Prólogo
Sus últimas palabras antes de morir fueron «¡Hijo de puta!», y ni siquiera sabía a quién estaban dedicadas. No tenía tiempo para preguntas, y mucho menos para respuestas: la vida se escurría frente a sus ojos, en una catarata de sangre que brotaba de su mano izquierda.
Las sienes le dolían y apenas podía respirar. Tenía el cuello partido y la garganta a punto de desgarrarse. Le habían arrancado dos dedos de un disparo, y el hombro le palpitaba de dolor. Estaba blanco, o rojo, o amarillo, o violeta. El color no importaba un carajo; solo le bastaba saber que estaba a punto de morir. Y que nada ni nadie haría algo al respecto.
A su lado, había un aerosol. Pintura negra en un recipiente de aluminio de cuatrocientos mililitros recién estrenado. Había tardado un buen tiempo en dejar de rodar, pese a que la cicatriz que un pie le había dejado había sido profunda. Lo inerte contemplaba a lo inerte. Los restos de pintura se esparcían por el suelo y la pared, y el aroma a petróleo se fusionaba con el inconfundible olor a sangre. Todo era caos, confusión y muerte.
A lo lejos, una sombra completaba el cuadro de la tragedia. Actitud intimidante y algo esquiva, pistola en mano y una falsa actitud de temeridad. Una bala perdida le había arrancado parte de la axila y el dolor le hacía sufrir como un desquiciado, pero él no estaba dispuesto a ceder. No todavía. Atravesó las matas y avanzó hacia el galpón con recelo, casi como si esperara que su enemigo se pusiera de pie y le pegara un tiro en medio de la frente. Pero nada de eso ocurrió.
El moribundo, incapaz de dar pelea, alzó la bandera negra y llamó a la Muerte con sus últimos suspiros y ella, obediente, apareció de inmediato. Caminaba sin prisas, consciente de que nada ni nadie se lo arrebataría. Vestía de negro, al igual que quien lo había herido, y cargaba su tradicional guadaña a cuestas. No tenía rostro y tal vez eso era lo más aterrador de todo. Lo único que destacaba era su sonrisa perversa y su gelidez demoníaca.
Ella lo observó un momento y sonrió de una manera perversa. Colocó el dedo índice sobre el corazón de su víctima y esperó uno, dos, tres segundos. Luego, como si se compadeciera de su sufrimiento, hundió su larga y pútrida uña en la carne de su víctima poco a poco hasta alcanzar su corazón. De pronto, todo se volvió negro. El corazón del joven se detuvo y solo quedaron sus pensamientos. Ya no sentía dolor, ya no sentía nada. Estaba muerto.
—Departamento de Emergencias Policiales. ¿En qué puedo ayudarle?
—Buenas noches —saludó el otro, como si la cortesía importara un carajo en ese momento—. Encontré a un joven muerto en el parque.
—¿Cómo dice?
—Un cadáver, un difunto, un fiambre —insistió el otro—. Un m-u-e-r-t-o.
—Cálmese, ¿quiere? —le ordenó el oficial.
—Lo siento. Estoy nervioso.
—Ahora dígame en dónde está.
—En un bar abierto las veinticuatro horas. Mi teléfono se quedó sin batería y creí que lo mejor sería…
—No —lo interrumpió—, no usted, el cadáver. ¿Dónde está el cadáver?
—En el Parque de Bute, señor. Una mano le sangraba y creo que le faltaban algunos dedos. Un disparo, quizá.
—A eso lo juzgaremos nosotros —sentenció el oficial—. Siga, por favor.
—Tenía el cuello torcido o tal vez roto. No creo que pudiera respirar mucho tiempo.
—De acuerdo —El comisario tomó notas en su tableta—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Claro.
—No cualquiera anda por el parque a las 3.05 de la madrugada.
—Eso no es una pregunta.
—Conteste.
—Tengo mis razones —repuso el otro, escueto.
—Y las conversaremos luego —sentenció el oficial—. Ahora bien, ¿podría decirme cómo lo encontró?
—Paseaba por el parque, de regreso a mi casa y decidí echar una meada rápida. Apunté a la hierba y noté algo raro. Ya sabe, a veces, el pasto está tan alto que apenas puedes ver lo que hay debajo. Y entonces lo encontré.
—En resumen, usted meó el cadáver —dijo el comisario, en tono mordaz.
—Por accidente —insistió el otro.
—Déjelo. ¿Estaba solo?
—Sí, oficial.
—¿Solo solo?
—Creo que se entiende.
—Está bien. —El encargado resopló por lo bajo—. ¿Vio algo más?
—Alguien escribió en los muros de un galpón y la pintura está fresca.
—¿Un grafiti?
—Digamos que sí.
—¿Alcanza a leerlo?
—No, señor. Las luces estaban apagadas y mi teléfono no tenía batería.
—No se preocupe —lo tranquilizó el comisario—. Enviaremos un móvil enseguida. ¿Puede esperarnos en el bar en diez minutos? Tenemos un par de preguntas para usted.
—De acuerdo.
—Adiós —saludó el oficial, y colgó.
Debió hacer esa llamada y confesar la verdad desde el principio, pero no lo hizo. Jamás lo haría. Primero, porque ese puto Departamento de Emergencias Policiales no operaba en esa ni en ninguna otra ciudad del desarraigo desde hacía más de diez años. Y segundo, porque no le hacía mucha gracia hacerse amigo de la policía cuando acababa de matar a un hombre.
Me emociona muchísimo comenzar con este nuevo proyecto. Estoy probando con nuevos narradores y técnicas de escritura y me encanta ver que los resultados son los esperados.
¡Gracias por acompañarme en el primer capítulo de esta aventura!
Actualizaré miércoles y sábados a las 17 h Argentina 🇦🇷
xxxoxxx
Gonza.
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