Capítulo 8
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«Escocia no admite a tiranos ni corruptos. Este referéndum fue un fraude y tengo pruebas irrefutables que lo demuestran». (Isobel Weir al Parlamento Escocés, 23/12/2021).
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—¡Puto Boyd! ¡Cierra el culo de una puta vez! —gritó un joven desde el balcón—. ¡Son las ocho y media de la mañana!
—¡Negrata, apúrate, que esta mierda me tortura los oídos! —exclamó otro mientras escupía el auto de Boyd desde la distancia.
El Mercedes de Boyd tocaba el claxon como un maniático y Sirhan se apresuró a salir para evitar los malos tratos. Bajó las escaleras a toda velocidad y esquivó a un par de muchachos peleadores que lo insultaban desde sus apartamentos. Segundos después puso un pie en la calle, fue recibido por un aluvión de flashes y micrófonos.
—¿Qué se siente que Wyatt haya clasificado a las finales y tú no?
—¿Crees que tienes chances de ganar la semana que viene?
—¿Te sientes a gusto con tu nuevo jefe? ¿Qué es lo que menos te gusta de él?
—¿Alguna vez te sentiste discriminado por tu color de piel?
—Dicen que hablaste con Finlay después de la carrera, ¿eso es cierto?
—¿Tienes planeado participar en las carreras finales del año?
Sirhan ignoró a los reporteros de segunda y avanzó hacia el vehículo escoltado por dos guardas. Estaba claro que las decisiones apresuradas de Boyd despertaban mucha controversia en el desarraigo. «Tendrán que guardarse las preguntas para otra ocasión» pensó Sirhan con sorna.
—Pasa, campeón —le dijo Boyd—. Afuera es un infierno.
—¿Siempre es así?
—Persiguen a los novatos, los campeones y los controversiales. Tú eres de los primeros y yo de los terceros, así que acostúmbrate.
El conductor apretó el acelerador y dispersó a los curiosos. Algunos periodistas los siguieron una parte del camino, otros prefirieron adelantarse y emboscarlos de nuevo cuando llegaran al Graham. Sirhan disfrutó de los preciados minutos de paz y aprovechó para sacarse una duda de encima:
—¿Podré participar de las carreras finales del año? —preguntó de pronto.
—Me temo que no, campeón. El reglamento exige que lleves aquí un mínimo de tres meses.
Si bien la noticia era desalentadora, al menos Sirhan sabía que su jefe decía la verdad. Hasta entonces, Boyd se había manejado con gentileza y había seguido los estatutos al pie de la letra, pero a Sirhan le costaba creerle. Esa figura de Dios Salvador Metomentodo que había mostrado desde el principio aún no lo convencía. Sirhan reconoció que le costaba desprenderse de las primeras impresiones, como si cada uno no pudiera forjarse a sí mismo mil veces.
—Aquí nomás, Hake —le indicó Boyd—. Trataré con los periodistas a mi manera.
Hake apretó los frenos y el Mercedes se detuvo en la puerta del estadio. Sirhan y Boyd bajaron y avanzaron hacia la entrada, siempre rodeados de los hombres de blanco. Esta vez, los periodistas no estorbaron, y Sirhan se preguntó cuál sería la manera de Boyd de tratar con ellos. Estaba seguro de que los insultos y los fucks you no eran demasiado efectivos.
Cuando alcanzaron el estadio, Sirhan se asombró: con los fanáticos enloquecidos, los humos de colores, las banderas y las apuestas millonarias, el Graham parecía a punto de estallar. En la pantalla desfilaban estadísticas, videos y avatares de los corredores, y Sirhan no tardó en localizar a Wyatt. «Después de todo, tiene un parecido a Mendes y Jonas» pensó, divertido.
—Palco uno, asientos trece y catorce —les indicó el encargado.
—Sube tranquilo —le dijo Sirhan a Boyd para no estorbar—. Te alcanzo en un minuto.
—Está bien, pero que sea la última vez. Sabes que no me gusta que se compadezcan de mí.
Mientras esperaba, Sirhan se encontró con una cara de topo que había frecuentado sus últimas pesadillas. Ni bien lo vio, Finlay deslizó una sonrisa feroz y se le acercó, provocador. Sirhan esperaba palabras rudas y las tuvo:
—¿Has venido a admirarme, novato? Hasta que no aprendas a jugar sucio serás un patético espectador.
Finlay le dio otro fuerte golpe en el intercostal y avanzó hacia la pista. Repitió la táctica con un par de entrometidos y se perdió entre la muchedumbre. La pantalla indicaba que era el favorito de la gente y Sirhan temía por la suerte de Wyatt.
—¡Ya puedes subir! —gritó Boyd.
Sirhan se acomodó en las gradas y Boyd le entregó un vaso de Coca-Cola. El rubio tenía el teléfono en la mano y aún no había apostado por ningún corredor. Mientras se decidía, tranquilizó a Sirhan:
—No te preocupes —le dijo y acomodó el arma en el bolsillo de su americana—. Finlay puede ser rudo, pero es inofensivo.
El Graham era un descontrol: la carrera estaba a punto de comenzar y las tribunas estaban repletas de bengalas y papel picado. Los corredores se acomodaron en la pista y esperaron el momento de comenzar. La voz del estadio empezó a presentarlos uno por uno y el público estalló en vítores.
Cuando escuchó el nombre de Wyatt, Sirhan se puso de pie y empezó a alentarlo como un desquiciado. Su amigo les agradeció el apoyo con una sonrisa protocolar y se apresuró a colocarse en el taco. Estaba preocupado. Tenía la mirada fija en la pantalla, casi como si estuviera hipnotizado, y el ceño fruncido. «Busca el nombre de Boyd» pensó Sirhan, extrañado. Como si fuera una señal, el rubio tomó su teléfono y concretó una apuesta espectacular.
ALAN FINLAY (1)
Boyd B•175.000 (hace 5 segundos)
El rostro de Wyatt se desfiguró y las cámaras captaron el momento exacto en el que dejaba caer la mandíbula. Parpadeó un par de veces y, ni bien se aseguró de que era verdad, apretó los dientes con fuerza hasta que sus labios sangraron. Estaba furioso y confundido y apenas podía mantener la concentración. Gracias a una jugada de último momento, Finlay quintuplicaba las apuestas de los demás corredores y se convertía en el favorito indiscutido.
—¡¿Qué haces?! —exclamó Sirhan, tan alto que un hombre de lentes que se hallaba cerca suyo apenas pudo contener una risilla.
Boyd permaneció en silencio. Tenía la mirada fija en la carrera y una insondable cara de póker. Sirhan lo miró a los ojos, pero el rubio ni se inmutó. Apenas movió las manos para acomodarse algunos mechones de cabello que se precipitaron sobre su rostro; por lo demás, su cuerpo estaba estático. Recién cuando el árbitro dio la voz de «A sus puestos», Boyd esbozó un intento de respuesta:
—¿Será que por la plata baila el mono?
Sirhan no comprendió las palabras de su jefe y se refugió en el silencio. Boyd disimuló una sonrisa de satisfacción y se preparó para el comienzo de la carrera. Visto desde la distancia, Wyatt parecía más pequeño y más débil que nunca.
—¡En sus marcas! ¡Listos! ¡Fuera!
Ocho jóvenes salieron de los tacos a toda velocidad, en una evidente partida en falso. No habían alcanzado a dar tres pasos cuando uno de los competidores acabó en el suelo gracias a una gentileza de su vecino de carril. La multitud celebró la caída; la carrera prometía un espectáculo digno de una final.
Wyatt se deslizaba a una velocidad envidiable, pero no conseguía posicionarse entre los cuatro mejores. Detrás suyo, tres muchachos se retorcían de dolor en el medio de la pista. Uno de ellos se había sacado la rodilla y gemía como un desquiciado, y los otros dos se habían golpeado un brazo contra el cemento. Algunos fanáticos los ayudaron a levantarse con un «¡Arriba, maricas! ¡Les faltan huevos!» y el joven de la rodilla dislocada les levantó el dedo corazón.
A veinte metros de la meta, Wyatt esquivó una violenta zancada de su rival y alcanzó la cuarta posición. Estaba claro que no ganaría, pero Sirhan jamás dejó de alentarlo. «¡Tú puedes! ¡Tú puedes!» gritaba, como si eso sirviera de algo. Deseaba con toda su alma que Wyatt le diera a Boyd una lección que jamás olvidaría.
Apenas restaban diez metros de la línea de meta cuando Finlay se acercó al joven de pies grandes que iba primero. La multitud enloqueció y bramó por sangre, sudor y lágrimas. Finlay les prometió que no los defraudaría y extendió el brazo para dar un violento zarpazo a su rival. Pero un error de cálculo hizo que Alan trastabillara y besara el asfalto. Sirhan sonrió. «Te lo mereces, cara de topo» pensó mientras Finlay se ponía de pie.
El triunfo de Pie Grande despertó la indignación mayoritaria. Los pocos apostadores que habían confiado en él celebraron un enriquecimiento instantáneo, mientras que los seguidores de Finlay deslizaron una catarata de motherfuckers y sons of the bitch.
Como era de esperarse, Alan alcanzó la segunda posición, pero eso no aplacó la furia de los apostadores. Para no ser menos, Boyd deslizó un «¡Me cago en la putísima madre!», y Sirhan reprimió una sonrisa. El hombre del cigarro se acercó una banca más.
—¡Te lo mereces! —arremetió Sirhan—. ¡Traicionaste a Wyatt y aquí tienes los resultados!
Boyd enmudeció, cargado de impotencia, y dejó que el tiempo pasara. El silencio se rellenó con palabras abstractas, aleatorias, asonantes, y Sirhan no se atrevió a romperlo. «Callar habla más de ti que todo lo que puedas decir» pensó.
El tipo del cigarro no perdió oportunidad y se sentó junto a Boyd. Sirhan lo reconoció: era el joven demasiadofamoso/demasiadopeligroso que había visto el primer día. El muchacho sonrió con sorna y le dio a Boyd una palmadita en la espalda.
—No triunfas ni cuando apuestas por los míos, Boyd —lo provocó, pero no recibió respuesta—. Eres un caso perdido.
Sirhan se volteó y observó al muchacho con detenimiento: iba de camisa y pantalones negros y tenía unas zapatillas Gucci recién estrenadas. Su aspecto era pulcro, quizá demasiado, y el cabello oscuro le caía sobre la frente en dos ondas extravagantes. Un intenso aroma a marihuana salía de su boca de dientes rutilantes, y una mueca divertida se dibujaba en sus labios. El joven se acomodó los lentes, miró a Sirhan y le dijo:
—Tú debes ser el nuevo, ¿verdad?
—Apártate, Ted —intervino Boyd.
—No le haré daño, solo quiero presentarme, aunque creo que ya lo has hecho. Ted Webster —añadió e hizo una reverencia burlona.
—Sirhan Bay.
—Acabas de encontrar a un diamante en bruto, Sirhan. Más bruto que diamante.
Ted sonrió de su propio chiste y encendió un nuevo cigarrillo. El aroma a marihuana le evocó a Sirhan la imagen de su padre, pero la agresividad de Ted no tardó en borrarla. Al parecer, lo anterior solo había sido el prefacio.
—Veo que tu estrategia de reclutar novatos por pura corazonada sigue en pie, Boyd. De verdad no puedes con tu genio —dijo Ted, burlón, mientras daba una calada a su cigarro—. Ríndete de una vez. Persigues un recuerdo porque sabes que no podrás lograrlo de nuevo. Tú eres el pasado y mis corredores son el presente. Yo soy exitoso y tú, un fracasado.
—Cállate.
—Toco madera —dijo Ted y agarró una viga cercana.
—¡Que te calles, mierda! —exclamó Boyd.
Ted arrojó el cigarro por las escalinatas sin preocuparse en apagarlo. El cilindro rebotó contra el piso y el fuego se extinguió de a poco. Sirhan retrocedió un banco y se preparó para lo que mejor sabía hacer: correr.
—¿Que te calles, mierda? Te recuerdo que esta mierda es tu jefe.
—Tú eres una mierda, la gente es una mierda y la democracia es una mierda.
—Y tus corredores son una mierda —contraatacó Ted—. Y yo no voy a pagar las consecuencias de tu mierdero.
Ted se puso de pie y alcanzó la cabeza de Sirhan. El contacto lo estremeció y Sirhan batalló en vano para liberarse. Ted se entretuvo con él un buen rato hasta que Boyd le ordenó que parara:
—Aléjate de Sirhan.
—Alexander, Alexander The Great —contestó Ted, enigmático, mientras regresaba a su asiento.
Sirhan no supo por qué, pero aquellas palabras ofendieron a su jefe más de la cuenta. Ted gozaba con su impotencia, su mirada cargada de orgullo, su rostro caído y su corazón débil. Boyd deslizó la mano con sutileza sobre el bolsillo de su americana, y los pocos curiosos que andaban cerca se dispersaron en todas las direcciones. Sirhan los imitó.
Luego, vino lo inevitable. Boyd destrabó el seguro de la Pietro Beretta y disparó. Pero la bala se perdió en la nada, a una distancia abismal de Ted. A Sirhan le sorprendió que, con todo a su favor, Boyd hubiera fallado. Incluso pensó que no lo había matado solo porque no quería hacerlo.
Ni bien oyeron el primer y único balazo, dos hombres de blanco se materializaron de la nada y los retuvieron a la fuerza. Sirhan, que se había mantenido al margen en todo momento, también sucumbió a sus malas formas. Un oficial de cabello dorado le retorció el brazo y Sirhan bramó de dolor. «¡Salvajes!», pensó. «Salvajes encargados de imponer la civilidad».
—Tú te vienes con nosotros.
—Pero yo…
—Pero yo, las pelotas —contestó el tipo rubio— Camina.
Sirhan vio que el otro oficial había tomado la silla de Boyd y lo ayudaba a bajar con delicadeza. Estaba claro que a esos hombres le importaban más los discapacitados veteranos que los negros novatos. «Más cuando el discapacitado tiene dinero y poder, y el negro no», reflexionó Sirhan.
—Sube.
El oficial rubio le abrió la puerta trasera del coche y ocupó el asiento del conductor. Antes de sentarse, Sirhan memorizó la placa —AF20 ADP— y comenzó a recitarla en todas las direcciones posibles. A0F2 PDA; 2AF0 DAP; 0FA2 DPA… Recién cuando dominó el 2APF0DA, se aseguró de que no la olvidaría.
El conductor, ignorante de los desvaríos de Sirhan, arrancó el coche y avanzó con rumbo desconocido. Sirhan simuló no ver las miradas que el oficial le dirigía desde el espejo y se pegó a la ventanilla trasera. Así, vio que varios peatones regresaban al estadio, cerveza en mano, dispuestos a disfrutar la noche. «La nueva normalidad», pensó Sirhan.
—Bienvenido a la sede de los Ases de Picas —le dijo el rubio, sarcástico—. Tendrás una estancia muy agradable aquí.
La sede de los hombres civilizados era un edificio inmenso pintado de blanco, coronado con un inmenso as de picas en la punta. Un par de ases estaba en la puerta, con sus fusiles de asalto y dos pastores alemanes agresivos. Las ventanas estaban enrejadas —los calabozos, según Sirhan— y las cámaras de seguridad se movían de un lado al otro como desquiciadas.
—Baja —le dijo el rubio, y Sirhan bajó.
El oficial lo obligó a avanzar a fuerza de empujones —aunque Sirhan hubiera caminado sin ellos— y le susurró palabras agresivas al oído. Sirhan notó que el rubio evitaba tocarle la piel para no contagiarse de la enfermedad que significaba ser un negro. «El infierno es lo mínimo que te mereces» pensó Sirhan.
Entraron a la sala de interrogatorios y el tipo rudo le indicó que se sentara frente al escritorio. Sirhan obedeció. El oficial desapareció un momento y regresó con una tableta y un lápiz óptico, dispuesto a tomar nota de sus declaraciones. Sirhan evitó el contacto visual y mantuvo la calma. «Cuando eres inocente, no tienes nada que temer» se dijo.
El oficial narró su versión de los hechos, y Sirhan la complementó con algunos detalles que su interlocutor creyó imprescindibles. El rubio deslizaba el lápiz a toda velocidad y resaltaba algunos aspectos con círculos exagerados. Quizá fue por su excesivo interés que Sirhan evitó mencionar a Alejandro Magno. Sabía que el macedonio era clave para entender el problema y no dejaría que el tipo rudo descubriera la verdad.
—Creo que esto es todo —dijo el oficial y dejó la tableta sobre la mesa.
El tipo abandonó la sala y regresó con un sello digital y un código QR. Estampó su nombre —Jim Cown— y el de Sirhan al pie de página y repasó sus notas para asegurarse de que todo estaba en orden. Sirhan lo miró a través del reflejo del vidrio y memorizó su rostro por si volvían a encontrarse.
Sirhan distinguió unas cejas largas, una nariz con forma de gancho y unos labios hirsutos que le daban un aspecto rudo, de hombre de mal. Tenía el cabello teñido —aunque estaba claro que había sido rubio de pequeño— y los brazos tonificados. No debía tener más de diecisiete años, pero su impronta denotaba una gran madurez: su uniforme estaba siempre planchado y sin manchas, y su escritorio era una oda al orden.
—Muy bien, muchacho. Me aseguraré de que no intentes violar la ley nunca más en tu perra vida.
Sirhan se puso de pie y amagó con darle un apretón de despedida, pero Jim lo ignoró y se llevó la mano al bolsillo. Justo cuando pensaba que el rubio le haría el famoso chiste del fuck you, el oficial sacó un llavero y comenzó a jugar con la argolla, divertido. Ambos sabían lo que ocurriría a continuación.
—¡¡Esto es injusto!! —protestó Sirhan y se resistió a avanzar.
—¡Cierra el culo y camina! —le ordenó Jim y le dio un fuerte empujón—. Negro de mierda —dijo entre dientes.
Sirhan deslizó una mueca de disgusto y permaneció atornillado en su sitio: no cedería ante los golpes ni las palabras rudas del oficial. Jim debió empujarlo una vez más para ayudarlo a entrar en la celda. Ni bien lo logró, se apresuró a dar las dos vueltas de llave y correr el cerrojo. Con el león detrás de la jaula, ya no debía preocuparse. Sirhan era inofensivo.
—No seas exagerado, tampoco el para tanto —le dijo al ver que Sirhan batallaba con los barrotes—. Te sorprendería saber lo útil que es para calmar a los jovencitos revolucionados.
Boyd apareció en la sede alrededor de las once de la noche. Tenía las manos esposadas y era escoltado por tres policías que arrastraban su silla con cuidado. Jim caminaba delante, con los brazos en la espalda y el rostro severo. No hacía ni decía nada y parecía desprovisto de sus malos modos, de su barbarie. «Tiene miedo», pensó Sirhan.
—Pasa —le ordenaron y Boyd ingresó a la celda.
Minutos más tarde les alcanzaron unos bollos de pan y un recipiente con agua. Sirhan devoró la comida con avidez —hacía casi doce horas que no probaba bocado— y dejó los restos en la bandeja. Un centinela no tardó en recogerlos y se marchó sin despedirse. A los pocos minutos, las luces se apagaron, y Sirhan sintió que su cuerpo se dormía. Intentó resistir, pero ya era demasiado tarde.
—Droga —fue lo único que logró decir antes de caer en las tinieblas.
Hasta acá llegamos con el capítulo de hoy. Espero que la nueva edición lo haya hecho muchísimo más dinámico e interesante.😄
Como ya es costumbre, les dejo el meme del día:
Y también un dato curioso: en un principio, el apellido de Jim no sería Cown, pero un cambio a último momento hizo que se llamara Jim Vaca.
¡Nos vemos el sábado!
xxxoxxx
Gonza
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