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4.

Abrí mi portátil para parecer que estaba estudiando. Coloqué cada cosa sobre la mesa para que fuese a juego con la acción que quería mostrar. El batido a un lado y el resto desparramado por los alrededores del portátil. Clarise me conocía. Conocía mi desorden cuando sacaba todo lo que necesitaba sobre la mesa porque odiaba abrir y cerrar el estuche, o la mochila, en busca del resto. «Todo al alcance, aunque un pelín revuelto». Así era yo. Al fin y al cabo hacía juego con la situación actual de mi vida: un completo desorden.

    —¿Qué pasa, Erin? ¡Qué aplicada! ¿Por qué no me has llamado? —inquirió antes de darme un par de besos. De sentarse al lado.

    —Estaba ocupada. De hecho he pasado de la biblioteca, aquí. Tenía un poco de gusa. Y sabes lo ricos que están estos batidos —expliqué, levantando el vaso alto, casi vacío. Menos mal que Joe había recogido el de Mason y ya no había rastro de un acompañante anterior.

    —Pues mira, voy a pedirme uno de chocolate. Con helado. Como tú.

    —Bien. Te espero aquí.

    Se levantó, pero se detuvo volviendo a retroceder.

    —Por cierto, ¿qué tal el trabajo de historia?

    —Finalizado. Ha sido pan comido.

    Entornó la mirada con recelo. Chasqueó la lengua repetidas veces negando.

    —¿Qué me estás ocultando, Erin? ¿Con quién te has citado?

    Las mejillas me ardieron por la vergüenza. No iba a decírselo.

    —Con nadie. ¡De verdad! He recopilado los datos necesarios y los he exportado al Word.

   —¿Has leído del tirón toda la información sin dar una cabezada? —Asentí—. ¡No me lo creo! Aquí pasa algo. Hay tongo. ¿Me lo vas a contar? —insistió sospechando algo.

    —¡Pues no te lo voy a contar!

    —¿Qué? —Se acercó a mí agarrándome de la manga con cuidado. No pretendía hacerme daño, pero sí sonsacarme—. ¿Quién ha estado ayudándote?

    —¡Vale! ¡Me rindo! Mason...

    Arrugó la frente sorprendida. Luego se llevó la mano hasta el abdomen, muerta de risa.

    —¡Tus ganas! Ya quisieras tú que el buenorro del nuevo te echara un cable. —Se serenó un poco sin llegar a desaparecer del todo su risa—. Aunque yo preferiría que me echara una mano en otras cosas —alegó, con el rubor escalando su cara. Podía adivinar con claridad qué cosas.

    —¿Vas a ir a por el batido, o no? —le recordé buscando una vía de escape en esta conversación de la que prefería huir a la velocidad de la luz.

    —Sí. —Levantó el dedo índice—. Voy a premiarme por ser tan buena detective. Aunque todavía no he logrado que confieses de quién se trata. Quién es el personaje misterioso. Perooo... ¡Lo lograré! Juro que lo lograré.

    —¡Ya te he dicho quién es!

    Volvió a reírse de mi respuesta.

    —Ahora vuelvo.


    Si había sido dura la prueba que me había adjudicado Clarise, peor fue la de mi madre cuando me llamó de regreso a casa. Era un poco más tarde de lo que tenía acordado con ella. Sabía donde estaba. Aunque me hubiera trasladado más tarde hasta la cafetería de Joe. Joe conocía de sobra a mi madre. Bueno, todos nos conocíamos bien allí. Eso sucede cuando un lugar es así de pequeño: estornudas y se entera quien vive al otro extremo de la pequeña villa. Aunque sea con el «corre, ve y dile».

    —¿Dónde estás, hija?

    —Ya voy de camino a casa.

    —Te dije que llamaras si ibas a tardar. ¿Por qué no lo has hecho?

   —Me he entretenido, mamá. Y se me ha pasado por alto por eso. No pude hacer nada más.

    —¡No me vengas con excusas! —chilló desde el otro lado del teléfono—. Imagina que pasa algo y no me entero. ¿Qué hago? ¿Quién te acompañaría al hospital? ¿O cómo sabría quién te acompaña? ¡O yo qué sé! —despotricó. Me aparté el teléfono del oído porque pasaba de escuchar la misma retahíla una y otra vez. Si tenía que pasarme algo, me pasaría igualmente. Porque cuando estuve a punto de morir, siquiera estaba en casa, ni con ellos. Estaba con parte de mi familia y nadie pudo augurar lo ocurrido. Me parecía exagerado que se alarmase así.

    —Mamá, ¡estoy bien! Clarise está conmigo estudiando. —Hice que la saludara en alto para confirmarlo. Clarise lo hizo—. Le diré que me acompañe hasta casa si eso te tranquiliza.

    —Su madre también estará preocupada. Pero me parece bien.

    —Vale. Tengo que colgar.

Finalicé la llamada con un gruñido seco.

    —Yo también me sentiría preocupada si estuviera en su lugar —alegó mi amiga—. A ver, que no busco cabrearte. Pero todos tenemos miedo de que te ocurra algo. Como si nuestra intuición nos advirtiera.

    —¡Estoy bien! Pero no queréis entenderlo! —grité a la desesperada poniéndome en pie, cerrando el portátil y comenzando a guardar todo muy deprisa.

    —Como tú digas, cariño —me susurró por lo bajo sin estar convencida de ello. Y es que esa era la imagen que yo daba: joven hipocondríaca, con una salud frágil y muerte súbita en cualquier momento. ¿En serio? Hice un mohín como respuesta a mi cavilación. En realidad sí que era esa imagen la que me representaba.

    —¿Me acompañas, al menos, hasta mitad del camino?

    —Sabes que sí. —Me mostró una sonrisa tierna—. Lo haré encantada.

    —Gracias —asentí, algo más calmada y amigable.


    De camino a casa se me marchaban los pensamientos hacia lo ocurrido con Mason. ¡Que conste que fui sincera con Clarise y no me creyó! Luego que no diga que no se lo cuento.

    —¿Vas a decirme quién te ha ayudado con el trabajo?

    —Mason.

    —¡Que te den, Erin! —refunfuñó, alzando su dedo anular—. Creo que lo has hecho a todo correr y que el señor Rodríguez te va a poner un cero patatero.

    —Que me ponga lo que quiera. —Hice un amago de reír, pero me contuve—. ¿Sabías que Abraham Lincoln fue cazador de vampiros en su tiempo de mandato?

    Me dio un empujón.

    —Así, ¿cómo pretendes aprobar?

    Yo no podía parar de reír. Le contagié de mi risa. No paramos de reír durante unos cuantos minutos. Me recompuse para hablar.

    Quizá deberías de hacer pareja con Mason. Se ve un tipo... no sé, amable y atento.

    —¿Ama...? —Me dio otro empujón—. Como te oiga Austin te la cargas fijo.

   —¡Que diga lo que quiera! Es mi otro hermano.

    —Dudo que sean esas sus intenciones. En fin. Es mi otro mejor amigo. Así que dejaré de criticarlo.

    —Mejor será que sí.

    Un mensaje entró en mi wasap.

    —Hablando del rey de Roma...

    —... Que por la puerta asoma. ¿Qué quiere?

    —Saber si me encuentro mejor.

    —Y lo estás. Doy fe de ello.

    Me detuve a analizarme. Era cierto. Tras la visita de Mason y su amabilidad parecía que había olvidado por completo mis dolencias. Clarise había puesto la guinda a la mejor medicina que era suavizar esas sensaciones desagradables que se habían empeñado en poseerme.

    Eso fue exactamente lo que escribí. Que estaba bien. Y que había estado en la biblioteca haciendo el trabajo de historia. Me respondió con un «podrías habérmelo dicho y te hubiera hecho compañía». A lo que no supe responder.


    Erin:

• Estoy de camino a casa. Luego te escribo cuando llegue. O te llamo. Dame unos minutos.


    Austin:

• Vale.


    —¿Qué te ha dicho?

    —Que quiere hablar conmigo. Luego le llamo. O le escribo.

    Puso la mano en mi espalda adoptando una mueca de emoción.

    —Cariño, creo que pronto voy a tener cuñadito postizo.

    La empujé enfadada.

    —¡Deja de pinchar!


    Hablamos sobre otras cosas. Cosas como aquello que Clarise había visto en una tienda y se quería comprar. Porque Clarise era de «culo veo, culo quiero», como se suele decir. El armario lo había tenido hasta los máximos de ropa y complementos durante un buen tiempo. Sus padres habían tenido que cortarle el grifo o de lo contrario terminaría por arruinarlos. Ahí entraron las aplicaciones de venta de ropa de segunda mano y el armario comenzó a tomar la forma más adecuada al vestuario normal de cualquier persona de clase trabajadora. Dinero que guardaron en su cuenta corriente para sus estudios.

    —¿Quieres que le dé un soponcio a tus padres o qué?

    Negó.

    —No voy a convertirme en la compradora compulsiva que fui. Ya tuve bastante con la bronca por parte de mi padre cuando le zampé la tarjeta y saqué dinero del cajero para comprar todo aquello que quería. Lo hice en un acto de locura. No sucederá más. Tengo la lección aprendida.

    —Eso espero.

    Se detuvo para acariciar mi barbilla y pestañear como quien flirtea con alguien.

    —Que sí, hermanita. —Me soltó—. Vale. Ya estás aquí. —Miró el reloj—. Me largo a casa o mi madre me va a dar una buena regañina. Nos vemos mañana en clase —agregó, alzando una mano para despedirse.

    Me detuve frente al portal. En cuanto subiese a casa me iba a enfrentar con mi madre. Sabía que aquella conversación iniciada no terminaría ahí.


    Subí los peldaños con lentitud. Vivíamos en un cuarto, segundo rellano. Teníamos ascensor. Pero para tardar un poco más fue por lo que decidí no cogerlo. Saqué las llaves y abrí la puerta, cerrando despacio para que no se me oyera. Fui directa hacia mi habitación pero mi madre me detuvo.

    —Un segundo, Erin.

    Frené y la observé con hastío.

    —¿Qué quieres, mamá?

    —¡Que sea la última vez que no me llamas para saber que estás bien!

    —¡Estoy bien! ¿Por qué tienes que estar pendiente de mí constantemente?

    —¿Y tus mareos y náuseas? ¿Y si te desmayas en mitad de la calle? ¿Cómo sabré que estás en buenas manos y que te han llevado al lugar correcto? Quién se está haciendo cargo de ti. Porque, mira el noticiario: no deja de hablar sobre secuestros y muertes de chicas jóvenes. No quiero eso para ti. Tampoco que te dejen morir en mitad de la calle.

    —Morir... muerte... ¡Solo hablas de ello! —Alcé la mano para que guardase silencio—. Mira, mamá, estoy cansada. Me voy a mi habitación. Me quedan unas pocas tareas por terminar.

    —¡Erin!

    No la escuché. No quería escucharla. Solo pensaba en desgracias, muerte y un sinfín de desastres personales que conseguían volverme una paranoica. «Sé que no quiere perder a su niña. Y no la perderá. Porque me siento mejor. Porque...» Me agarré a la cabeza. Volvieron aquellas punzadas. Recordé que estaba encima de la hora del cese del efecto del anterior analgésico. Salí de la habitación para buscarlos. Tendría que escuchar el interrogatorio de mi madre que haría aún más repiquetear las punzadas en mis sienes y las ganas de esconderme debajo de las sábanas, cerrar los ojos y abandonarme a esa nada. Pero no tenía otro remedio. Recordé lo de la música clásica y con lo que Mason la relacionaba. Busqué una lista de ese estilo en Spotify y la puse en marcha. Al menos escucharía a mi madre por encima de ella y esperaba que causase de todas formas ese mismo efecto relajante para no estallar en una ira incontenible. Esperaba que funcionase.

https://youtu.be/ea2WoUtbzuw

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