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Capítulo 36

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«McNabbs, llegó mi momento de recuperar el mando. (Carta de Rhona Greer al Teniente Coronel McNabbs,  1/1/2019).
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Si vuelvo a tropezar contigo, no seré tan amable.

Fagler.

—Hijo de puta —masculló Sirhan con los puños y los dientes apretados.

De pronto, la voz del estadio interrumpió sus cavilaciones para llamar a los competidores de la carrera número doce. La suya.

—Mierda.

Sirhan se olvidó de la nota un momento y se apresuró a culminar los preparativos. Sacudió la cabeza para liberarse de las malas energías y dio un par de saltos en el lugar antes de continuar. No tenía tiempo para guardar la mochila en el casillero, así que la dejó junto al banquillo para no retrasarse. Si continuaba con su actitud despreocupada, los apostadores no le confiarían ni un solo bard.

Una multitud embravecida lo recibió entre vítores y abucheos, en una curiosa combinación que le recordó su primer día. Sirhan atravesó la pista a un trote mesurado para no perder las fuerzas y comprobó que la mayoría de los jóvenes continuaba con la vista fija en la pantalla.

Aliviado, serenó la marcha, y notó cómo las apuestas se multiplicaban bajo su nombre. Ni se preocupó en buscar el nombre de Boyd; suponía que aquella etapa de mutua desconfianza había terminado hacía rato.

Suspiró al sentir por última vez la dureza del taco bajo sus pies y sacudió la cabeza para liberarse de sus cavilaciones. «Concéntrate», se dijo. «Terminarás la última carrera como el mejor o no harás nada más en tu puta vida».

Deslizó un rictus al notar que el árbitro era el mismo de la primera vez y que lo había reconocido. Miró de soslayo a los competidores y estudió sus estrategias de salida. A aquellas alturas, conocía los nombres de la mayoría y algunos rumores. Alan se asomaba desde el extremo contrario, con el cabello recogido en una coleta.

—¡En sus marcas!

Consciente de que no sería el único, Sirhan deslizó los dedos sobre la línea blanca y exhaló un par de veces. El árbitro lo vio y sonrió con sorna mientras cargaba la pistola para dar el disparo inicial. Algunos corredores murmuraban palabras de aliento que la multitud convulsionada ahogaba. Sirhan se obligó a concentrarse: debía ganar.

—¡Listos! ¡Fuera!

Antes de que el disparo saliera, ocho muchachos se abalanzaron a toda velocidad sobre la pista, por lo que el árbitro debió esperar unos segundos antes de apretar el gatillo para no volarle los sesos a ningún corredor. Finlay había realizado una salida magnífica y ahora llevaba la delantera. Sirhan se prometió que acabaría con él de una vez por todas.

De pronto, se oyó un ruido seco y el primer corredor se estampó contra el asfalto. Una delgada línea de sangre salía de su nariz, y su rostro estaba rígido y frío. Nadie socorrió al muchacho, ni siquiera el equipo médico que estaba al borde de la pista. Incluso, algunos espectadores insultaron al cadáver para ayudarlo a levantarse.

Sirhan iba en quinta posición, con los sentidos alertas a cualquier peligro. Varios corredores habían adoptado una actitud agresiva y se abalanzaban unos contra otros. Un segundo competidor voló por los aires gracias a una brutal zancadilla de su vecino de carril y obligó a Sirhan a hacerse a un lado. Quedaban seis.

—Ya es hora de que beses la lona de nuevo, negrata.

En lugar de asustarse, Sirhan rio. El falso tipo rudo era un joven escuálido que no sería capaz de matar ni una mosca, pero que tenía los ojos inyectados de sangre. El Quijote Poseído —como lo llamó Sirhan— apenas le dio tiempo de avanzar cuando amagó una fuerte patada en la entrepierna.

Falló. Unos escasos centímetros hicieron que Sirhan esquivara el botín y continuara en carrera. Sin embargo, los tapones metálicos le habían dejado un fuerte raspón que comenzaba a dolerle.

Con el camino allanado, Sirhan identificó a su próxima víctima: un muchacho con una remera de Pink Floyd al que no dudó en llamar Luke Howland. «Bienvenido al boulevard de los huesos rotos», pensó mientras se preparaba para atacar.

Se deslizó sobre la pista con la agilidad de un felino y se colocó en el carril adyacente. Como una pantera bien entrenada, se abalanzó sobre su presa y le dio una brutal patada en las costillas. Howland se estrelló contra el piso y sus costillas fracturadas se sacudieron como un sonajero. Un tercer joven apenas pudo esquivarlo y le clavó los tapones a la altura de las caderas. Los gemidos de Howland fueron atroces.

«Uno menos, faltan dos», pensó mientras forzaba la maquinaria un poco más. Toda su atención estaba enfocada en Finlay, quien perseguía al muchacho que iba a la cabeza, un híbrido entre Jace Wayland y Edward Cullen. Finlay siseaba como una cascabel alrededor de su víctima, y Jace Cullen esquivaba sus artimañas una por una sin quitarle el ojo de encima.

Finlay intentó mil maniobras diferentes y hasta debió jugar limpio para comprobar si así era capaz de superar a su rival. Sirhan acortó distancias y observó cómo Alan se deshacía de sus malos modos durante un rato.

De pronto, todo el estadio oyó el crujido de una mandíbula y Jace acabó en el piso. Finlay le había dado un bestial derechazo bajo el mentón que el otro no había visto venir, y había recuperado la primera posición.

Sirhan se acercó a Jace y notó que el joven se ponía en posición fetal para defenderse de cualquier golpe. Inhaló con fuerza, tomó impulso y dio un ágil salto para pasarlo por encima, pero Jace frustró sus planes.

—Hijo de puta —masculló Sirhan cuando el otro extendió la pierna y lo hizo besar el cemento.

Humillado, se puso de pie, pero ya era demasiado tarde para alcanzar la primera posición. Uno de sus últimos intentos de coronarse de laureles había fracasado. Aun así, Sirhan continuó su avance e intentó entrar entre los mejores sesenta y cuatro tiempos. Y lo logró.

Su nombre apareció en la decimoctava posición, lo que lo habilitaba para el resto de las carreras. Había tenido un desempeño brillante, aunque no tanto como le habría gustado. Al menos, tendría otra posibilidad para demostrar quién era el mejor. Por lo pronto, debería contentarse con ver el rostro de Finlay en la inmensidad de la pantalla.

—Fue una lástima que cayeras, novato —le dijo el cara de topo—. Si no puedes con un marica, entonces tampoco podrás conmigo.

Sirhan se ahorró la catarata de insultos y se unió a la fila que avanzaba rumbo los vestuarios con prisa. Aburrido, Finlay se dio vuelta y disfrutó los halagos de la multitud. La suerte de un negrata caricúlico le importaba tres pedos.

—¿Estás bien, Sir? —Wyatt se apareció detrás de una de las gradas—. ¿Necesitas una venda?

—Está bien, gracias —repuso Sirhan, aunque las manos y el trasero le dolían bastante—. Con el calmante será suficiente.

Wyatt se hizo a un lado para que los demás jóvenes pudieran pasar. Él había ido a los vestidores hacía unos minutos, cuando aún no estaban atestados de gente.

—Estaremos juntos en la próxima carrera —le informó Wyatt mientras señalaba la pantalla.

Sirhan elevó la mirada y comprobó que estaba en lo cierto. Leyó su nombre como si fuera la última vez que lo veía y estudió a sus competidores. Comprobó, con temor, que eran unos salvajes.

—Quieres decir que competiremos en la próxima carrera —le retrucó.

El otro asintió, y Sirhan reconoció a un temible rival. Wyatt parecía estar muy dispuesto a cumplir su promesa.

—Ya lo sabes, amigos en cualquier parte menos en la pista —remarcó.

Ambos o ninguno. Pase lo que pase, no dejaremos que su decisión final nos separe.

—Bueno, creo que iré a cambiarme —dijo Sirhan y dio por sentada la disputa—. Ya casi estamos en hora.

Se despidieron y Sirhan se encaminó hacia los cambiadores. No quiso voltearse; estaba seguro de que tenía los ojos de Wyatt clavados en la espalda. Se apresuró en perderse entre la multitud para volverse invisible, un ente entre tantos otros.

Por fortuna, los vestuarios se habían vaciado y ahora solo quedaban los novatos y los negligentes. Con el tiempo en contra, Sirhan no pudo hacer más que buscar una toalla y secarse el sudor. Abrió el casillero seguro de que Wolf no jugaría con fuego dos veces en un mismo día. No se equivocaba.

Sonrió al descubrir que conocía a su enemigo más de lo que creía y dejó su ropa a un lado para buscar la toalla. Hurgó y hurgó, seguro de que estaba en alguna parte, pero la voz del estadio lo obligó a apurarse. Tendría que usar la de repuesto.

Escrutó la sala y se sorprendió de que la mochila siguiera en su sitio, tan inmóvil e imperturbable junto al banquillo. Sonrió con sorna y recordó que nadie siente la tentación de robar lo que ya tiene.

Por accidente, pateó la mochila mientras se sentaba y comprobó que estaba más pesada de lo que creía. Repleta de equipamiento deportivo de última tecnología, estaba a punto de estallar y no podría soportar ni un soquete más. Sirhan abrió el bolsillo de adelante, pero no encontró lo que buscaba.

—¡Comienza la segunda vuelta! —anunció la voz del estadio—. Se preparan los corredores de la carrera número uno.

Los jóvenes rezagados abandonaron los vestuarios a toda velocidad, aún sin acabar los preparativos. Sirhan sonrió y los vio perderse por la puerta mientras amagaba con descorrer el cierre. Cuando lo hizo, se llevó una desagradable sorpresa.

—¿Y esto?

Parecía cabello humano, aunque estaba más rígido que de costumbre. Sirhan dio un segundo vistazo y comprobó que lo era. Palpó algo duro y decidió quitar la toalla para observarlo con más detenimiento. Arrugó la mochila y la bajó contra el suelo. El envión fue tal que arrojó el contenido sobre el piso.

—¡La puta madre! —exclamó al ver lo que se había detenido delante de sus pies.

Era un cráneo humano. Estaba boca abajo y Sirhan no se atrevió a voltearlo. Los restos de sangre seca que salían del cuello del cadáver ahora manchaban sus botines impolutos.

—Se preparan los corredores de la carrera número dos.

Una vez más, la voz del estadio lo liberó de su sopor y lo obligó a actuar con rapidez. Sirhan inhaló y exhaló antes de tomar la cabeza. Estaba boca abajo, pero sabía lo que se encontraría. Con quién se encontraría.

La volteó con parsimonia, como si de ese modo fuera capaz de contener sus gritos. Poco a poco, aparecieron esa tez morena, esos labios grandes, esa sonrisa que monopolizaba su rostro, ese cabello enmarañado. Un escalofrío lo recorrió durante eternos segundos, y Sirhan apenas pudo controlar su pulso para que la cabeza no se le escapara de las manos.

—Stone —murmuró, aún sin poder creerlo.

Una acidez carcomió el esófago de Sirhan y lo obligó a serenarse. Para eso habían desaparecido el cadáver de Stone: para cortarle la cabeza. Al parecer, Wolf ponía en juego más elementos de los que Sirhan había imaginado.

Wolf era letra infantil y robótica; era naranja y toronja; era galpón; era pintura; era vigilia; era pistola; era buzón; era cartero. Y ahora también era Neil Bein o, más bien, su asesino.

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