso.

    —¿Entonces?

    Me encogí de hombros.

    —Pura curiosidad.

    —Pues deja esa ridícula curiosidad a un lado porque ese tipo da grima de lo perfecto que parece.

    Estuve a punto de contarle las sensaciones que Mason me provocaba cuando me encontraba cerca de él. Cuando toma contacto conmigo. La pesadilla que tuve la pasada noche. Me callé para no parecer más chalada de lo que aparentaba. Para que no se enfadase mucho más conmigo.

    —En serio, Er. Ese tío es muy raro y te aconsejo que te alejes de él.

  Asentí

   —Mejor que me tomes en serio con esto —hizo hincapié.

    No le conocía de nada. Acababa de aparecer y no podía juzgarlo tan a la ligera. Puede que Austin estuviera celoso. Negué para mis adentros. Puede que Austin estuviera siendo tan sobreprotector conmigo como el resto de los que me tenían tanto aprecio. Mason no se veía ni tan terrible, ni tan malvado. Igualmente volví a hacer una inclinación de cabeza para hacerlo sentir mejor.

   Llegamos a la parada de Clarise y se montó en el autobús.

    —¡Hola, chicos! ¿Qué tal hoy?

    —Estábamos hablando de los disfraces para Halloween.

    —Yo no sé de qué me disfrazaré. Igual me disfrazo de Miley Cirus.

    —¡Ella no da miedo! —protestó Austin.

    —Pero es la mar de sexy y toda una provocación.

    Observé a los dos cómo se miraban de un asiento al otro y podía casi ver centellas saliendo de sus ojos. «Nah». En el fondo se querían mucho.

    —¿Qué más te dará si quiere ir de Miley Cirus, Austin? Como si yo quisiera ir de Ariana Grande.

   —¡Es Halloween! No una fiesta de las Conejitas de Playboy —replicó él.

    —Se puede ir disfrazado de lo que uno quiera —protestó Clarise.

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