Capitulo diecisiete
Pierre:
— ¿Tenemos idea de quienes fueron los atacantes del lunes? —rasqué mi nuca al tiempo que Malcom tomaba asiento al frente de mí.
—Aún no, Señor. Según lo que Caleb nos contó, todo sucedió muy rápido como para poder identificar a los atacantes —hizo una pausa —, aseguró que eran tres vehículos los que lo perseguían y, de hecho, eran cinco.
Ya casi hacia una semana desde lo ocurrido con Briella y Caleb. Una semana en la que no había descansado nada, moviendo cielo y tierra para encontrar a los hijos de perra que se habían atrevido a atacar a mi hijo.
— ¿Pudieron interferir en las cámaras del tráfico?
—Sí, Señor. Observando las grabaciones fue como descubrimos que eran cinco vehículos. Todos sin una matrícula real.
— ¿Algún rostro se identificó? —La falta de respuestas me estaba agobiando.
—No. Seis veces se revisaron las grabaciones y en ninguna se pudo reconocer un rostro. Los cristales laterales de los vehículos estaban polarizados y los que iban en los asientos delanteros, llevaban gorras oscuras. Imposibles de detectar. Además, puedo asegurar que ellos conocían a la perfección la disposición de las cámaras de tráfico, puesto que se las arreglaron para cubrir un perímetro en dónde no se acercaron demasiado a ellas.
Sí que eran astutos los desgraciados.
—Que vuelvan a revisar las grabaciones —encendí un cigarro —, busca personal nuevo, gente más inteligente que los incompetentes que trabajan para mí.
—Pero, Señor...
— ¡Pero nada! —grité exasperado —. Necesito respuestas y ustedes no me las están dando.
—Estamos haciendo lo posible.
—Lo posible no me vale para nada. Te pago para que hagas bien tu trabajo, no para que "hagas lo posible" —señalé la salida —. Largo de aquí.
Se levantó del asiento con la cabeza gacha y los puños apretados. Abandonó mi despacho en silencio. Bien sabía él que no podía abusar de la autoridad que le había conferido durante todos estos años.
Malcom era un interno excepcional. Pero luego del fallecimiento de su hermana, todo cambió para mal. Me culpaba de algo en lo que yo no tuve absolutamente nada que ver.
Es cierto que nunca estuve de acuerdo en que Camille se relacionara con mi hijo. Odié ese acercamiento desde el principio porque, si bien nadie se percató nunca, yo sí me di cuenta de que esa niña no estaba bien de la cabeza.
Ya tenía un poco de experiencia detectando trastornos en las personas.
Ahora cargaba con la mirada dudosa de Louise, porque temía que era yo el culpable del deceso de su pequeña. Mientras que su hijo estaba seguro de que fui yo quien mandó a colocarle aquellas píldoras debajo de su cama.
Lo que pasó con la madre de mis hijos, no tenía nada que ver con ella.
La puerta de mi despacho se abrió con suavidad y la hermosa cabellera de mi esposa fue lo primero que vi antes de que ella se adentrara por completo en la estancia.
—Querido —su melódica voz era calma para mis oídos —, ¿estás ocupado?
—Para ti nunca, mi hermosa ninfa —me eché para adelante en mi silla, apoyando los codos sobre la madera.
Caminó hasta ubicarse a escasos metros de mi mesa. Se quedó de pie, dándome una perfecta vista de su cuerpo.
Con treintainueve años, Victoria estaba mejor que nunca. Su larga melena rojiza, combinada con sus ojos azules como el mar, le daba un aspecto angelical, extraordinario. Su cuerpo, para nada escandaloso, estaba dotado de todo, de una manera equitativa. Perfecta.
—Tengo que hablar de algo contigo —el tono de su voz se hizo más serio, haciendo que mí vista se desplazara de sus turgentes pechos, hacia sus cautivadores ojos.
— ¿Qué sucede?
—Hoy la vi. —Su comentario hizo que me tensara en mi puesto —. Es decir, la vi bien, con más detalle, no como el día en que la trajeron herida.
Se refería a Briella. No había dejado que la viera cuando la traje desde Bali. Quería aplazar esta conversación todo lo posible. Era muy incómodo para mí, tocar este tema.
— ¿Cómo la viste? ¿Estaba fuera de su habitación? —fingí tranquilidad.
—No, para nada —esta vez fue ella quien se tensó.
Me había desobedecido.
—Quiere decir, que tú fuiste a su habitación.
—Lo siento. No pude aguantar la curiosidad —balbuceó —, no entiendo el porqué de prohibirme que la vea.
No quiero que te encariñes como mi hijo.
—Ven —la llamé, señalando mis piernas —, siéntate conmigo.
Obedeció sin chistar. Paseó su cuerpo alrededor de mi escritorio y se sentó sobre mis piernas. Arropé su cuerpo con mis manos. No podía enfadarme con ella por haber ido a conocer a Briella. Era algo inevitable que se cruzaran ellas dos.
— ¿Qué tienes que decir al respecto? —interrogué.
Cepillé su cabello con mis dedos, dejando que su olor a jazmín me embargara. Ella pensó su respuesta. Dudaba en decirme lo que yo ya sabía.
—Es tan parecida a él —susurró.
—Lo sé, querida. Lo sé —besé su frente.
—No puedes hacerle daño a ella, Pierre —su respiración se hizo pesada.
Sé que no. Pero ya lo estoy haciendo. No puedo dar marcha atrás.
—No lo haré, te lo prometo.
Se separó de mi lado, incorporándose sobre sus pies nuevamente. Una melancólica sonrisa se dibujó en sus labios antes de dirigirse a la salida sin hablar. Antes de tomar el pomo de la puerta, llamé su atención nuevamente.
—Cariño...
— ¿Sí?
— ¿Dónde está Caleb?
Bajó la cabeza antes de responder.
—Con la niña Melodie.
Odiaba que llamara así a mi hija. Ya no era una niña aunque todo el mundo la tratara como una.
Solo yo podía llamarla así.
—Está bien. Ya puedes irte.
***
Subí las escaleras que daban al ático de la mansión. Allí se encontraba la habitación de Melodie. Era el sitio más amplio de la propiedad, el más luminoso y también, el que más detestaba.
El sonido de un piano se escuchaba más claro a medida que me iba acercando a la puerta. Sí estaban juntos. Tocando el piano.
Como cuando eran pequeños.
Como cuando ella aún estaba aquí.
Abrí la puerta con sigilo, asegurándome de que no notasen mi presencia desde el principio. No quería que dejaran de tocar. Hacía mucho tiempo que no lo hacían.
El lugar estaba tan lleno de luz como siempre. Hace muchos años mandé a instalar un panel de cristal en mitad del techo del ático, para darle una sensación de espacio.
No.
Cierto. No era para darle espacio. Era porque mi niña una vez me dijo que quería ir al cielo. Y yo de imbécil le regalé esta habitación, para que estuviera más cerca de las nubes.
¿En qué momento me alejé tanto de ella? De ellos.
El lugar estaba ambientado por unas paredes de color rosa pálido. Tan pálido como ella. Un gran ventanal de cristal con marcos de acero pulido adornaba la vista frontal de la habitación, añadiendo más luminosidad. Su cama, en el extremo opuesto, quedaba a un lateral de la puerta en la que yo estaba parado. Cubierta por un edredón de color rosa, más fuerte que el de las paredes, y repleto de pequeñas almohadas con distintos tonos del mismo dulce color.
En otra de las paredes, había una gran biblioteca de madera empotrada en la estructura de la casa, repleta de ejemplares clásicos y modernos, toda abastecida por mí. En secreto. Era yo quien me encargaba de darle los mejores libros para que se instruyera sobre el mundo que había fuera de su habitación.
Esa misma biblioteca de madera, tenía la entrada a su vestidor. Otro de nuestros juegos en su infancia. Siempre quiso tener una habitación con una puerta secreta y que mejor, que el clásico estante lleno de libros. Nada le faltaba en cuanto a prendas de vestir, zapatos y accesorios. Todo esto por obra de mi amada Victoria, que se preocupaba de que Melodie estuviese linda como una princesa.
En la única pared que quedaba libre, estaba posicionado el gran piano de cola, de color negro. Mandado a hacer, según sus propios gustos. Era una niña muy exigente.
Como yo.
Y allí estaban ellos dos. De espaldas a la puerta en donde me encontraba. Sentados uno al lado del otro en el pequeño banquillo del mismo color del piano. Melodie descansaba su cabeza en el hombro de su hermano, mientras que este la deleitaba con una impecable interpretación de "Claro de Luna", de Beethoven.
Me quedé de pie, disfrutando de la interacción tan sana que tenían mis dos herederos. No podía mentirme sobre mis sentimientos hacia mi pequeña.
Ella nunca fue un error. Fue una bebé tan deseada como Caleb.
Pero luego de que nació, todo se torció en la familia. No digo que haya sido su culpa, porque ella no escogió nacer. Pero su madre, mi hermosa Madeline, se apagó luego del segundo parto. Los episodios depresivos de mi mujer la transformaron a tal punto que comenzó a autolesionarse: "Es mi vía de escape para centrarme en la realidad. Necesito sentir el dolor para continuar."
Sus palabras hacían eco en mi subconsciente.
Intenté brindarle a los mejores especialistas en el tema, pero ella se negó siempre: "Yo no estoy loca, Pierre. No necesito un psiquiatra."
Ciertamente no lo estaba, pero eso no restaba el hecho de que necesitaba ayuda.
Los niños siguieron creciendo, y nuestro matrimonio se fue deteriorando. Admito que no fui un santo. No soy buena persona y no me escondo para vivir. Pero ella siempre supo mi estilo de vida. Desde que me conoció, era así. Ella me aceptó. Aunque ahora, luego de tantos años, creo que se quedó conmigo porque pensó que su amor podría curar todas las heridas que tenía este pobre diablo.
Pero hay heridas que no cierran. Veces en las que ni el tiempo es suficiente para sanar, para olvidar o para perdonar. Ni todo el amor del mundo es suficiente para mejorar cuando se tiene el corazón tan seco como el mío.
Llegó un punto en el que temí por mis hijos. Pero no quería alejarlos de su madre. Sabía de sobra lo que era vivir sin una.
Todo hasta aquella noche, en la que fue ella, quien intentó alejarme mis hijos. Porque en sus episodios de paranoia, era yo, quien se había convertido en una amenaza. No pude tolerar el hecho de que quisieran arrebatarme a los míos.
Ya lo habían hecho una vez, no lo soportaría de nuevo.
La decisión de enviarla a aquella clínica, nos afectó tanto a Caleb como a mí. Melodie aún era muy pequeña como para sufrir a conciencia la partida de su madre. Incluso llegué a entender el repudio que mi hijo mayor sentía por mí. No pudo hacer nada para evitar perder a su progenitora, y yo tampoco.
¿Lo peor de todo? Nadie lo sabía. Intenté proteger tanto a mi esposa, que no le conté a nadie sobre su condición. Ni siquiera Louise, mi mano derecha, se enteró sobre lo que ocurría con Madeline.
Yo solo batallé con su depresión. Yo fui el único que la abrazó durante sus ataques de ansiedad y calmé con paciencia sus episodios de histeria. Me volví un obseso del orden, inspeccionando cada rincón de mi casa, desechando cada objeto filoso o punzante, todo para que no se hiciera daño. Lloré en silencio, viendo como la más hermosa de las flores que había conocido, se estaba marchitando entre mis manos y yo no podía hacer nada para frenarlo.
Pero en mi intento por aislarla de las miradas acusadoras del mundo que todo lo arruina con sus críticas, me convertí en un machista que no dejaba a su mujer, ver la luz del sol. Aquella noche, cuando una ambulancia se la llevó bajo la atenta observación de todos mis empleados, fui el monstruo, el terrible villano que, aparte de ser pieza clave en la mafia de su país, también había arrastrado a su mujer a la locura.
Una lágrima descendió cautelosa por mi mejilla y quise limpiarla, pero me encontré con dos pares de ojos curiosos, detallando mis gestos. La música había cesado, y yo estaba tan absorto en mis recuerdos que no me di cuenta de que mis hijos habían notado mi presencia.
—Papá —pronunció Melodie, acercándose a mí.
— ¿Qué haces aquí? —la secundó Caleb.
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