Capitulo primero
El barrio de Chacarita amaneció perturbado. Adentro de un taxi en Corrientes casi Maure habían encontrado el cadáver de un hombre aferrado al volante. A dos cuadras de la estación Urquiza, y a tres del cementerio.
―La forma en que fue hallado el occiso ―dijo el oficial de turno―, nos ha sembrado muchas dudas y muchas preguntas sin respuestas.
Y también había sembrado de espanto a los curiosos vecinos que, horrorizados, alcanzaron a ver el cuerpo antes de que cercaran el perímetro.
Ovidio Jesús Saldaña, de nacionalidad paraguaya ―así constaba en la documentación―, era el chofer del turno de la noche. Tenía las facciones desencajadas, resecas, la boca abierta, los ojos salientes como si mirara hacia adelante. Los pantalones y el calzoncillo por debajo de las rodillas. Pero incluso había algo más, algo que no tenía explicación: Ovidio estaba seco. Más tarde, los del laboratorio dirían que estaba “vacío”, sin una sola gota de sangre. Consumido, como si lo hubieran chupado hasta dejarle marcado los huesos debajo de la finísima piel.
Le asignaron el caso a un novato, el detective Fernando Ferrari. FF, como lo habían apodado en la Vucetich, cosa que a él no le gustaba ni medio.
Luego de intervenir con éxito en cinco casos acompañando al veterano detective Rodolfo Montoya, este era el primer homicidio a su cargo.
En realidad, los cinco casos anteriores se habían resuelto gracias al excelente trabajo de FF y sus nuevas herramientas tecnológicas en las investigaciones. Siempre llevaba su smartphone de cinco pulgadas, en donde registraba y anotaba todo: fotos, datos, testimonios, preguntas, dudas. Hasta se conectaba a la Web para recabar información.
A Montoya, acostumbrado a la vieja usanza, no le caía en gracia. Él prefería las libretitas de escpiral.
Ferrari apareció por la boca del túnel de la línea B de subterráneo. Lo primero que asomó por la escalera mecánica fue su rubia melena desordenada, remontando en el húmedo viento que dejaba el paso del tren. Tras esa corriente, su cabellera retomó su forma, y dejó ver la cara de Ferrari y el último centímetro de cigarrillo en sus labios.
Ya en la esquina de Corrientes y Lacroze, FF vio su imagen reflejada en la vidriera del El imperio. Había mucho movimiento: los recién descendidos pasajeros hacían un alto para tomar un ligero desayuno camino al trabajo.
Con jeans gastados, camisa clásica a cuadros y unas zapatillas All Star rojas, él le dio una última pitada al Parliament y arrojó la colilla hacia el cordón de la vereda. Más que un detective, Ferrari tenía toda la pinta de un rockero.
Dos cuadras más adelante, en el lugar del crimen, estaba Greta ―también novata, pero de la Científica―. Medio cuerpo adentro del taxi, en el asiento del acompañante, lupa en mano, ella revisaba los detalles del cadáver sin sangre. Sus tacones sobresalían por la puerta abierta. En un momento levantó la vista y lo vio venir a FF por la vereda. Sonrió y siguió con la tarea.
Ferrari encendió otro cigarrillo.
―¿Te vas a quedar mucho tiempo así? ―dijo mientras observaba el trasero de Greta.
Ella volvió a sonreír.
―¿Como estás, FF? Dejá de mirarme el culo, ¿querés? Y no me vayas a ―el interior del taxi se llenó de luz, y se escuchó el obturador de la cámara del celular ―, a sacar una foto.
―¿Qué tenemos acá? ―preguntó FF.
―Todavía no lo sé. Pero te aseguro que es el caso más extraño que me a tocado hasta el momento.
―Dejame ver. ―Greta salió del taxi.
―¡Apa! ―se sorprendió FF al ver el cadáver―. ¡Es una momia!
―Paraguaya ―acotó Greta―. A pesar de la apariencia, sus rasgos conservan un parecido con la foto de la documentación encontrada en el taxi.
―¿Era el chofer?
―Hasta hace cuatro horas. La empresa de radiotaxis nos informó de su último viaje.
―¿Qué averiguaron?
―Una pareja de viejitos, clientes habituales que viven a seis cuadras de acá.
―¿Ya fueron a tomarles declaración?
―González ―dijo Greta, señalando con el mentón al policía que interrogaba al del puesto de revistas, que había dado aviso al 911.
―Ahora vuelvo, Greta.
―Ya terminé ―dijo ella―. Voy al laboratorio para analizar las muestras de cabello y las huellas, que son muchas.
―Bien. Pero dale prioridad a las huellas encontradas en la parte de adelante.
―¿Por qué?
FF señaló los pantalones y el calzoncillo del taxista.
―¡Ah! ―dijo Greta con una leve sonrisa―. Comprendo. ―Cerró el maletín con las muestras, le dio un beso a FF y cruzó Corrientes en dirección al subte.
―¡Avisame cuando tengas algo! ―le gritó FF antes de introducirse al taxi.
Greta estiró su brazo exhibiendo el celular. En la vidriera del bar Santa María vio el reflejo de los interminables flashes dentro del taxi.
Pasadas las siete de la tarde, en su departamento de Palermo, FF descansaba en una reposera con los pies descalzos apoyados en la baranda del balcón. Agradecía a todos los santos y al señor de los vientos por las bondades del jacarandá y sus ramas llenas y azules que le daban sombra. La humedad de Buenos Aires y el calor de diciembre hacían transpirar el vaso de fernet con Coca que aguardaba en el piso.
Tenía la notebook abierta encima de su falda, navegaba por el facebook del taxista en busca de un indicio, alguna foto o comentario, algo por dónde empezar la investigación. Pero Ovidio solo tenía fotos de colegialas paraguayas y de Cerro Porteño, el club de sus amores.
En eso estaba, cuando sonó el celular. FF lo buscó de entre los paquetes de papas fritas y maníes, lo levantó a la altura de sus ojos y miró la pantalla: la foto del trasero de Greta.
―Hola ―dijo.
―¿Hola, FF?
―Hola, ojitos de cielo, ¿qué averiguaste?
―Bastante y surtido. Ya te mando un mail con la lista de nombres que obtuve a partir de las huellas.
―¿Hiciste los deberes?
―Sí, como me pediste. Y el principal sospechoso que encabeza la lista es Juan Ignacio Paredes, un albañil.
―Lindo apellido para un albañil.
Los dos se rieron.
―Sí, albañil durante el día en una construcción cerca del crimen y… ¡travesti de noche!
―¡Aaah, la pelotita!
―Creo que tenemos un travesti que se las da de vampiro ―dijo Greta.
―Me parece que a Juan Ignacio le gusta chupar sangre, entre otras cosas.
―Qué chancho sos.
―¿Yo? ¡El albañil es el chancho!
―Sos tremendo.
―¿Qué más debo saber?
―Nada. Bueno… algo medio extraño: encontré las huellas de una chica de diecisiete años. Una desaparecida.
―Otra posible sospechosa, hay que encontrarla.
―Lo veo difícil ―siguió Greta―. La chica desapareció hace cincuenta años.
―Entonces, buscamos a una vieja desaparecida.
―Es un caso bastante raro, ya te dije ―lanzó Greta―. Los diarios de la época siguieron la desaparición durante mucho tiempo, hasta que dejaron de buscarla. La familia la dio por muerta, y hasta la velaron en un cajón vacío donde pusieron una fotografía.
―¿Como se llamaba, o cómo se llama?
―Franchesca.
―Por ahora dejemos a Franchesca. Tenemos un travesti que se lleva el premio mayor.
―Es verdad ―dijo Greta―. Si te apurás, lo enganchás en el trabajo. Además de albañil también es el sereno de la obra.
―Me cambio y voy para allá. Conseguime una foto del albañil.
Entre una cosa y otra, más las combinaciones de subte, FF llegó a Lacroze pasadas las nueve de la noche. Cuando salió por la boca de túnel, el paisaje no era el mismo de esa mañana.
La noche vestía al barrio de Chacarita con distintas ropas. Era otra gente la que caminaba sus calles, la que iba ocupando las mesas de los bares. Ahora eran otras las voces, más pausadas, reflexivas, también había otras miradas. La noche cambiaba las cosas, el ritmo del barrio. Los ruidos del tránsito y las bocinas les cedían lugar a los silenciosos carros de cartoneros, que sus dueños ―familias enteras― venían tirando o empujado desde el otro lado del cementerio.
Ferrari recorrió a pie las ocho cuadras que lo separaban de la obra en construcción. Caminó por las anchas y desoladas veredas de Lacroze, las que durante el día apenas se podían transitar entre un río turbulento de gente.
A su paso, encontró mujeres y niños que preparaban paquetes de cartones, cajas vacías que los negocios amontonaban durante el día. Ellos, las mujeres y los niños, las iban desarmando y apilando. Más tarde, pasaría el padre de familia y los cargaría en el carro. Los más chiquitos, sucios y descalzos, se divertían saltando sobre los cartones para dejarlos bien chatitos.
A FF le vino una imagen de su infancia en la villa La cava. Se vio corriendo descalzo entre casillas de chapa y cartón, por extensos laberintos de callecitas de barro.
Él había podido salir. Encontró una salida. Ojalá ellos puedan salir también, pensó.
Caminó un par de cuadras más, y vio a unas mujeres que se disputaban una esquina. Las mejores esquinas las ocupan los travestis, claro. FF había llegado a ver la triste transformación de algunos pibes en la villa, cómo dejaban de ser pibes para vestir minifalda.
Otra vez el celular. Lo abrió: ahora apareció la foto del albañil, enviada por Greta. El albañil parecía una hermosa chica, mucho más hermosa que las dos mujeres que se disputaban la esquina.
Siguió caminando y dobló en Charlone a la derecha hasta Dumont. Giró a la izquierda y divisó unos volquetes a mitad de cuadra. Un gran cartel mostraba el proyecto terminado de un coqueto edificio de seis pisos, a tono con el paisaje del barrio.
FF espió por una rendija del encofrado del frente de la obra. Por el agujero de una de las ventanas, se filtraba hacia afuera la pobre luz de una bombilla eléctrica y el sonido melancólico de una cumbia santafesina.
Golpeó con fuerza la puerta atada con cadena y candado.
―¡Ia vaaa! ―dijo una gruesa y raspada voz―. ¿Quie anda, quien é?
FF volvió a mirar la foto: la voz de ahí adentro no coincidía con la imagen de la chica que le mandó Greta.
―¡Policía...! ―dijo entrecortado―. Policía Federal.
―¡Ia va! ―repitió la voz.
Y por la rendija, FF alcanzó a distinguir una figura recortada en la pared sin revoque del interior de la obra: un enorme oso gris.
Quitó rápidamente la vista de la rendija, y se apartó unos pasos de la puerta.
Encendió un cigarrillo.
Un tablón de madera crujía al paso del hombre que se acercaba a Ferrari. El tipo abrió el candado y corrió la cadena.
―¿Usté é el polizia?
FF no pudo descifrar con exactitud el origen de la tonada, una mezcla entre paraguayo y chaqueño.
―Detective Ferrari ―dijo él, y enseñó la placa―, de homicidios.
―¿Y qué andá buscando, ché vo, detetive? ―dijo el gigante, desperezandose.
―Busco a Juan Ignacio Paredes.
―¡Pa servirle, ché!
FF paseó la mirada de arriba hacia abajo, como escaneando la abultada imagen de Paredes. Aquel hombre con el torso desnudo, pantalones de grafa arremangados hasta las rodillas y zapatillas sucias de cal y cemento, definitivamente no era el de la imagen del celular.
―¿Usted es albañil?
―Aiudante. Pero ia me le anímo al revoque grueso.
―¡Ah! Qué bien. ―Sonrió FF. Se lo imaginó por un segundo disfrazado de... Sacudió la cabeza―. Creo que me informaron mal. Busco al de la foto. ―Le enseñó el celular.
―Ése é el albañil, che detetetive.
―¿Y usted es el ayudante?
―¡Nooo! Ete no sábe lo que é una cuchara de albañil ―dijo entre risas―. Le iamamo el albañil, porque siempre se cambia en alguna óbra. Io le dejo cambiar acá, y él me háce el favorcito ―dijo guiñando un ojo.
―Ya veo ―dijo FF, mientras el grandote se rascaba las bolas y sonreía.
―Aiá viene ―dijo el grandote mirando por sobre el hombro del detective―. Aiá viene el muy puto, por la vereda de infrente.
Era un flacucho, rubio, de piernas largas y andar amanerado. Cruzó la calle contorneando el cuerpo como una chica.
Cuando quedaron frente a frente, FF le contempló la figura de bailarina; y se dijo que la ropa de hombre le quedaba ridícula. Se dio cuenta de que su largo pelo rubio le había llamado la atención al marica, porque lo fulminó con la mirada.
―¿Y esta quien es? ―preguntó el recién llegado al sereno.
―Detective Ferrari, de homicidios ―FF se anticipó mostrando la placa.
―Ups, perdón. Generalmente suelo tratar con policías más gorditos y pelados.
―No hay problemas. Lo estoy buscando a usted, para ver si puede darnos una mano con una investigación. Se trata de la muerte de un taxista. Como sus huellas aparecieron en el auto…
―¡Ay querido! ―dijo el travesti, afinando la voz―. Mis huellas están en casi todos los taxis de Chacarita. Y si buscás bien, también en algunos patrulleros. ―Y le guiñó un ojo.
―Yo me refiero a un taxista en particular. Ovidio Jesús Saldaña. ¿Lo conoce?
―¡Ayy, ese paraguayo degenerado! ¿No me digas que murió?
―Esta mañana. O mejor dicho, a la madrugada.
―Mire, detective, la última vez que subí al taxi del paragua fue hace una semana más o menos.
―¿Alguien más subía además de usted?
―A Ovidio le gustaban los travestis y las pendejitas de la calle. Era un pedófilo y fiestero el loco. A veces, me pedía cambiar de asiento en el taxi, ¿me entiende?
―Entiendo.
En eso sonó el celular de Ferrari. En la pantalla apareció la imagen del detective Montoya.
―Hola, Rodolfo.
―¿FF? Venite para la avenida Guzman, a la altura del paredón del cementerio, frente a las vías. Hubo otro crimen, otro taxista, le chuparon la sangre igual que al paraguayo.
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