1.
Me subí al bus escolar; como siempre arrastrando los pies y con desgana, puesto que mi estado de salud me tentaba más a hacer pellas y quedarme en casa, que tener que realizar mi rutina obligada. Después de dos paradas más Austin apareció por la puerta. Ese chico de ojos verdes, morenazo, de carácter alborotado, sentido del humor inagotable y una paciencia casi de santo que en ocasiones yo solía romper cuando lo retaba a soportar mis momentos de tozudez infinita sin el que no sabría vivir que formaba el soporte más necesario para mi existencia junto a Clarise. Se apresuró por sentarse a mi lado. Ese asiento todavía quedaba vacío, además de los que quedaban detrás. Esperaba que no fuesen ocupados hasta que se montase Clarise. Al menos que pudiese ocupar uno de ambos y poder charlar animadamente hasta llegar al lugar al que iba con tanta desgana. El instituto... ¡Como si fuera parte de cuanto me hiciera bien cuando mi cuerpo y mi mente necesitaba otra cosa! Una mucho más diferente, como quedarme metida en la cama llorando como una loca rememorando ese bucle que sigue activo a pesar del paso del tiempo. «Erin, te van a meter en un manicomio como continúes así». «¡Cierra el pico, Pepito grillo!».
—¿Qué pasa, Er? —me preguntó Austin con una risilla burlona.
—Bueno...
Ladeó la cabeza en desacuerdo.
—¿Solo bueno? ¿Cuándo vas a decir que estás para mojar pan, cielito? Que estás cañón y dispuesta a reír hasta que te duela la mandíbula aunque parezcas una loca. Que hoy va a ser un día de esos de puta madre, y punto pelota.
—¡Déjalo ya, Austin! —lo regañé.
Se enderezó algo más serio. Tampoco es que le gustase tocarme el corazón con la punta una daga afilada. Sabía muy bien cómo me sentía desde lo de mi desgracia. Me mostró su sonrisa más tierna.
—Sabes que no lo hago con mala fe. Solo intento animarte, mujer. ¡No hay quien pueda con tu parte malhumorada! Y yo deseo adormecerla un poco y que te sientes mejor.
Asentí. ¡Tenía tanta razón y tantas ganas como yo de que se marchara esa parte más horrible de la que ni yo era capaz de desprenderme!
—Estoy cansada. Ya sabes... duermo demasiado poco. Encima andar medio drogada todo el día.
—Pero mejor es seguir respirando, aunque sea a base de potingues, digo yo. —Me abrazó con la lagrimilla a punto de salírsele por los ojos—. Yo prefiero tenerte conmigo medio drogada, a no tenerte, Er. Clarisa opina lo mismo. Por lo que somos mayoría opinando lo mismo y eso consta. Así que no digas tonterías.
—Lo sé. Y os quiero un montón. Lo sabéis.
Me apartó un poco para mirarme a los ojos sin soltar mis hombros, sujetándome con delicadeza. Conocía mis puntos dolorosos. Aunque fueran todos aquellos que existían en mi maltrecha anatomía.
—No sabes cuánto miedo pasé viéndote estática en aquella cama de hospital, sin abrir los ojos en ningún momento, con todos aquellos aparatos enganchados a ti. ¡Joder, Er! ¡Rezaba por encontrarte con vida en mi próxima visita! Porque abrieras los ojos y me dijeras: joder, Austin, otra vez aquí. ¿Vas a quedarte a vivir en el hospital, o qué? Sería señal de que te encontrabas mejor. Pero no fue así hasta semanas después —confesó él con la mirada acuosa. El verde de su iris se volvía más hipnótico y brillante con la humedad.
—Lo sé. Y te agradezco tanta atención por tu parte. Y por parte de Clarise. Fuisteis mis ángeles guardianes mientras dormitaba. Mientras mi cuerpo trataba de recuperarse de un golpe tan fuerte. Escuchar vuestras voces de fondo me alejaba de desear dejarme llevar por el cansancio y largarme de este complicado mundo.
—Vas a estar bien —me aseguró, como si fuera capaz de saberlo, acariciando mi brazo con dulzura—. Vas a estarlo, Er —insistió con seguridad. Agradecí tanto aprecio dirigido hacia mí. Quería mucho a Austin, la verdad.
—Te quiero, Austin —dije claramente devolviéndole el cariño con reciprocidad—. Os quiero un montón a ti y a Clarise como si fuerais mis hermanos. No me gustaría perderos como a Emily.
Me sacudió despacio en una protesta como si me tratase de la pizarra mágica que había tenido en mi niñez. Aquella que, con solo sacudirla, borraba todo lo escrito en ella. Ojalá todo lo malo se pudiera borrar así. Torció los labios con disgusto.
—Como hables de perder lo que sea te meto un sopapo —me advirtió evitando que pensara más en lo ocurrido con Emily—. Levanta tu mano y prométemelo.
—Sabes que no puedo.
—Deberías —dijo, soltándome para cruzarse de brazos y girar su rostro hacia la ventanilla para ignorarme. Para forzarme a hacerlo. Estaba realmente enfadado—. Mira. Ahí está Clarise. Le diré que te dé su parte de sopapos. Te los mereces —sentenció sin mirarme; dirigiendo la vista hacia donde ella estaba.
Clarise se movía rumbo a la puerta de entrada al bus. Entró adentro acercándose a nosotros. Dándonos un par de besos antes de sentarse detrás de mí.
—¿Cómo lo llevas, Erin?
—Er está de vicio. Ya te lo digo yo. ¡Y como diga lo contrario cobra! —largó Austin ejecutando un mohín de enfado.
—¡Deja que hable ella! —lo regañó ella—. ¿Qué dices, bonita? —me insistió.
—Estoy todo lo bien que podría estar —mentí, observando a Austin de reojo. Seguía mirándome con una mueca de decepción.
—¿Fueron otra vez las condenadas pesadillas? ¡Jolines, ojalá desaparecieran!
—¡Qué van a ser, tontorrona! —respondió Austin por mí—. ¿Sabes? Er dice que nos quiere mucho.
—Un segundo, ¿a qué vino eso y qué me perdí? ¿De qué habéis hablado?
—A que dice que nos quiere mucho y punto —sentenció Austin evitando entrar en profundidad en el tema.
—¡Eso ya lo sé! ¡Y yo a ella! —Me abrazó desde atrás abracando con su abrazo el respaldo de mi asiento y mi cuerpo—. Si necesitas algo solo tienes que pedirlo.
—¿Estar bien? ¿Dormir? ¿Que no me duela nada? ¿Que mi cabeza no desperdicie sus pensamientos en cosas que me dañen?
Me soltó de golpe, bufando.
—¡De acuerdo! Hoy tienes un día de mierda —advirtió Clarise.
Austin levantó las cejas y asintió confirmándolo.
—¡Los putos analgésicos no me hacen demasiado! —confesé a bocajarro—. Escucho cada sonido de mi alrededor al mismo volumen que uno oye cualquier sirena portuaria ¡No lo soporto! Todo retumba dentro de mi cabeza. ¡Ay! —me quejé llevándome las manos a la cabeza.
—Madre mía... Vale, no sufras. Yo te cubro en clase. Apuntaré todo y te pasaré mis apuntes. Te explicaré, de ser necesario. No te ofusques. Austin y yo te echaremos una mano en lo que sea, ¿verdad Austin?
—¡Ah! Sí... sí... titubeó, pillándolo un poco distraído en su móvil—. Desde luego.
—Os lo agradezco. De verdad que sí. Aunque las secuelas del accidente me han dejado medio idiotizada —alegué diagnosticándome como si fuese mi propia doctora.
—¡No es verdad! —se quejó Austin poniendo mala cara.
Yo sabía que sí. Me costaba seguir el ritmo de las explicaciones, de los apuntes, de algunos temas que se me hacían una avalancha de datos borrosos dentro de mi cabeza como quien recibe la información encriptada.
—Eso es por la falta de sueño. No hay otra explicación.
—Y por el golpe que me llevé en la cabeza. En todas partes. Estoy cosida con tuercas y anclajes de titanio —les recordé. A pesar de hacer ya dos años del suceso todavía me dolían las articulaciones como a quien le roza un zapato que le viene muy estrecho, o demasiado grande. No me sentía a gusto con mi nuevo «exoesqueleto». Al menos me mantenía erguida y podía andar y moverme. Pero no se ajustaba bien a mí. No era como si lo hubieran personalizado. Recordé a esos androides de las películas y me reí un poco.
—¿Qué te hace gracia? —quiso saber Austin, confuso—. A ver, que me gusta que sonrías, pero, ¿qué burrada acaba de pasarte por la cabeza? ¡Que te conozco, Er!
—Nada. Ocurrencias mías.
Negó.
—¡Quiero saberlo! —insistió, sacudiéndome, aunque con cuidado. Me quejé igualmente y me soltó de golpe. Dolía. Cualquier movimiento brusco dolía—. Perdona.
—Porque soy como un androide al que han montado con todas las piezas cambiadas y da pena ver cómo se cortocircuita y hace cosas raras.
Austin dibujó una media sonrisa que no se mostró graciosa. Más bien tenía un aura de crítica.
—Pues mira, Ava de Ex Machina estaba muy buena. —Clavó la mirada en mí adrede para ponerme nerviosa—. Y fíjate que tú también lo estás. Er, me encantas. Aunque hagas cosas raras eres auténtica; genuina. ¡Y eso viene de serie! Así que no digas chorradas.
Le di un empujón.
—¡No te pases! Es como si estuvieras ligando conmigo y, yeeejjjj!, suena extraño.
—¡Clarise, no mires! Estoy ligando con Er.
Le di un fuerte empujón dedicándole una mueca airada.
—Reconoce que te encanta.
—Te diré que no me simpatizas —dije, tratando de mostrarme muy seria y no reír. Porque Austin era de lo más gracioso. Pero también de lo más irritante.
—Ya hemos llegado —señalé—. Sujeté mi mochila la cual había colocado en el suelo, entre mis pies—. Preparémonos para bajar.
De inmediato me sujeté la cabeza de nuevo con las manos. El griterío que se escuchó nada más salir del autobús sonó como un redoble de trombones en ella. Me llevé por un momento las manos a mis oídos. Austin y Clarise me abrazaron como si fuera una niña pequeña en mitad de un llanto desconsolado.
—Vale, cariño. Podemos esperar un poco antes de entrar si no te sientes bien —pronunció Clarise en mi oído.
Negué, todavía en medio de ambos. Sentí mareo y un punzante dolor de cabeza. ¿Por qué demonios no me hacían efecto todas aquellas grajeas de distintos colores que había tomado junto al desayuno?
Tardamos unos minutos esperando a que yo me sintiera mejor. Luego nos metimos en el interior de la enorme estructura abriéndonos paso por entre todo aquel amasijo de cuerpos que se movían con el mismo desorden que los usuarios del metro en plena hora punta. Austin me sujetaba derecha para que no me cayera en mitad del camino, moviéndome cuando era para evitar tropezarnos con nadie. Clarise andaba a nuestro caminando lado al mismo ritmo.
—¿Estás mejor, Er? —preguntó Austin sin aflojar el paso. El timbre de entrada a clase estaba a punto de sonar.
No es que me sintiera mejor. Pero tampoco podía estar dando lástima todo el tiempo.
—Sí. Mucho mejor —mentí—. Puedo andar sola. Parezco gilipollas —protesté, revolviéndome un poco para soltarme. Me miró con mala cara. Aunque aceptó.
Llegué como pude a mi pupitre. La clase no tardó en iniciarse. Un nuevo alumno entró en clase y todo el mundo se giró hacia él para mirarle. Fue tan contagioso como un estornudo e hice lo mismo. ¡Hice mal! Pues, cuando su mirada llegó a alcanzarme me sentí extraña. No sabría cómo explicarlo. Pero su sola presencia me incomodaba. Y no podía ser coherente cuando siquiera lo conocía. En un acto reflejo me llevé la mano al abdomen: me entraron náuseas. Y salí corriendo hacia el baño con el profesor de Ciencias naturales, el señor Murphy, gritando mi nombre a lo lejos. No pasé ni por el lado del nuevo. Me sentía como si fuéramos dos imanes que se repelieran de manera molesta.
Continué corriendo por el pasillo en busca del baño tropezándome con los alumnos que llegaban tarde. Alguno de ellos me soltó unos cuantos improperios al impactar. Lo ignoré y no me detuve hasta llegar, abrir la tapa del inodoro y vaciar lo poco que contenía el estómago. Lloré. Lloré como nunca lo había hecho cerrando el inodoro y sentándome sobre la tapa. ¿Qué había ocurrido allí adentro? ¿Fue una crisis de migraña lo que me asaltó coincidiendo con la forzada postura para ver al nuevo? Por mucho que me estrujara el cerebro no podía entenderlo.
Salí afuera y me sequé la cara. Me miré un instante al espejo y me arrepentí. Tenía esa palidez extrema de un difunto. Un difunto. Al pronunciar la palabra en mi cabeza sentí un escalofrío. ¡No era una difunta! ¡Estaba vivita y coleando! Y si el diablo me quería tentar a dejar de estarlo, no iba a dejarle hacerlo. Me froté la frente preocupada por mis lamentables reflexiones. Suspiré recordando que tenía que volver a clase. O de lo contrario alguien vendría a buscarme. Y pasaba de ir a la enfermería. O de ir a casa. En este momento no quería que mi madre se pusiera en plan maternal sin dejarme respirar ni un momento. Porque, cuando ella se ponía en plan maternal terminaba por sacarme de las casillas. ¡Ojalá alguien me prestase su cama, su casa, por unas horas, que estuviera vacía, por supuesto, y quedarme allí atrincherada tratando de alejarme del mundo y de matar esta horrible migraña que conseguía derrotarme!
Regresé a clase. Evite pasar alejada del nuevo estudiante. Era como si mi instinto me dijera que tuviera cuidado con él. Me pareció una estupidez. Solo había sido una crisis de migraña. Solo eso. Y una coincidencia.
—¿Estás mejor? —me preguntó el señor Murphy con todas las miradas puestas en mí. Me puse roja. ¡Qué momento más embarazoso! No me agradaba llamar la atención.
—Estoy... mejor —acerté a responder todavía con la lengua enredada.
—Bien. Toma asiento, por favor.
Asentí. E hice una mueca de súplica para que todos trasladaran la mirada hacia otro lugar que no fuera yo.
Cuando conseguí que lo hicieran y que el profesor de ciencias prosiguiera con la clase me sentí aliviada. Clarise me dio una nota por debajo de la mesa que leí a escondidas.
—Si no te sientes bien lárgate a casa. Lo entenderán. No pueden obligarte a quedarte. Por cierto, fíjate en el nuevo. Es monísimo. Se llama Mason. Puede que sea mi próximo objetivo. Tengo casi claro que será mi objetivo. ¿A que está bueno?
Alargué la mirada con disimulo hasta donde estaba sentado él. Austin también lo observaba, aunque de muy mala gana. Maldije cuando nuestros ojos, los de Mason y los míos se cruzaron. Fue similar a aquella sensación de dejarte caer al vacío. Me agarré a la mesa con fuerza.
—¿Qué diantres...?
Clarise siseó como una serpiente para llamar mi atención. Hizo un par de alzamientos de mentón pidiendo que le explicase. Por qué estaba aferrada a mi mesa con la desesperación con la que lo estaba haciendo. Negué, regresando la mirada hacia el señor Murphy, el cual ya nos estaba oteando con bastante mala uva. Pasaba de que me castigara. De terminar en el despacho del director.
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