Capítulo 2 - Love letters
Tenía aproximadamente veinte minutos de viaje en autobús hasta North Park para llegar a la casa de mi madre.
Guau, qué extraño era llamarla así... «La casa de mi madre». Aunque ella continuara hablando como si fuera nuestra, lo cierto es que desde que me había mudado hacía ocho meses atrás, me sentía algo desconectada del barrio en el que había crecido. Era un lugar muy tranquilo, ideal para familias con niños, pero ya en la adolescencia se volvía desesperante la calma y la monotonía del día a día, razón por la que muchos huíamos al centro de la ciudad. El ajetreo te recordaba que estabas vivo y que todavía eras joven.
De toda la gente de más o menos mi edad que conocía y que solía vivir en North Park, tan solo una había sido la excepción a la regla y continuaba viviendo allí: Carter Hayes.
Sé que parece algo «patético» que un muchacho de veintitrés años siga viviendo con su madre, pero yo creía comprender las razones por las que Carter no había abandonado su casa, aunque él no me las hubiera dado.
Casi todos en North Park conocían la historia de los Hayes: un matrimonio perfecto compuesto por una bioquímica exitosa y un hombre de negocios, con dos hijos hermosos, educados e inteligentes.... Hasta el día en que Peter Hayes decidió tomar sus cosas y marcharse así sin más, para unas semanas después enviarle por correo a su esposa los papeles del divorcio. Siempre se rumoreó que se había ido del país, pero, diecisiete años más tarde, todavía nadie sabía exactamente dónde se encontraba. Ni siquiera su ex mujer, aparentemente. La única información de alcance público era que Hayes siguió ayudando económicamente a sus hijos hasta que alcanzaron la mayoría de edad pero nunca volvió a verlos después de marcharse.
Basándome en esa historia y en los comentarios de que Susan Hayes no había logrado recuperarse de ese abandono, me suponía que Carter había regresado con su madre tras graduarse de la universidad para hacerle compañía. Conociendo la clase de persona que Carter era, estaba muy segura de que esa teoría era bastante acertada.
Si podía rescatar algo positivo de las tristes razones que tenían a Carter todavía viviendo en North Park, era que eso significaba que no planeaba meterse en serio con nadie por el momento. Después de todo, su hermana había dejado el barrio ya casada, hacía cinco años atrás. Por lo tanto, quería creer que lo único que sacaría a Carter de allí sería una relación extremadamente estable y seria (de esas que soñaba que tuviera conmigo).
Me bajé en la parada correspondiente y caminé las dos cuadras que me separaban de la casa de mi madre, pero algo me distrajo antes de terminar de alcanzar mi destino. Estaba a literalmente tres metros de la puerta cuando mis ojos detectaron a Susan regando las macetas con flores en el porche de su casa, ubicada frente a la de mi madre.
Recordé las palabras de Carter e inmediatamente crucé la calle hacia esa casa de dos plantas pintada de amarillo claro, y me aseguré de que mis pisadas hicieran ruido sobre el caminito de concreto para evitar matar a Susan de un infarto cuando la saludara. Ella se enderezó al advertir una presencia a sus espaldas y giró hacia mí justo antes de que una enorme sonrisa le iluminara el rostro.
—¡Ari! —Dejó la regadera y bajó los escalones para acercarse con los brazos abiertos—. ¿Cómo estás, pequeña? ¡Qué bueno es verte por aquí!
—¡Hola, Susan! —La saludé mientras nos abrazábamos—. Estoy muy bien; de maravilla, como siempre. ¿Qué hay de ti?
—Todo en calma por aquí. —Me sonrió, acentuando el parecido con su hijo. Era una mujer muy linda, cincuentona, alta, de buen cuerpo, cabello castaño y ojos pardos—. Nada ha cambiado realmente. ¡Si hasta seguimos teniendo los mismos vecinos! —Ambas reímos y su mirada se tornó algo melancólica—. Pero a ti se te extraña mucho. A veces, cuando llego o me voy, miro en dirección a tu casa esperando verte sentada en el porche con tus cuadernos, escribiendo. Tu abuela me dijo que estás trabajando en una tienda de ropa, pero la verdad es que siempre creí que te dedicarías a la escritura.
Noté que mis mejillas comenzaban a arder.
—No, no. No es lo mío —contesté sonriendo apenada.
—¿Entonces qué tanto escribías en esos cuadernos? —cuestionó Susan, poniendo los brazos en jarra y observándome divertida.
«Pues nada, solo cartas y declaraciones de amor para su hijo». Ups. «¡Ni se te ocurra largar eso en voz alta, Ariana!»
—Ah, nada en realidad —dije, alzando un hombro y soltando una risita nerviosa—. Tonterías de adolescentes.
—¿Cartas de amor, quizás? —sugirió la madre del chico al que le había escrito todas esas cartas, sonriéndome con picardía—. ¿Para algún compañero de escuela? ¿O alguien del barrio?
—¡Ari! —me llamaron desde el otro lado de la calle. Respiré aliviada al reconocer la voz de mi mamá—. La comida ya está casi lista, hija. Te estamos esperando.
—Ya voy, má.
Ella levantó una mano para saludar a Susan.
—Hola, Susan.
—Hola, Nicole. No te preocupes, ya te devuelvo a tu niña. —Regresó su mirada hacia mí—. Bueno, Ari, me ha encantado verte. No dudes en golpear la puerta cuando andes por aquí. Siempre serás bienvenida en nuestra casa. —Me sonrió con ternura y su mano se posó en mi mejilla izquierda—. No puedo creer que ya te hayas convertido en una mujer, que te hayas ido de aquí y vivas sola. Carter me contó que te vio ayer en la tienda donde trabajas. Me dijo que estabas hermosa, pero no me imaginé que tanto.
Como siempre que el nombre «Carter» saltaba en una conversación (aunque no se tratara de mi Carter), los latidos de mi corazón se dispararon. Pero esa vez no fue la mención de su nombre el único motivo que me puso en aquel estado en el que una quemazón irrefrenable azotaba mi cuerpo de punta a punta. ¿En serio Carter había dicho que yo me veía... hermosa?
Mi lengua fue más rápida que mi cerebro.
—¿Se encuentra Carter aquí?
—Sí, pero está durmiendo —respondió Susan—. Regresó muy tarde anoche —agregó con una mirada que claramente decía «sabrá Dios qué habrá estado haciendo hasta esas horas». Yo no quería ni imaginármelo. Últimamente me esforzaba más de lo normal en no recrear en mi mente escenarios que incluyeran a Carter y a otra chica que no fuera yo. Ya había sufrido demasiado en manos de mis indomables y crueles pensamientos—. Pero puedo decirle que vaya a saludarte cuando se despierte.
—Oh, no, por favor —me apresuré a contestar. Por mucho que deseara verlo, más deseaba no tener que hacerlo en el mismo lugar donde estarían mi mamá y mi abuela—. Me iré temprano, de todas formas. Tengo cosas que hacer —mentí, y comencé a retroceder hacia la calle—. Me alegro de haberte visto, Susan. Te prometo que la próxima vez que ande por aquí me acercaré a saludarte.
—Te tomo la palabra, preciosa.
La saludé con la mano y marché hasta la casa de mi madre, sintiéndome a salvo solo cuando entré al pequeño vestíbulo y cerré la puerta detrás de mí. Creía que nunca dejaría de sentirme «extraña» respecto a Susan. Después de todo, era la madre del chico por el que yo suspiraba desde hacía una década y media; y, a veces, solo a veces, cuando ella me miraba, me daba la sensación de que sabía...
Respiré hondo y dejé salir el aire lentamente antes de dirigirme a la sala, donde mi abuela tenía el televisor a todo volumen mientras miraba con mucha atención un capítulo de esos culebrones mexicanos que tanto le gustaban. Ah, ahora ya recuerdo cómo caí yo en El Canal De Las Estrellas...
Arrojé mi mochila sobre uno de los sillones y me acerqué a saludarla.
—Hola, abu. ¿Cómo estás?
Ella me mandó a callar y no giró la cabeza hacia mí hasta que, unos segundos más tarde, aparecieron en la pantalla del televisor los créditos que indicaban el final del capítulo de su telenovela.
—¡Hola, mi amor! —Mi abuela se levantó y se acercó a abrazarme—. ¿Cómo estás, muñeca? ¿Te pusiste más alta?
—No.
—¿Más delgada?
—No, abu. He medido y pesado lo mismo durante los últimos tres años.
Ella me miró recelosa.
—Bueno, pues algo ha cambiado en ti —comentó, observándome detenidamente.
—Me viste hace tres semanas —contesté soltando una risita.
—¿Y qué pasó estos días? —insistió.
Suspiré y eché la cabeza hacia atrás.
—Nada, abu. —Iba a decir «te lo juro», pero no podía mentir así.
No tuve en cuenta que mi abuela era un detector humano de mentiras.
—¡Nicole, tu hija me está mintiendo!
La voz de mamá llegó desde la cocina.
—Déjala en paz, má. Queremos que venga a visitarnos, no que nos evite.
Fui hacia la cocina y abracé a mi madre desde atrás.
—Gracias —le susurré en voz baja.
—Más te vale que tu abuela esté equivocada —bromeó ella, echándole la salsa a los espaguetis que aguardaban en la fuente.
—¿Falta mucho para comer? —inquirió la abuela, entrando a la cocina—. Mi clase de pilates es en dos horas.
—Ya está todo listo, siéntense —dijo mamá, colocando la fuente en el centro de la mesa.
Como siempre, mi abuela se encargó de guiar las conversaciones hacia los temas que a ella le interesaban. Francamente, era una máquina de hablar, y una persona tan inquieta y enérgica que pasar demasiado tiempo cerca de ella podía llegar a agobiarte. A veces me preguntaba de dónde sacaba toda esa vitalidad una mujer de setenta años tan pequeña y delgada. Además de pilates, tomaba clases de yoga, gimnasia acuática, y salía a caminar cuatro veces a la semana con un grupo de señoras que vivían cerca.
Su hija era todo lo contrario, curiosamente: tranquila, pacífica, bastante perezosa cuando de actividad física se trataba. Quizá por eso hacía ya tres años que había cambiado su trabajo de enfermera (sí, gracias a su profesión yo pasé gran parte de mi vida creyendo que quería seguir sus pasos) por el de secretaria de una empresa dedicada a las publicidades.
Oh, ¿mencioné que mi madre es morena? No exactamente negra, su piel es más bien del tono del café con leche, y tiene mucho cabello negro rizado y ojos castaños. ¿Que a quién salí yo tan (demasiado) blanca y rubia? A mi padre, por supuesto. Y a la mezcla de sangre en la familia de mi madre también. Yo era el fruto de la típica historia de amor que nace en la universidad entre el deportista guapo y la chica popular a la que todos desean. Lo de mis padres hubiese sido algo destinado a durar para siempre, si el cáncer no se hubiera llevado a mi padre seis años atrás.
Idealizar a los muertos está mal porque hace que el duelo sea más largo y tortuoso, pero yo podía reafirmar todas las veces que fuera necesario que el mío había sido el mejor padre del mundo. Buscándole el lado positivo a su partida, podía agradecer que su enfermedad me había permitido disfrutarlo un tiempo antes de tener que dejarlo ir. Todas esas veces que la tristeza quería abrirse paso, simplemente recordaba las tardes en su velero, con nuestra canasta llena de provisiones, navegando y abordando cualquier tema de conversación que se presentara hasta que caía la noche y mamá nos llamaba preocupada. Lo extrañaba, sí; pero no dejaba de agradecerle por haberme dado lo mejor de él.
Cuando la abuela se marchó a su clase de pilates, convencí a mamá de ir a caminar un rato al parque Balboa, y luego ella insistió en acompañarme al apartamento. Entre una cosa y la otra, permaneció toda la tarde allí, ayudándome a limpiar y a ordenar un poco.
Al llegar el atardecer, súbitamente recordé algo que Josh, mi mejor amigo, me había pedido que hiciera, y subí a Instagram la foto que él me había tomado la noche anterior, mientras cenábamos juntos en mi apartamento. Su naturalidad y espontaneidad la convertían en una foto realmente bonita, y los likes que comenzaron a llover a los pocos minutos me confirmaron que efectivamente lo era. Pero, pese a que los revisé uno por uno antes de irme a dormir, ninguno resultó ser el que yo buscaba.
No lo entendía. Carter me seguía en Instagram hacía ya un par de años y jamás le había dado like a ninguna de mis fotos; ni siquiera miraba mis historias, pero sí le daba like a las fotos de muchas otras chicas. ¿Por qué tenía que ser yo la excepción? Peor aún: ¿por qué estaba permitiendo que esa tontería me pusiera tan... paranoica? Me sentía estúpida intentando llamar su atención a través de una red social. A veces pensaba que, por alguna razón, él no veía mis fotos; pero mi lado pesimista me susurraba al oído que tal vez sí las veía, y no le gustaban. Fuera como fuese, no sabía por cuánto tiempo más podría seguir con todo esto, ocultando y disfrazando mis sentimientos, siempre quedándome con las ganas de decir la verdad.
Lo más sensato habría sido utilizar la excusa más obvia: le temía al rechazo. Pero como Grace, una de mis viejas amigas, me había dicho una vez: «Si te sinceras con Carter y le compartes tus sentimientos, si le revelas la verdad y él te rechaza, lo único que ocurrirá será que dejarás de malgastar tiempo y pensamientos en algo que nunca ocurrirá». Y la verdad era que ella tenía razón. Siempre lo había sabido, mas nunca me había interesado prestarle atención a sus consejos. De hecho, nunca le había prestado atención a los consejos de nadie, si bien todos sugerían lo mismo: sincerarme de una buena vez y esperar lo mejor, pero estar lista para lo peor.
Mostrarme de acuerdo con lo que todos decían solo podía significar una cosa: aunque yo no lo creyera así, llevaba demasiado tiempo comportándome como si Carter fuera únicamente una fantasía para mí; y las fantasías existen únicamente dentro de nuestras cabezas, pero los sueños están a la espera de hacerse realidad.
Mis amigos tenían razón cuando me repetían que tenía que tomar cartas en el asunto, revelar la verdad y ver qué rumbo tomaban las cosas, aunque no acabara siendo el que yo quería. Decidí que actuaría pronto, que no dejaría que la situación permaneciera así otros quince años más. Vivir de ese modo era tan insalubre como patético.
Pero ni siquiera tuve tiempo de planear lo que iba a hacer. Después de un domingo a solas, poniéndome al día con mis series favoritas, consumiendo comida chatarra y descansando para comenzar la nueva semana que arrancó tan rutinariamente como siempre, llegó el viernes y con él una sorpresa inesperada; la más inesperada de todas.
Me encontraba doblando y acomodando una pila de vaqueros blancos cuando Camila se me acercó de muy mala gana para decirme:
—Alguien te está buscando, Ariana.
—¿Quién? —pregunté, demasiado sumida en mis pensamientos como para prestarle la atención que correspondía.
—No lo sé, un muchacho. Creo que estuvo aquí hace poco, tú lo atendiste.
Los vaqueros que sostenía en mis manos cayeron al suelo. Al darme cuenta me apresuré a juntarlos antes de que se ensuciaran. Camila me los arrancó de las manos.
—Deja, yo sigo con esto —dijo con brusquedad—. Tú ve con el... cliente, o quienquiera que sea.
Si una semana atrás alguien me hubiera insinuado que esa persona que siempre me moría por ver se encontraba a apenas unos metros de distancia de mí, habría girado la cabeza como Linda Blair en El Exorcista; pero esta vez algo me tenía dando vueltas, retrasando el momento por alguna extraña razón.
Contuve la respiración y con el corazón traqueteando dentro de mi pecho, junté coraje y me volví para enfrentar ese par de ojos turquesas con los que soñaba día y noche, durante todos los días de mi vida.
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Nota de la autora:
¡Hola! ¿Qué les pareció el capítulo? Quería introducirlos un poquito más a la vida de Ariana y especialmente hablarles de su familia, pero lo que ocurrió al final... Supongo que ya saben quién la andaba buscando *insertar aquí mil emojis con ojitos de corazones*.
¿Qué querrá Carter? ¿Qué suponen que va a pasar? ¿O qué quieren que pase? Les advierto que a partir de ahora las cosas se ponen demasiado interesantes ;)
¡Gracias por leerme! ¡Espero que les esté gustando la historia! Y si es así, no olviden dejar sus votos y comentarios :)
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