Capítulo 32
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«Tenienta Coronel. Esa palabra ni siquiera existe». (Carta abierta de Thomas O'Connor, brigada del ejército británico, a Rhona Greer, 14/2/2018).
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—Tienes todo a tu favor. Sabes cómo termina la historia; ahora solo debes cambiarle el final.
Eran las siete de la mañana y las palabras de Kate aún lo torturaban. El sol intentaba abrirse paso entre unos nubarrones dispersos y acompañaba el camino de Sirhan rumbo al salón de juegos, un camino lleno de terror e incertidumbre.
Llevaba un cuchillo de cocina con cuidado de no convertir su campera en jirones y no le quitaba el ojo a cualquier objeto que se moviera a merced del viento. Avanzaba en zigzag, pegado a las paredes, para evitar a los guardas con aspecto amenazante que salían de los edificios. Más de uno lo miró sorprendido; no cualquiera andaba en la calle a esas horas.
Esta vez, el garito no le pareció tan amigable. Las luces de neón que antes brillaban con fuerza ahora solo eran tubos sin color ni gracia que se enroscaban alrededor de unas paredes descascaradas.
Sirhan avanzó hacia la puerta y no supo qué hacer. El pitido se activó antes de tiempo y lo incitó a entrar. Abrió la puerta en silencio para no llamar la atención, pero las bisagras estropearon sus planes. Un sonido agudo lo obligó a apretar los dientes mientras ponía un pie en la sala.
Miró hacia los lados un momento. No había nadie. El mostrador estaba vacío y el silencio rellenaba cada rincón. A la luz del sol, se veían las cicatrices que los tacos dejaban sobre los muros y un parqué que aún estaba húmedo. Un cartel de Precaución: piso mojado hizo que Sirhan se detuviera y comenzara a aplaudir.
—¿Hola? ¿Hay alguien aquí?
Como respuesta, alguien se sacudió del otro lado. Sirhan oyó unos cuantos bufidos, unos pasos arrastrados y un fuerte bostezo. A los pocos segundos, las cortinas se sacudieron.
—Diga.
Era el mismo hombre de la tarde anterior. Esta vez, llevaba la camisa arrugada y las ojeras típicas de alguien que ha trabajado durante toda la noche. Tenía los ojos rojos y un hedor nauseabundo en la boca.
—Ayer me olvidé una campera sobre aquel sofá —le indicó Sirhan con el índice.
El hombre frunció la nariz y se dirigió hacia la computadora. La encendió y rellenó la espera con algunos chasquidos y gotas de saliva. Sirhan sonrió al ver que el cacharro aún funcionaba con Windows 7.
—Déjame ver —dijo el encargado—… ¡Aquí está!
Giró el monitor y le enseñó la pantalla. Una imagen de mala calidad mostraba su americana en primera plana, rodeada por la Beretta y la navaja italiana. Sirhan suspiró en voz baja; los empleados no habían tardado demasiado en descubrir sus verdaderas intenciones.
Simuló no ver la mirada inquisidora del encargado mientras se debatía qué hacer. Por fin, asintió. Como respuesta, el hombre sonrió y comenzó a teclear como un maníaco.
—¿Sabes a qué hora fue?
—Alrededor de las siete. Siete menos diez, quizá.
El otro sonrió con suficiencia y desvió la mirada una vez más hacia el monitor. Sus dedos se movían a toda velocidad.
—Aquí dice que alguien más vino a reclamarla anoche —le informó con los ojos fijos en Sirhan.
—¿Se la llevaron?
—No —aclaró el tipo—, pero es extraño. Fue por la noche. Alguno de mis compañeros debió recibirlo y olvidó llenar las fichas. Pasa a menudo —lo tranquilizó—, los jóvenes de hoy en día son bastante despistados.
Sirhan levantó sus cejas, extrañado. Sus rodillas flaquearon, pero intentó mantener la compostura. Llegaría al fondo del asunto costara lo que costara.
—¿Hay algo más?
—Marcaron la casilla de «Entregado» y la borraron a los pocos segundos —le indicó—. Iré a ver si puedo encontrar tus cosas.
El hombre desapareció tras la cortina con una sonrisa cortés y comenzó a hurgar en el saco de objetos perdidos. Regresó minutos más tarde, campera en mano. Sirhan suspiró y le agradeció en silencio. El encargado colocó la americana, la navaja italiana y la semiautomática sobre el mostrador. No faltaba nada.
—Esto es todo, ¿verdad?
—Sí. Muchísimas gracias.
Sirhan no se detuvo a comprobar si el cartucho estaba lleno y guardó la Beretta en el bolsillo sin hacer preguntas. Un nuevo pitido acompañó su salida del garito de juegos.
Caminó hacia su apartamento con una falsa sensación de seguridad. Su mano se había amoldado a la forma del arma y extrañaba su textura cuando no lo tenía. Trabar y destrabar el seguro se había vuelto una peligrosa adicción.
Ya había amanecido y algunos valientes caminaban por las calles en pantalones de pijama. Los sábados tenían el trajín propio de los partidos de fútbol; los jugadores avanzaban rumbo al Graham en sus autos deportivos y esquivaban a los fanáticos al son de los cláxones. Detrás de ellos, una larga fila de Ases controlaba la circulación.
Sirhan subió a la acera al ver que un Audi blanco se le acercaba. El coche pasó a una velocidad prudencial y mostró el logo de los Bravos. Quizá se trataba de Doron; quizá no. Sirhan tampoco quiso averiguarlo. El mero recuerdo del cuerpo desnudo y sangrante de Stone aún le daba escalofríos.
El guarda de los fines de semana ya había tomado la posta y se llevaba un porro a la boca. Sirhan deslizó un saludo tímido e impersonal que el otro no correspondió. Ambos tenían asuntos más importantes que atender.
Aunque tenía prisa, Sirhan subió las escaleras como cualquier otro día. De tanto tener el arma en la mano, había comprobado que faltaban algunas balas. «Ratas de mierda», pensó y se prometió comprobarlo ni bien entrara a su apartamento. No era habitual que alguien sacara un fierro de la nada.
Descorrió el cerrojo y, sin más, colocó la Beretta sobre la mesa. Limpió con la mano las migajas de la tarde anterior para no desconcentrarse y dejó la navaja a un lado. El metal hizo un ruido seco al toparse con la madera que lo hizo estremecerse.
La semiautomática estaba caliente. Sirhan evaluó el peso con las manos una vez más y confirmó que estaba más liviana. No había dudas de que los hijos de puta le habían robado el cartucho.
Deslizó el cargador sobre la mesa y descubrió que había dos balas menos. Aquello no le sorprendió. Tampoco lo hizo un papel blanco que apenas podía verse, oculto entre los proyectiles. Alguien había abierto la pistola en su ausencia.
Recordó una vez más al sujeto misterioso, la casilla borrada y la falta de pistas mientras contaba las balas en voz alta. Cuando quitó la última, la nota cayó sobre su palma como consecuencia de la gravedad. Sirhan sonrió con inquina para disimular su temor y la tomó entre las manos sin animarse a abrirla.
—Cada uno sabe dónde le aprieta el zapato —predijo antes de desdoblarla.
No se sorprendió ni un poco al comprobar que su intuición no había fallado.
Misma carta, mismos días, mismas frases. Un espejo perfecto, una farsa que solo le daría una semana más de vida. El plazo se extinguía al igual que sus latidos y lo obligaba a entrar en acción.
Necesitaba romper ese maldito patrón de una vez por todas para obligar a Wolf a cometer un error. Los planes de su enemigo iban mucho más allá de una simple parodia. ¿Y si había algo de verdad en esas afirmaciones que pudiera ayudarlo a descubrir a su asesino? ¿O debería conformarse con un juego de sís y nos?
Cambió de planes; esa noche no iría al galpón. Guardaría su segunda pregunta para más tarde. Dejaría de ser un cordero para convertirse en lobo.
Cerró los ojos y le pidió ayuda a Dios como un hipócrita. Como era de esperarse, el Padre no hizo nada.
Llevaba un crucifijo en la mano izquierda y la pistola en la derecha, como si la vida y la muerte pudieran caber en sus puños. Sirhan elegía revivir el dolor. Y el dolor podía resumirse en una sola palabra.
Stone.
El dolor tenía un rostro y estaba coronado por una sonrisa; el dolor tenía un cuerpo y estaba desnudo, magullado, sangrante y desangrado. Cinco letras que le hacían recordar otras cinco.
Daren.
No había ido a su funeral y deseaba darle una última despedida, aunque quizá ya no tenía sentido. Recordaba las palabras de Doron con claridad, sus gestos esquivos, su mirada tensa. Sus ojos habían supurado llamas cuando se despidieron y su advertencia había sido clara. Pero, aun así, Sirhan se atrevía a desafiarlo.
—¡Taxi!
El chofer volanteó de pronto y el chirrido de los frenos atravesó la cuadra. Sirhan se preguntó cuánta prisa podía tener ese tarado para andar a más de cien kilómetros por hora en medio de la carretera. El otro abrió la puerta como si nada hubiera ocurrido y lo recibió con una canción a todo volumen.
—Dígame.
—¿Va al cementerio?
—¿Cómo dice? —insistió el otro.
—¡Que si va al cementerio, mierda! —gritó Sirhan, ofuscado.
El otro bajó el volumen de la música, carraspeó en voz alta y preguntó una vez más.
—¿Adónde va?
—Al cementerio —repuso Sirhan con profundo desagrado.
—En marcha.
El taxista activó el contador y volvió a rellenar el silencio incómodo con música. Era una de esas canciones en coreano que tanto habían sonado en los años veinte. «BTS», reconoció Sirhan al instante mientras abría la ventanilla para salvarse del aturdimiento.
m'I os iskc fo hsit aekf leov, aekf leov, aekf leov.
I ananw eb a dogo nma tusj rfo uoy.
Sirhan bufó. Detestaba que el mejor recuerdo que la gente tenía de una época fuera una simple melodía, como si no hubiera más importante en el mundo que una poesía barata de tres minutos. Cerró los ojos y deseó poder recordar tantas cosas tan bien como las letras de las malas canciones.
Un nuevo chirrido reveló que habían llegado a destino. Sirhan asomó la cabeza, vio a dos jóvenes que salían por la puerta principal sin poder contener las lágrimas e intentó mantener la calma. Ya había llorado demasiado.
—¿Sabe dónde está la oficina del encargado? —preguntó de pronto.
—¿Qué oficina? —repuso el taxista, extrañado.
—¿No hay ninguna oficina por aquí?
—Debes ir solo. Las tumbas están ordenadas por fechas de fallecimiento y no es difícil encontrar a quien buscas.
—Muchas gracias —repuso Sirhan mientras bajaba del auto.
Le dio un billete de diez bards y el taxi desapareció de su vista al instante. Sirhan suspiró de alivio y estudió el lugar un momento.
No había ningún enrejado ni pilares de mármol que tuviera que pasar para llegar al otro lado. De hecho, un generoso artista callejero había garabateado la palabra cementerio en la acera para orientar a los perdidos. Tras el alambre podían observarse las primeras tumbas y, por ende, las más antiguas.
Sirhan inhaló con fuerza y, cuando se sintió listo, atravesó una pequeña puerta herrumbrada que evitaba que los animales pasaran. Las bisagras crujieron a su paso en una expresión lastimera.
Dentro, el panorama no era tan diferente. Se trataba de un cementerio para adolescentes, pero los desalmados que se paseaban entre las lápidas estaban avejentados. Muchos apenas despegaban las suelas del piso y levantaban polvillo con cada paso que daban; otros iban rápido y llevaban alguna corona, velas u objetos personales que creían valiosos.
—Mierda —murmuró Sirhan al ver que las fechas y los nombres eran ilegibles—. Esto va a ser más difícil de lo que esperaba.
Forzó la vista y logró divisar algunos números y letras aisladas. «Al menos, es algo», se dijo. Siguió la fila infinita de lápidas y se topó con algunos muchachos de ojos enrojecidos y varias jóvenes desconsoladas, pero no se atrevió pedirles ayuda por miedo a interrumpir una procesión interna. Prefirió seguir solo.
A medida que avanzaba, notó que la tierra comenzaba a ablandarse y que había pequeñas montañas a los lados. Estaba cada vez más cerca. El atardecer lo obligó a encender la linterna de su teléfono y avanzar a paso de hombre. Buscó un buen rato hasta que, por fin, la encontró.
La lápida era de esas piedras mal talladas que se fabricaban en serie. Habían preferido poner el nombre y prescindir del apellido. No era extraño; Sirhan había notado lo mismo en otras tumbas y había llegado a creer que se trataba de una moda. Tampoco era quien para juzgarla.
—Stone —murmuró.
Se aferró con fuerza al rosario y lo enroscó en su mano izquierda. Las lágrimas corrieron a caudales y Sirhan no se atrevió a detenerlas, aunque apenas le permitieran hablar sin ahogarse.
—Ar n-Athair, a tha air nèamh. Naomhaichte d ’ainm, thig do Rìoghachd, thèid do thoil a dhèanamh air an Talamh mar a tha i air Nèamh.
Recitaba el Padrenuestro con melancolía, con la inevitable sensación de creerse un farsante. Detestaba recordar a Dios solo cuando era necesario.
—Amén —murmuró al acabar.
Se puso en cuclillas y le dio un último beso a la piedra. Apenas podía creer que su amigo pudiera estar allí abajo, reducido a un cúmulo de huesos podridos. Y todo por su culpa.
—Perdóname, no fue mi intención —le dijo a los restos de Stone—. Todos cometemos errores.
De pronto, Sirhan tragó sus lágrimas. Había alguien en los alrededores. Extrañado, dio media vuelta y notó que la sombra se había detenido en una lápida cualquiera para no levantar sospechas. Su manera de caminar, sostenida más en el empeine que en los talones, era inconfundible.
La misteriosa silueta que había aparecido en el galpón resurgía para ponerlo en jaque. Había elegido el peor lugar; ahora solo necesitaría más un buen empujón para sepultar a su enemigo a diez metros bajo tierra.
Sirhan suspiró, tomó coraje y comenzó a caminar hacia la sombra. La oscuridad lo obligó a sortear las tumbas una por una y chocó varias veces contra las piedras. El otro ni se inmutó y continuó arrodillado delante de una lápida que estaba junto a un viejo árbol.
De pronto, la silueta se puso de pie con un salto. Acababa de ver a Sirhan. El hijoputa miró en todas las direcciones mientras se llevaba la capucha a la cabeza y avanzó rumbo a la salida a trote continuo.
Sirhan lo dejó ir. La silueta continuó su carrera sin tropezar en ningún momento; estaba claro que conocía el terreno de memoria. Se perdió tras la verja de entrada y la luz de la calle reveló que tenía algo alargado en la mano izquierda y que iba vestido de negro. Y eso no tenía nada que ver con el luto.
—Corre, cagón, corre —le dijo Sirhan mientras intentaba ubicar el árbol que lo había ocultado.
Minutos después, tropezó con una raíz que sobresalía de la tierra y supo que había llegado. Aunque en un principio había creído imposible encontrar la tumba indicada, una colilla de cigarrillo a medio apagar y un fuerte aroma a hierbas le simplificaron el trabajo. Sirhan frunció la nariz y reconoció el olor. Marihuana.
Enfrente suyo había dos tumbas que a primera vista parecían iguales. Sirhan notó que algo colgaba sobre una de ellas y se acercó poco a poco para averiguarlo. Se trataba de unos botines o, más bien, de sus restos. Sirhan encendió la linterna y comprobó que eran unos Nike Zoom Beast 2.0 que habían estado de moda hacía unos tres años.
Se acercó aún más para leer el nombre del fallecido, pero el barro que se había formado alrededor de la fosa le jugó una mala pasada. Su pie se encalló en el lodo y se salvó de un esguince gracias a una maniobra de último momento. Como resultado, sus rodillas se hincaron en la piedra y su rostro se detuvo a medio centímetro de la inscripción.
El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.
Descubrir el nombre del muerto no le sorprendió demasiado. De hecho, lo había esperado con ansias.
Alexander Duff. 23 de enero de 2034.
La fecha encajaba con el relato de Boyd y todo comenzaba a cobrar sentido. El rubio no había mentido en ningún momento.
Sirhan se puso de pie y sacudió los restos de tierra fresca que se habían adherido a sus rodillas. Un fuerte olor a pintura impregnaba el lugar. Se desplazó con suma cautela para evitar nuevos accidentes y rodeó la tumba hasta encontrarlo. Detrás de la lápida alguien había escrito un número siete en rojo.
En otra ocasión, le hubiera parecido un detalle sin importancia. Sin embargo, en la séptima posición y con una semana de vida, las cosas eran muy diferentes. Lo peor era que Ted lo sabía tan bien como él.
¡Holaaa! Acá Gonza reportándose. Interesante capítulo, ¿no creen? 👀
Nos vamos aproximando a los últimos capítulos (igual faltan varios, tranquis) y las revelaciones comienzan a ser explosivas. ¿Sospechás de algún personaje?
El dato curioso de hoy es que Sirhan recita el Padrenuestro en un idioma real, el gaélico escocés.
Les dejo una foto con el yogurt favorito de Adrik :)
¡Nos leemos!
xxxoxxx
Gonza.
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