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2.


Me agarré al estómago caminando en una línea ondulada hasta el banco que había fuera de clase. Austin y Clarise me seguían detrás.

    —¿Necesitas ayuda? — me inquirió Austin con preocupación.

    —Necesito espacio. Aire fresco. Solo eso —aclaré.

    —Podemos acompañarte al patio. Prometo colocarnos en un lugar apartado del resto —me propuso Clarise conociendo la urgencia de mi circunstancia—. ¿Quieres que te saque un botellín de agua de la máquina?

    —Dudo que el contenido se mantuviera por mucho tiempo dentro de mi estómago —expliqué sabiendo de antemano que así sería.

    —No puedes estar sin comer, cariño —largó Austin acariciándome el pelo—. Voy a sacarte unas galletas. Esperadme aquí un segundín.

    —¡No! —grité, todavía agarrada a mí con un dolor punzante en la boca del estómago y con náuseas.

    Clarise se sentó a mi lado y pasó su brazo por mis hombros invitándome a que me recostara sobre su pecho.

    —Tranquila, Erin. Austin tiene razón. Podría darte un bajón de azúcar o sabe Dios.

    —Dios solo sabe que estoy sufriendo y que quisiera que esto terminara cuanto antes.

    Me miró indignada.

    —¡No digas estupideces, Er! Me estás preocupando mucho más.

    Lo vi salir del aula. Al nuevo. Y nuestras miradas volvieron a cruzarse. Y la intensidad de las nauseas y del malestar aumentó. Lancé un quejido ahogado y Clarise me apretó hacia ella.

    —¿Qué pasa? ¿Necesitas algo?

    ¡Desde luego que necesitaba algo! Sacar afuera lo mínimo que me quedaba dentro. Por lo que me solté de ella y corrí hacia el baño de chicas para devolver.


    Había escuchado los pasos de Clarise corriendo a mi ritmo; llamándome por mi nombre para que me detuviera y yo no había hecho caso. Me urgía llegar cuanto antes al sitio adecuado y vaciar lo que probablemente era solo bilis. Porque ya no había contenido en mi estómago cuando ya lo había echado antes. Me sentía mareada. Clarise daba golpecillos a la puerta llamándome.

    —¿Estás bien, er? ¿Necesitas ayuda?

    Lloré. No porque el dolor que sentía me estaba derrotando. Porque casi me había habituado a él. Casi... Lloré porque no entendía que había sido de mi vida desde lo del accidente. Por qué ocurría toda clase de desgracias a mi alrededor que empeoraban mi estado mental; el poco saludable que me quedaba. Por qué aquel chico conseguía crearme esa sensación. Me reí de mí misma.

    «¿Eso crees, Er? ¿Que lo que ocurre en las películas no se queda solo en el celuloide? Tú estás para que te encierren, bonita», me acusé. Me había levantado enferma y seguiría enferma todo el día. Toda la semana; el mes... el resto del año, necesitando de una eutanasia para mejorar. Arrugué la nariz al considerarlo. Porque temía a la muerte. La temía con creces. Incluso de noche, y cuando creía que mi respiración se detenía, saltaba de la cama y me ponía a correr por toda la habitación. No quería que mi corazón se detuviera. Estuvo a punto. Ahora ya no. Porque voy a evitarlo a toda costa.

    —¡Er!

  —¿Estoy bien! —grité desde dentro del cubículo. Me llevé la mano al estómago otra vez. Puede que tuviera un poco de hambre. Y desde luego, olía fatal.


    Salí afuera y me enjuagué bien. Clarise me ayudo a sujetarme los cabellos para que no los mojara.

    —¿Dice Austin que si vamos a salir ya o esperaremos a que suene el timbre para meternos directamente en clase?, porque finalmente ha sacado esas galletitas que tanto te gustan de la máquina.

    —¿Esas galletitas que tanto me gustan...?

    —Eso pone. Mira. —Me mostró la pantalla iluminada donde se reflejaba el mensaje. Eran palabras textuales.

    Negué medio riendo, pero sin que fuera una sonrisa limpia. Me sentía demasiado mal como para sonreír sinceramente y con ganas.

    —Ese tipo está como una cabra.

    —Yo creo que le gustas. Y mucho.

    La observé con espanto.

    —¡Él es como mi hermano! ¡No podría flirtear con mi propio hermano!

    —No es tu hermano de sangre. Así que...

    —Así que nada. Déjame estar. Y salgamos, antes de que él se meta en el baño de chicas a buscarme.

    Clarise asintió todavía analizándome con preocupación. Apenas me observé en el espejo y volvía a tener una palidez mortecina que daba grima.


    Acabé comiéndome las galletas. Atisbando a Austin, recordando la conversación que habíamos tenido Clarise y yo en el baño. ¿De verdad le gustaba? Con tanto tiempo como habíamos tenido desde críos, ¿por qué nunca me lo había hecho saber?

    —¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara? —dijo en cuanto me pilló. Me puse roja como un tomate. No acertaba a decir nada sin que se me atropellase la voz. Clarise intercedió por mí.

    —Aquí la menda dice que gracias por tus estupendas galletas.

    —¡Oh! Sé que te gustan. No es nada.

    —Es mucho. Es tu preocupación hacia ella.

    —Y la tuya —respondió a Clarise con complacencia.

    —Bueno. Sí. Cierto.

    Austin me miró y sentí como hormigas en mi estómago. ¿Que no devolviese otra vez!

    —¿Están ricas?

    —Mucho.

    Me acarició el pelo y me acercó hacia el pegándome a su pecho.

    —¡Eres un amor de niña!

    Lo aparté, con los cabellos revueltos en el proceso de liberación. Los peiné, nerviosa. Me venía de perlas en gesto que me ayudaba a distraerme un poco, aunque no a serenarme.

    Austin frunció el ceño.

    —¿Qué ocurre, Er? ¿Sientes reparo a estas alturas?

    —No. Pero... —Suspiré cansada, confusa, notando el corazón palpitando en mis sienes—. Es hora de que me tome otra grajea —agregué mirando el reloj. Buscando mi botellín de agua.

    —¿Estás contando las horas correctas de la toma?

    —No voy a colocarme, si es lo que estás insinuando.

    —No deseo que tengas una sobredosis por querer aliviar tus dolores cuanto antes.

    Clarise nos miraba primero a uno, y después al otro, o sea, a mí, confirmando con una risilla burlona lo que había soltado en el baño como una bomba. Solo faltaba que se atreviera a preguntárselo, fuera delante o detrás de mí. Esperaba que no lo hiciera. Porque Austin era mi hermano de pasos. De años. De amistad; simplemente. Y por culpa de ella tenía que mirarlo con bastante reparo y tan roja como el disco de un condenado semáforo.

    —No va a pasar nada —le aclaré, mostrando una seguridad aplastante. Era cierto. Ya habían transcurrido las horas necesarias para esa medicación, en concreto, según mi doctor. Igualmente observé la grajea de color blanquecino y la regresé al pastillero, devolviéndola a mi bolsillo.

    —¿Y ahora qué? —quiso saber él.

    —Creo que podré esperar un poco más al segundo descanso.

    Se puso en pie y me tendió la mano.

   —Vamos, preciosa. Regresemos a clase.

    —¿Y a mí no me tiendes la mano? —protestó Clarise.

    Sonrió con vehemencia.

    —A ti también. Por supuesto.

    Traté de alejarme todo lo que pude del nuevo con la obsesión de que me provocaba algo extraño su sola presencia. Luego me reía de mí misma. Y así sucesivamente. Aunque no estaba la cosa para tomárselo a guasa cuando, cada vez que me miraba, me sentía atravesando una amplia oscuridad. Me confundía. Me bloqueaba. Me anulaba totalmente. Me producía un bloqueo mental que solo conseguía alejar cuando me distanciaba de él. ¿Quién era Mason? ¿Y por qué hacía eso? ¿Tendría algún don oculto que provocase malestar a quien estuviera en un radio de acción cercano a él? ¡Menuda chorrada!

NOTA DEL AUTOR: Disculpad. Había repetido el capítulo. Un saludo.

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