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Capítulo 20

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«El pasado ya es historia». (Rhona Greer: discurso nro. 127,10/10/2020).
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—¿Quieres María? Diez bards la bolsa. Con esto, Disneylandia.

—No, gracias —contestó Sirhan sin mirar al camello a los ojos.

—¿Prefieres un porro? Dos por diez, tres por quince. Precio de amigo.

—No, gracias. Será otra vez.

Sirhan atravesó la puerta del estadio y se perdió entre la multitud. El traficante no insistió. Si el negro le decía que no, era no. Después de todo, aún tenía miles de clientes que matarían por sus productos. Solo tenía que pararse en un costado y esperar.

El Graham estaba decorado con líneas doradas y negras, y los fanáticos iban de traje o vestían ropa de marca, siempre a juego con los colores del estadio. «Hasta parecen personas civilizadas», pensó Sirhan, con sorna. En el exterior, los grandes jefes de la ciudad habían armado un escenario para aplacar la concurrencia y acercar el espectáculo a los más desfavorecidos.

—Filantropía pura —dijo Wyatt, irónico.

Los corredores de las ligas mayores llegaron al estadio en las limusinas de sus patrocinadores y los Ases los rodearon como una verdadera pared humana. Algunos fanáticos les pedían fotos; otros —los más conservadores y comerciales—, autógrafos, pero lo único que recibieron fueron los «Háganse a un lado» de los oficiales a cargo. Los competidores se perdieron en los vestuarios sin saludar.

Sus ayudantes entraron minutos después por una puerta secundaria. Llevaban inmensas maletas con todo lo que sus corredores necesitarían: botines, trajes, auriculares, calmantes, bebidas energéticas, armas y botiquines de primeros auxilios con un contenido sospechoso.

Todos sabían que la mayoría de los competidores se inyectaba algo antes de correr: lo hacían a la vista de todos, para demostrar que no le temían a las agujas. «Si el dopaje existiera, nos hubiéramos quedado sin corredores hace mucho tiempo», pensó Sirhan, algo molesto.

Las cifras llovieron en la pantalla, y los favoritos acumularon cientos de miles de bards en segundos. Sirhan sabía que, pese a sus caras de niños ricos y su actitud de tengo todo bajo control, a más de un corredor le temblaban las piernas. Los apostadores confiaban en ellos y no les perdonarían la derrota. Correr o morir.

—¡Atención, todos! —anunció el presentador, ataviado en un traje que apenas le dejaba respirar—. Debido a cuestiones organizativas, habrá un cambio de planes. ¡Se preparan los corredores de las ligas menores!

La pantalla cambió de inmediato y los rostros de los jóvenes que no habían clasificado a las carreras finales aparecieron en la pantalla. Sirhan sonrió y abandonó las gradas a toda velocidad. Wyatt esquivó a algunos muchachos furiosos y lo siguió de cerca.

—¡Esto es injusto! ¡Estamos fríos y necesitamos prepararnos!

—¡Vete al carajo, Joe! —agregó otro—. ¡Te sacaremos a ti y a los organizadores a patadas en el culo!

—Son órdenes de la Comisión —se excusó el presentador—. A los vestuarios, por favor.

Los muchachos obedecieron, y entraron a los vestidores en patota. Se bajaron los pantalones sin pudor y se inyectaron lo primero que encontraron en la mochila: propranolol, pemolina, anfetaminas, esteroides, testosterona… Cualquier cosa era mejor que nada.

—Debemos ser los únicos que no se pincharán nada hoy —le dijo Wyatt.

—Tampoco los ayudará demasiado. Una droga no compensa la falta de talento —sentenció Sirhan.

Regresaron a la pista y se acomodaron en los tacos. Sirhan alzó la vista y notó que era uno de los cuatro favoritos. La promesa mayor era un tal Cedric, un muchachote rubio, todo piernas y brazos. Sus músculos, consecuencia inequívoca del abuso de esteroides, eran los más grandes que Sirhan había visto en su vida. La maldad se leía en sus ojos.

—… Cedric Nolan, carril cinco; Sirhan Bay, carril seis…

—¡Carajo! —murmuró Sirhan—. Seremos vecinos.

Cedric colocó las manos detrás de la línea de salida y Sirhan lo perforó con la mirada. Desde luego, el grandote se traía algo entre manos.

—¡Fuera! —exclamó el árbitro.

Sirhan tomó impulso y se preparó para una salida espectacular, pero una mano entrometida frustró sus planes. Los dedos de Cedric se prendieron a su tobillo izquierdo como tenazas y, cuando Sirhan logró reaccionar, ya estaba en el suelo. Escándalo, gritos, chillidos, risas. Los apostadores se agarraron la cabeza y rogaron que se levantara pronto; los demás solo rieron de su desgracia.

Los demás corredores le llevaban una distancia considerable, pero Sirhan no dio el brazo a torcer. Se deslizó sobre el cemento a toda velocidad y dejó atrás a su primera víctima. Quedaban seis.

Explotó la maquinaria y alcanzó al sexto a los pocos segundos. Un fuerte empujón bastó para que el muchacho volara por los aires y le dejara el camino allanado. Aún le faltaba mucho para alcanzar a Cedric y Wyatt, pero sabía que podía lograrlo. Los fanáticos comenzaron a gritar su nombre, aferrados a una débil esperanza. Sirhan les agradeció en silencio y buscó a su próxima víctima.

El quinto, un colorado que parecía salido de Harry Potter, tembló de miedo al ver que Sirhan se le acercaba y comenzó a dar pasos cortos y rápidos para evitarlo. Pero Sirhan no tardó en respirarle en la nuca. No había Imperius ni Expelliarmus que valieran. Ron Weasley iba a caer.

—Sería una pena que tropieces —le dijo Sirhan entre dientes.

Sus palabras lo aterrorizaron y Ron le ofreció el lugar a cambio de que no lo lastimara. Sirhan aceptó la tregua y avanzó.

Mientras tanto, Wyatt arremetió contra un muchacho flacucho y lo dejó fuera de juego. Sirhan sonrió y aprovechó para ganar otra posición fácil. Ahora estaba cuarto y nada ni nadie parecía capaz de detenerlo.

En los veinte metros finales, Sirhan recuperó la agresividad de las semanas anteriores. Adoptó una respiración sigilosa, propia de un lobo feroz, y se preparó para el ataque. Su objetivo —a quien llamó Merry Brandigamo— simuló no verlo, pero estaba claro que lo vigilaba de soslayo.

De pronto, Merry se detuvo en seco y se preparó para un encontronazo. Pero nada pasó. Sirhan aprovechó el impulso, giró sobre su talón y lo rodeó por la derecha. Merry vio cómo la tercera posición escapaba de sus manos y deslizó un sonoro «¡Puta madre!». Sirhan tuvo la tentación de decirle «No todo lo que es de oro reluce, ni toda la gente errante anda perdida», pero ya estaba demasiado lejos.

Wyatt iba segundo. Apenas había logrado escapar de los manotazos de Cedric y aún no se reponía de una mala maniobra. Sirhan supo que podía alcanzarlo y comenzó a sacar chispas con los pies. Ganaría esa carrera a toda costa.

Al verlo, Wyatt se deslizó hacia el carril vecino y le preparó una bienvenida especial. Con la pista libre, Sirhan avanzó con prisa, pero con prudencia. Estaba claro que su amigo tenía algún truco bajo la manga. O varios.

Wyatt comenzó a moverse hacia los lados como un cangrejo agresivo. Su actitud no parecía demasiado intimidante, pero logró confundir a Sirhan: ya no sabía si Wyatt huía de él o si se preparaba para atacarlo. No descartó ninguna alternativa.

Ambos o ninguno.

Se preguntó si la promesa seguía en pie o si el viento que les daba en el rostro se había llevado las palabras. «Pronto lo sabré», se dijo Sirhan y se acercó a su amigo. Wyatt sonrió y acortó la distancia, hasta que el espacio entre ambos fue una sutil línea blanca. Y entonces pasó.

Sirhan hundió el botín en la entrepierna de Wyatt y tiró con fuerza. La acometida fue brutal y el pie de Sirhan le abrió los testículos. Wyatt acabó en el piso tras un enérgico grito y se colocó en posición fetal. Sirhan sonrió; había practicado la técnica muchas veces y le había funcionado a la primera.

La multitud estaba embravecida, y un grupo de fanáticos animó a Wyatt a levantarse. «No seas marica», le gritaban, como si no le acabaran de partir los huevos, y Wyatt tuvo que contener el impulso de hacerles un merecido doble fuck you.

Los gemidos de Wyatt quedaron atrás, y Sirhan voló sobre la pista con sutileza. Explotó las piernas e intentó alcanzar la sombra de Cedric, pero la mole le arrebató el triunfo por unas pocas centésimas. La tribuna estalló en vítores y el nombre de Cedric se iluminó en letras doradas. Sirhan se apretó los labios con impotencia. Había estado tan cerca que casi no podía creerlo.

El gigantón saltaba sobre el podio con torpeza, apenas capaz de manejar su cuerpo, y el público lo alentaba más y más. Sirhan miró la escena con envidia y se volteó para buscar a Wyatt. Lo vio perderse en los vestidores sin saludar a los fanáticos y lo siguió de cerca.

El vestuario apestaba a sudor, mezclado con las notas de lavanda que el pulverizador arrojaba cada cinco minutos. Sirhan no tuvo que buscar demasiado para encontrarlo: sentado en uno de los bancos, con una toalla amarrada a la cintura, Wyatt era el único que no disfrutaba de las finales. Tenía la cabeza gacha y los dientes apretados y se masajeaba la zona para calmar el dolor. Sirhan empujó la puerta con delicadeza y avanzó hacia él.

—Siéntate, ¿quieres? —Wyatt se hizo a un lado.

—Perdona —dijo Sirhan mientras se acomodaba—. No fue mi intención.

—Sí, sí fue tu intención. Amigos siempre menos en la pista. ¿Lo recuerdas?

—Ha sido un accidente —mintió Sirhan—. El golpe debía ir al estómago.

—Ahora me siento mucho mejor —contestó Wyatt, divertido—. Hazme un favor, ¿quieres? No te excuses: ojo por ojo y patada en los huevos por patada en los huevos. —Hizo una pausa. Esta vez, lo miró a los ojos—. Comprendí que si no aprendes a perdonar acabarás solo. No intentes ser perfecto. Aquí se pasan la perfección por los huevos, si me permites la analogía.

—Estás afilado con eso de los huevos —reconoció Sirhan, divertido—. Gracias.

—No hay de qué.

—No, gracias en serio. No volverá a pasar.

—No hagas promesas que sabes que no vas a cumplir. Será un gusto devolverte la gentileza cuando menos lo esperes.

—Primero, tendrás que alcanzarme.

—Nada que no hubiera conseguido en los últimos dos meses, campeón.

—Nochebuena. A nadie más que a Boyd se le ocurre volver a entrenar en Nochebuena —murmuró Sirhan mientras se preparaba el desayuno.

Miró por la ventana: un cielo radiante, solo perturbado por unas nubes rebeldes, hacían de esa una mañana invernal cálida y reconfortante. De la nieve, ni noticias. Las Navidades perfectas de la televisión no tenían cabida en el desarraigo, no eran más que una ilusión. Allí se celebraba con música a todo volumen, alcohol, estupefacientes, sexo y mujeres. Como en la vieja escuela.

Tras una veloz caminata, Sirhan alcanzó el estadio. El brutal cambio de panorama lo agarró desprevenido: el mismo coloso que antes había reunido a miles de fanáticos enfebrecidos, ahora era una estructura de hormigón tan desértica y triste como las demás. Las puertas estaban abiertas, pero hasta los guardas se habían tomado el día libre. Solo podía verse un único punto en el medio de la pista: Boyd.

El rubio jugueteaba con los conos y se movía de un lado al otro, impaciente. Iba solo. Sirhan supuso que los súbditos estarían abocados a los preparativos de esa noche.

—¡Sirhan, aquí! —lo llamó, como si no lo hubiera visto.

Boyd fue a su encuentro con una enorme sonrisa estampada en el rostro. Sirhan dejó que sus piernas lo dirigieran a su destino, siempre implacable. El rubio le estrechó la mano con ímpetu y Sirhan le regresó el saludo con cierto recelo. Conocía sus intenciones —explotarlo al máximo para llevarse una buena pasta— y no se dejaría manipular. Boyd ignoró su actitud y comenzó a armar el circuito mientras tarareaba Like a virgin, de Madonna.

—¿Qué cuentas, campeón? ¿Cómo has estado? Espero que hayas podido descansar y recuperar fuerzas.

—Todo en orden, ¿y tú? —respondió Sirhan, sin ánimos de hablar.

No perdieron más tiempo y comenzaron a entrenar. Boyd reorientó las prácticas hacia el lado flaco de Sirhan: el enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Con nuevos ejercicios y técnicas enfocados en el trabajo corporal, Sirhan aprendió nuevas maniobras de ataque y evasión que el rubio festejó con leves asentimientos.

—Excelente, campeón —lo felicitó al final de la práctica—. Lo hiciste de maravilla.

«Quizás después de esto ni siquiera necesites repartir patadas en las pelotas», parecía decirle.

—Gracias. He aprendido mucho hoy.

—Tengo grandes planes para ti, campeón.

—Eres muy bueno, ¿sabes? —reconoció Sirhan—. ¿Tienes asesores?

—Trabajo con un grupo de asesores expertos, pero aprendí muchas cosas de tanto ver a los corredores en acción. Siempre fui un buen observador. Tenía grandes aspiraciones, pero luego… —Señaló su silla de ruedas con impotencia—. En fin, será mejor que te des una ducha.

Sirhan asintió y se perdió en las duchas antes de que el rubio se derrumbara. Abrió el agua caliente y escuchó que Boyd tarareaba «Papa don't preach I'm in trouble deep / Papa don't preach, I've been losing sleep». Al parecer, había sido un altibajo momentáneo. Escuchó que Boyd se acomodaba en un banco y esperaba que saliera del baño.

Ambos sabían lo que vendría a continuación: una conversación impostergable. Habían pasado dos semanas del incidente con Wyatt, y el silencio de Boyd no presagiaba nada bueno. Sirhan abandonó las duchas con recelo, preparado para enfrentarlo.

—Tu desempeño en la carrera final fue asombroso, campeón —le dijo Boyd con una sonrisa—. No esperaba menos de ti.

—Gracias —respondió Sirhan, aunque sabía que no era verdad.

—Aunque quisiera hablar contigo sobre el accidente con Wyatt.

Bingo y cartón lleno.

¡Comienza una nueva edición de Con La Mierda Hasta El Cuello!

—Hablé con él y me dijo que hicieron las paces —continuó Boyd.

—Sí.

—Para la próxima, intenta ser menos agresivo. Recuerda que estamos en el mismo equipo.

—Está bien, lo prometo.

La conversación murió, ayudada por unas débiles exhalaciones. Sirhan avanzó hacia los casilleros y buscó una parva de ropa limpia. Boyd le dijo que esperaría afuera y cerró la puerta con delicadeza. Sirhan suspiró, aliviado. Al fin tendría un poco de privacidad.

Dejó que la toalla cayera a sus pies y comenzó a vestirse. Luego de varios intentos, encestó la ropa sucia en el canasto y pensó en el Stone pasaría a recogerla. Lo imaginó con el rostro radiante, las manos llenas de sudor ajeno, acosado con comentarios suspicaces e irónicos. Sirhan sacudió la cabeza, indignado, guardó la ropa en la mochila y avanzó hacia la salida.

De pronto, un intenso aroma a tabaco inundó los vestuarios. Sirhan miró hacia los lados, pero no encontró ningún drogata en los alrededores. Solo quedaba una opción: el olor venía de afuera y se filtraba por las rejillas.

Tomó aire y contuvo la respiración un momento; ese habano sí que estaba fuerte. Aguzó el oído y notó que dos hombres murmuraban desde otro lado. No supo quiénes eran ni qué decían hasta que uno de ellos carraspeó. 

Boyd.

«Estoy casi seguro de que me meteré en problemas», pensó mientras avanzaba hacia la puerta en puntas de pie. Se pegó a la mirilla, pero lo único que vio fue una sombra que se perdía en las gradas. Sirhan frunció el ceño y tiró del picaporte con fuerza, dispuesto a sorprender a Boyd. Pero su pésima estrategia solo consiguió que su jefe arqueara las cejas más de la cuenta. El rubio lo había descubierto desde el principio.

—¿Hablabas con alguien? —preguntó Sirhan, a quemarropa.

—Era uno de los encargados de esta noche —repuso Boyd, calmo—. Me aseguro de que la fiesta sea espectacular. Vendrás hoy, ¿verdad?

—Jamás me lo perdería.

El ambiente apestaba a alcohol, humo de tabaco y hierbas aromáticas. En el apartamento apenas entraban cien personas, pero Boyd se las había ingeniado para triplicar su capacidad. Los pisos inferiores se habían convertido en ahogadores de penas de vírgenes y abstemios; los superiores, en el caldo de cultivo de los camellos.

Sirhan avanzó entre las luces estroboscópicas y la música a todo volumen, sin nunca dejar de bailar. Movimientos sutiles que no atraían la atención de nadie, tal como lo había planeado. Le alcanzaron un daiquiri que aceptó con gusto, pero que no estaba dispuesto a tomar. Buscaba un rostro conocido entre la multitud que le confirmara que no estaba solo.

Debió sonreír a los piropos de algunas jóvenes que solo querían sexo y aceptar las felicitaciones de los tipos más ricos de la ciudad. Boyd le ofreció un campari de naranja y, como Sirhan lo rechazó, se lo bajó de dos tragos.

—Disfruta la fiesta, campeón. Que la resaca te importe un carajo —le dijo, antes de perderse con sus amigos.

Por fin, Wyatt apareció por la puerta principal. Vestía una camisa blanca con detalles dorados y unos pantalones que apenas le permitían respirar. Sirhan suspiró y fue a su encuentro.

—Ya estaba asustado. Pensé que te habías arrepentido a último momento —le dijo Wyatt en voz alta, para superar el volumen de la música.

—Igual yo. Esto es demasiado —reconoció Sirhan—. ¿Has visto a Doron y Stone?

—Me enviaron un mensaje y me dijeron que no vendrán.

—Era de esperarse —murmuró Sirhan entre dientes.

«Hombres y mujeres drogados, semidesnudos y montados uno encima del otro. Doron jamás permitiría que Stone viera una fiesta semejante», pensó.

Poco a poco, se descontracturaron y comenzaron a disfrutar la fiesta. Varios invitados abandonaron las drogas un rato y comenzaron a hacer payasadas en medio de la pista. Una humareda los rodeaba y apenas les permitía respirar. Todo estaba borroso y parpadeante, pero nadie se detuvo. Sirhan aceptó un trago que casi no contenía alcohol, y Wyatt prefirió un vaso con agua. No echaría a perder meses de progreso en una noche.

Algunas muchachas voluptuosas se acercaron a ellos, dispuestas a ligar. Vestían abrigos de piel y plumas y unos zapatos de tacón alto. Una joven de cabello rojizo comenzó a acariciar el pecho de Wyatt, sugerente. Él la detuvo de inmediato.

—Por ahora no, gracias.

—Cuando tú quieras, lindo —repuso la colorada.

Lo único que quedó de ellas fue un intenso olor a marihuana. Aunque Wyatt frunció la nariz y contuvo la respiración, Sirhan dejó que el almizcle y el pino le evocaran un recuerdo.

El rostro de su padre apareció frente a sus ojos, blanquecino, triste y verdoso. Sirhan vio la desesperación en su mirada, como si buscara la primera excusa para ponerse sus gotitas de cannabis: artritis, espasmos musculares, asma. Ya no era más ese hombre alegre y esperanzado que aparecía en la fotografía. Perder tres hijos le había cambiado la vida.

—¡Amigos míos, es oficial! —El grito de Boyd despejó las cavilaciones de Sirhan—. ¡Feliz Navidad!

Todo estalló. Los invitados hicieron un veloz brindis, expresaron sus mejores deseos y arrojaron el contenido de las copas al aire. Sirhan y Wyatt se unieron a la lluvia de champán para no llamar la atención y sintieron cómo el alcohol se escurría por su espalda. Una sensación extraña, pero gratificante.

Un olor a frutas cítricas confitadas, notas florales y canela inundó todo el apartamento. El piso se cubrió de espuma y mientras algunos hacían ángeles de champán, otros se revolcaban en el parqué e intimaban. Un par de muchachos se quitaron la camisa y la estrujaron para beber los restos de alcohol.

—Esto es vida —decían.

Los súbditos de Boyd aparecieron con una bañera que los invitados llenaron con vodka, ron, whisky, tequila y las hierbas que cada uno llevaba en el bolsillo. Les alcanzaron un saco de dinero y comenzaron las apuestas para ver quién sería capaz de beber de la tina por más tiempo.

—¡Cinco cincuenta a Connor!

—¡Dos cuarenta al Colorado!

—Ocho setenta a Grisham!

Los valientes dieron un paso al frente, recibieron los sorbetes y comenzaron a beber. Algunos no alcanzaron a dar un sorbo antes de llenar la bañera un poco más con su jugo gástrico. Los más temerarios siguieron en carrera, alentados por la multitud.

Sirhan y Wyatt decidieron salir a los pisos inferiores a tomar un poco de aire. La competencia estaba en su apogeo y Wyatt había comenzado a sentir náuseas. Necesitaba respirar un aire que no apestara a hierbas, alcohol y fluidos humanos.

Atravesaron la puerta y recorrieron los pasillos en silencio, solo interrumpidos por algunos admiradores que les pedían fotos y por decenas de mujeres que les susurraban frases sensuales al oído. Consintieron a los primeros e ignoraron a las segundas y siguien viaje.

—Casi no puedo moverme con la camisa empapada —dijo Sirhan y la estrujó contra su cuerpo.

—Aún no te la cambies, campeón, que seguro se viene algo gordo.

—¿Crees que hay más? Jamás imaginé que pudieran pasar tantas cosas en una sola noche. Lo de la bañera ha sido...

—Asqueroso y aterrador. Entre el alcohol, las hierbas, el semen y los vómitos casi no se podía respirar ahí dentro.

—Al menos, el olor a marihuana me trajo buenos recuerdos.

—¿En serio? No me digas que tendré que llevarte a una sesión de marihuanos anónimos. —Wyatt sonrió y se llevó un cigarrillo imaginario a la boca.

—Me recuerda a mi padre —resaltó Sirhan.

—Perdona. Lo lamento. Yo no sabía que…

—Eres muy malo para dar condolencias, ¿no crees? —le preguntó Sirhan, divertido—. Mi padre está vivo, solo lo extraño.

—Haces bien.

Luego del pequeño incidente, Wyatt sugirió que volvieran a la fiesta. No quería problemas con Boyd, ni mucho menos tener que soportar sus preguntas: solo habían salido a tomar aire un rato, nada más. Sirhan aceptó y comenzaron a subir.

Fagler los recibió en la entrada, algo ebrio, e informó por radio que habían regresado. El contador pasó de 346 a 348. «Buen truco para asegurarse de que la fiesta no decaiga nunca», reconoció Sirhan.

La sala estaba calma. Nada de lluvia de alcohol, bañeras, vómitos o parejas toquetonas; solo niños ricos que se inyectaban con agujas hipodérmicas, tomaban éxtasis o consumían bebidas espirituosas. Alguien había secado el piso, aunque el aroma a champán aún inundaba el lugar.

Boyd avanzaba hacia el centro de la sala escoltado por Scat. Ahora lucía una camisa roja con detalles blancos y negros y un chupín blanco que hacía juego. La multitud lo vio y comenzó a aplaudir antes de tiempo. Boyd sonrió y dejó que el alboroto durara un buen rato. Luego, alzó el puño para pedir silencio y el apartamento enmudeció. Se auguraba un anuncio importante.

—¡Queridos amigos! Tengo el honor de presentarles a quienes me han acompañado en la pista durante esta temporada. Guerreros incansables, jóvenes nobles y corredores natos, ellos son unos verdaderos campeones. Démosle la bienvenida a... ¡Sirhan y Wyatt!

—¡Que pasen!  ¡Que pasen! —gritó la multitud mientras les liberaba el camino.

Sirhan y Wyatt sonrieron. Una verdadera avalancha de aplausos, felicitaciones y chocadas de puño los recibió a medida que avanzaban hacia el centro de la pista. De un momento a otro, se habían convertido en las estrellas de la fiesta. «Tantos meses de esfuerzo tuvieron sus frutos», pensó Sirhan, orgulloso.

El rubio los rodeó en un abrazo exagerado, les alcanzó dos botellas de champán y ordenó al DJ que cambiara la música «por otra más especial». El joven, oculto tras su máscara de Mickey Mouse, obedeció de inmediato. Bess In The Shadows comenzó a sonar a todo trapo.

Colorful wind, full of colors,
full of emotions, full of life
that wrap my body,
my sensations and my heart.

Magic colorful wind
inside my body, inside my head,
inside my broken heart
that only needs a colorful wind.

—¿No te parece demasiado? —le preguntó Wyatt entre dientes.

—Por ahora, es perfecto —dijo Sirhan.

Cuando Sirhan y Wyatt pusieron un pie en la tarima, los primeros acordes de We Are The Champions resonaron en todo el lugar. La multitud enloqueció. Algunos agitaban los brazos y cantaban a viva voz, mientras que otros permanecían mudos, a la espera del estribillo.

De pronto, y justo cuando la sala comenzaba a enfiestarse, la multitud se calló. A los pocos segundos hubo un silencio incómodo, solo interrumpido por el «Kicked in my face / But I've come through» que salía de la boca de Mercury. Sirhan frunció el ceño, confundido. Todas las miradas estaban fijas en ellos.

—¿Y ahora qué? —le preguntó a Wyatt en un susurro.

—Esperan que nosotros comencemos. Y no vamos a defraudarlos.

—¿No habías dicho que esto era demasiado?

—Ya que estamos en el baile, bailemos, campeón.

Al primer «We are the champions» Wyatt agitó la botella, la descorchó y apuntó de lleno al rostro de Sirhan. Con los ojos entrecerrados por el alcohol, Sirhan le regresó la gentileza y la batalla comenzó. Los demás celebraron la actitud de los novatos y se unieron a la lluvia de champán. Una vez más, el piso de Boyd se cubría con una ligera capa de alcohol.

El espectáculo acabó pronto, y los mozos comenzaron a repartir bocadillos. Los bárbaros recibieron los platos con detalles en oro y se dirigieron hacia la mesa como personas civilizadas. La música electrónica resonaba con fuerza en los parlantes y los invitados luchaban contra el alcohol para mantenerse cuerdos y despiertos. Eran las cuatro de la mañana y, con casi cien personas menos, la fiesta comenzaba a decaer.

—¿Emparedados de jamón ibérico?

—No, gracias —contestó Wyatt—. ¿Tienes frutos secos?

—Por supuesto. ¿Alguno en especial?

—Creo que un surtido sería fantástico.  ¿Me lo podría traer en una bolsa cerrada? —remarcó Wyatt.

—Por supuesto.

Sirhan tomó un sándwich con gusto, pese a que Wyatt le hacía señas para que no lo aceptara. El mozo inclinó la cabeza, les prometió que regresaría en un momento y se perdió entre la multitud. Wyatt lo siguió con la mirada hasta que el joven entró en la cocina y ya no pudo verlo. Recién entonces se volteó y notó que Sirhan mordisqueaba el sándwich. Con delicadeza, le agarró el brazo y se lo quitó de la boca.

—¿Qué te pasa? Devuélvemelo —le ordenó Sirhan.

—No lo comas.

—¿Qué ocurre?

—¿No ves en dónde estás? Esta fiesta es un monumento a lo bizarro. —Sirhan sonrió, pero Wyatt continuó serio—. Pueden haber drogado la comida.

—No seas exagerado.

—Soy precavido, Sir —aclaró—. Por si acaso, no lo pruebes. Ya encontraremos algo para ti. Mientras tanto, no comas nada que no venga en un envase cerrado.

—¿Y qué hago con esto? —Sirhan señaló el sándwich—. No puedo regresarlo.

—Como si entre tanto desperdicio se fueran a dar cuenta —dijo Wyatt y hundió el emparedado en el tacho de basura.

—Estás muy atento a los pequeños detalles.

—Es mi especialidad —reconoció Wyatt, orgulloso.

Recorrer los restos de una fiesta le evocaba recuerdos: una mirada, una palabra, una anécdota, una canción. Sin embargo, el apartamento de Boyd solo evocaba caos y destrucción: los muebles estaban húmedos y dañados; las paredes, cubiertas de orina y el piso apestaba a champán y fluidos humanos. Eran las siete de la mañana y ya no quedaba nada en pie a excepción de Sirhan (por ahora).

—Estás demasiado cansado para ir a tu apartamento, campeón. ¿Quieres quedarte a dormir? —le ofreció Boyd y Sirhan asintió—. Te prepararé una habitación en el piso de abajo. Mis súbditos deben limpiar este desastre para mañana, así que no te asustes si oyes ruidos extraños.

—De acuerdo.

—Vamos entonces.

Bajaron dos pisos en el elevador y se detuvieron en la habitación 7. Boyd golpeó tres veces antes de entrar para evitar cualquier situación desagradable. No hubo respuesta. El rubio sonrió y bajó el picaporte con fuerza.

—Bienvenido a tu cuarto, campeón.

El cuarto no era más que una cama de una plaza y una sencilla cómoda de madera, agolpados en un cubículo de cinco por tres. La cama estaba destendida y el acolchado descansaba bajo el cabezal. La habitación olía a encierro, loción barata y cloro. Sirhan frunció la nariz.

—¿Y? ¿Qué te parece? —preguntó Boyd.

—Bien, supongo.

—Sabía que te gustaría —dijo Boyd, enérgico—. Te alcanzaré ropa limpia por la mañana. ¿Te parece bien?

—De acuerdo.

—Buenas noches, campeón. Y feliz Navidad.

Solo vengo a decirles que en el próximo capítulo va a haber una sorpresa😏 ¡Prepárense!

Acá va el dato curioso de hoy: en un principio, la fiesta iba a ser turbia, pero no tanto, jeje. La edición le dio el toque final.

¿Qué opinan de la historia hasta ahora? ¿Y de los personajes?

Si te gustó el capítulo, lo mejor que podés hacer es darle a la estrellita, comentar o compartir la historia.♥️

¡Nos vemos el sábado!

xxxoxxx

Gonza.

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