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Capítulo 18

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«Hasta nunca. Muérete». (Nota de Rhona Greer a su madre, 5/5/2003).
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—Que tenga una excelente noche, joven —le deseó el guarda, ignorante de las verdaderas intenciones de Sirhan.

—Igual usted.

Vestido todo de negro, con ropa cómoda para la acción, Sirhan tenía toda la pinta de estar a punto cometer un crimen. Y, de hecho, eso haría. No por nada llevaba la mano izquierda en el bolsillo de su americana, aferrada a la navaja italiana. «Quizá la estrene esta noche, cuando se me acaben las balas», se dijo.

Caminó unas pocas cuadras y alcanzó una tienda esquinera de mala muerte. De hecho, los viernes por la noche, sitios como este sobraban. Las pasiones solían despertar los fines de semana, y la delgada línea entre el placer, el deber y el odio tendía a romperse con mayor facilidad.

Sirhan se detuvo y suspiró. Tenía miedo, pero pronto halló las fuerzas que necesitaba para avanzar. La tienda estaba en penumbras, excepto por la luz de un velador que solo contribuía a crear más sombras, caos y confusión. No parecía un lugar demasiado seguro para un muchacho de quince años, pero aun así decidió entrar.

—Buenas noches. ¿Qué buscas?

La voz del encargado lo sobresaltó. Sirhan se dio vuelta y se encontró con un joven de anteojos de culo de botella y muletas que apenas debía de llevarle unos años. Los otoños se reflejaban en su rostro y las hojas perdidas se abultaban bajo sus párpados. A juzgar por su gaélico precario, debía ser inglés de pies a cabeza.

—Buenas noches —le replicó con lentitud, para que pudiera entenderlo—. Vengo a buscar la Beretta que encargué ayer.

—Dime tus siglas —le pidió el joven, mientras abría una libreta de anillas azules.

—S.B.

—Aquí está —señaló con entusiasmo—. ¿Un Pietro Beretta 92fs calibre nueve milímetros de segunda mano?

—Así es —repuso Sirhan.

—Espera un momento.

Culo de Botella se dio la vuelta y se perdió en el subsuelo largo rato. Abría y cerraba las distintas puertas con fuerza, como si eso sirviera para despistar a posibles enemigos. Sirhan puso los ojos en blanco. Más bien, su  estúpida estrategia solo serviría para espantar clientes cortos de paciencia.

Por fin, Culo de Botella regresó. Llevaba guantes de cuero y sostenía la pistola con cierta reticencia. Dejó el arma sobre el mostrador y volvió a tomarla para asegurarse de que todo estaba en orden. Sirhan vio que la Beretta tenía una pequeña cicatriz cerca del caño: alguien la había usado para matar. «No por nada está aquí y no en la mesa de noche de un Don Nadie», se recordó.

De pronto, el joven giró la pistola sobre su dedo índice y apuntó directo a la cabeza de Sirhan. Su rostro era la viva expresión de la crueldad y sus pequeños ojos, la ventana al infierno. Culo de Botella sonrió y apretó el gatillo. Una, dos y tres veces.

Sirhan esperó un fogonazo o una bala, pero nada de eso ocurrió. El cargador estaba vacío y el traficante solo quería verificar el funcionamiento del gatillo.  «Hijo de perra, me diste el susto de mi vida» pensó Sirhan, mientras se apresuraba a tomar el arma para evitar nuevos altercados.

—Son siete mil setecientos setenta y siete —le dijo Culo de Botella, despreocupado.

—¡Esto es demasiado! —protestó Sirhan, aunque sabía que una Beretta nueva rondaba los treinta mil bards—. Más aún, cuando te hago un favor —añadió, como buen negociador.

—Favor con favor se paga. Además, ya conoces la vaina de la devaluación y las importaciones. Recuerda que el panorama no es tan alentador como Rhona lo muestra.

Por temor a hallar en el desconocido a un nuevo Wyatt, Sirhan dejó el dinero sobre la mesa y tomó la pistola con las manos desnudas. Una fuerte acidez recorrió su esófago. Sirhan deslizó la pistola sobre el bolsillo, le dirigió a Culo de Botella un saludo impersonal y avanzó hacia la salida.

—¿Tienes esto?

Sirhan se volteó y vio que Culo de Botella estaba sentado sobre el mostrador, con las muletas a un lado, y agitaba una bolsa transparente que contenía varias cajas de cartuchos.

—¿Sabes? De nada sirve una pistola sin sus balas.

—¿A cuánto me las dejas?

—¿Qué te parece todo por trescientos treinta y tres? —El joven tenía la sonrisa tallada en su boca.

—De acuerdo —dijo Sirhan, fastidiado.

Colocó dos billetes de doscientos bards sobre la mesa y esperó que el traficante le extendiera el vuelto. Culo de Botella le dio el cambio, guardó el dinero en la caja registradora, insertó la bolsa en la mano de Sirhan y lo obligó a abandonar el local antes de que se arrepintiera.

Sirhan continuó la marcha y se detuvo detrás de un contenedor comunitario. Apoyó la bolsa en el suelo y tomó la pistola con la mano derecha. Le sorprendió que pesara menos de lo esperado y se alivió de que le resultara tan maniobrable. El acero estaba helado y las asperezas de la empuñadura le provocaron un escalofrío. Sirhan suspiró.

Avanzó hacia la luz y presionó el botón para liberar el cargador. El mecanismo se activó y un cartucho vacío se deslizó sobre su mano. Lo observó un instante:  tenía un par de rallones en su interior y un leve aroma a pólvora. Aquello confirmaba su teoría. Esa Beretta había hablado muchas veces antes.

Sirhan sonrió y alzó la pistola hasta que el caño se hundió en su entrecejo. Debió esperar unos segundos a que el hormigueo cesara antes de continuar. Exhaló con fuerza y apretó el gatillo por primera vez. Nada pasó.

Llevó los dedos a la empuñadura y palpó por décima vez el sitio en donde antes había estado el cargador. Consciente de que no había nada que temer, Sirhan llevó la mano al gatillo y apretó dos veces más. Sin intervalos; una después de la otra, con idénticos resultados. La sonrisa torva parecía ser una constante en su rostro.

Víctima no, ejecutor.

Abrió las cajas y dejó que las balas se deslizaran una por una sobre el suelo. Hizo tres filas de veinte proyectiles y —luego de comprobar que todo estaba en orden— comenzó a formar círculos, cuadrados, hexágonos y  estrellas. Un verdadero juego con la muerte.

Repitió el proceso una, dos y tres veces. Cuando acabó, tomó un par de balas en la mano derecha y las observó un largo rato. Imaginó que escapaban del caño y estrellaban contra una frente propia, contra una frente ajena. Las vio librarlo del peso de sus palabras y de sus promesas. Oyó que la muerte reía desde su puño derecho.

Agradeció que el hijo de perra le hubiera vendido un arma con silenciador y decidió probar suerte. Tomó una cajita, llenó el cargador con quince balas y presionó el gatillo. Como era de esperarse, el seguro impidió la maniobra. Sirhan sonrió; al menos no se reventaría los huevos por accidente de camino al galpón.

Destrabó el mecanismo y volvió a disparar. Esta vez, la bala dio de lleno en su objetivo, pero Sirhan apenas pudo verlo; la mala posición de su mano izquierda le había quitado firmeza al agarre y el impacto de la pistola lo hizo tropezar. Más asustado por la caída que por el balazo, un gato que descansaba bajo el contenedor arqueó la columna y desapareció.

—No eres el primero en huir, pero sí el último —le dijo Sirhan mientras intentaba olvidar que un gato lo había visto hacer el ridículo esa noche.

Sirhan había perdido la cuenta de las horas cuando vio que un punto se movía en el horizonte. Lo que en un principio parecía una mancha oscura, comenzó a tomar una forma humana. Las hojas muertas crujían a su paso y el viento le estorbaba, pero aun así la silueta avanzaba.

Los ojos de Sirhan brillaron al notar que Ezra llevaba ropa holgada, propensa a la acción. «No confía en mi palabra. Esto será más interesante de lo que esperaba», pensó Sirhan mientras vigilaba los movimientos de su enemigo.

De pronto, Ezra rozó el arbusto que lo ocultaba y se detuvo enfrente suyo. Los músculos de Sirhan se tensaron y la navaja palpitó en su mano. El aroma de Ezra revelaba cada paso que daba: ahora estiraba el cogote entre los arbustos y parecía buscar algo o a alguien. A Sirhan.

Ezra escrutó el follaje un momento, pero no encontró nada. Murmuró un insulto incomprensible y continuó su camino hacia el galpón.

Sirhan suspiró, aliviado, y permaneció en posición fetal unos minutos. Sus ojos estaban enrojecidos y su cuerpo continuaba rígido, presto para atacar. Pero el peligro ya se había alejado.

Ezra acarició las paredes con una excitación casi sexual. Una luna tímida reveló la sonrisa turbia que se dibujaba en su rostro y Sirhan supuso que la llevaría tiesa de la emoción. Ezra agitó el aerosol como un maniático, y el ruido seco que atravesó el parque evidenció que la pintura estaba a punto de acabarse.

—Eso te pasa por rata —murmuró Sirhan, mientras se acomodaba tras los arbustos y desenfundaba la pistola.

Su enemigo batalló con el aerosol un par de veces hasta que, por fin, le funcionó. Con un pulso certero y una determinación maquiavélica, Ezra dibujó una letra a y la rodeó por un círculo negro. «Sobre que hijo de perra, anarquista», lo maldijo Sirhan.

El corazón de Sirhan estaba enloquecido. Ezra dirigía la tensión como jamás volvería a hacerlo en toda su vida.

La delgada línea entre ficción y realidad se acotó aún más cuando Ezra plasmó con determinación la segunda letra sobre la pared. Una y apareció a una distancia prudencial y Sirhan se preguntó qué pasaría por la mente de su víctima. Esperó algún detalle, alguna floritura, pero Ezra la dejó virgen y sola. «Tan virgen y solo como acabarás esta noche», se prometió.

El destino se acercaba a pasos agigantados y Sirhan no podía hacer nada para evitarlo. «Todo va a estar bien», intentó convencerse. Pero Ezra se empeñaba en derrumbar sus esperanzas. Si uno de los dos debía morir, sería Sirhan.

«Hasta el amor más eterno acaba en muerte. ¿Hasta los mejores planes también acaban en muerte?», se preguntó Sirhan cuando Ezra escribió una r en medio del muro con un movimiento fugaz y malicioso.

Ezra plasmó una a y una i con el mismo estilo belicoso, y Sirhan se aferró a la pistola. Una fuerte acidez lo recorrió de arriba abajo. La noche comenzaba a volverse turbia, fría y neblinosa. Cuando una S salió disparada del aerosol, Sirhan se estremeció. El final de la partida estaba cada vez cerca. 

El aerosol hizo un ruido seco y escupió un poco de pintura. El envase estaba casi vacío, y Ezra comenzaba a perder la paciencia: había tenido que repasar la n tres y la B cuatro veces para que fueran legibles, y aún le quedaban letras pendientes. Había apretado el aerosol con tanta fuerza que sus dedos estaban marcados en el metal y parecía que el envase flotaba.

—Ratatatatatatata —murmuró Sirhan—. Sabes establecer prioridades, hijo de perra.

Cuando solo le quedaba escribir la h, el aerosol murió. Haber malgastado tanta pintura sin necesidad tenía sus consecuencias. Ezra insistió, pero nada pasó. Sobre la pared, había un nombre incompleto, partido por la mitad.

Crabbit! Fuck! Shit! Glaikit! Asshole! Son of a bitch! Bawbag! Motherfucker! Motherfucker! Motherfucker!

En su ataque de furia, Ezra arrojó el aerosol contra la pared. El impacto surcó el aire y el recipiente acabó a unos centímetros de sus pies. Tampoco se preocupó en recogerlo. Qué más daba.

De pronto, Ezra se llevó la mano al bolsillo y apareció con un nuevo aerosol. Sonreía con malicia y la noche delineaba su sonrisa demoníaca. Había interpretado su papel a la perfección; lo que había sido una catarata de motherfuckers ahora se convertía en un juego atroz. Jamás olvides llevar suficiente pintura para una amenaza de muerte.

Ezra agitó el nuevo aerosol y dibujó la h restante. Tiempo fuera. Final del partido. Game, set, match. Jaque y jaque mate. Adiós culpa, adiós cacería.

Adiós Sirhan.

—Me cago en tu puta madre —murmuró Sirhan.

Jamás había pensado que su propio nombre podría volverse en su contra alguna vez, pero allí estaba. Furioso por tramos, ligero por otros. Siempre avivado, torvo, maquiavélico.

Sirhan Bay.

Ezra puso los brazos en jarra y contempló su obra maestra: era el vencedor. La farola del galpón iluminaba el mensaje y lo volvía más legible y eficaz. Más oscuro. Ezra simulaba calma, pero lo cierto era que sus ojos asustados se sacudían en todas las direcciones.

Se dio vuelta y comenzó a golpear el aerosol contra la palma de su mano derecha, en una clara provocación. Sirhan permaneció en su sitio y destrabó el seguro de la Beretta. El reloj de muñeca marcaba con lentitud sus minutos finales, sus últimos suspiros.

Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre. Hijo de tu puta madre.

—Sé que estás ahí.

Ezra rompió el silencio. Hablaba con seguridad y tenía la mirada fija en el arbusto que ocultaba a su enemigo. Desenfundó el arma y apuntó a la cabeza de Sirhan con precisión.

Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker. Motherfucker.

—Acércate, Sirhan, no seas tímido —le dijo mientras arrojaba el aerosol al piso—. Apuesto a que te gustó el truquito, ¿verdad? Reconócelo, fue excelente. Ahora déjame que te muestre otro.

Ezra trabó el seguro, se llevó la pistola a la frente y disparó cuatro veces seguidas. Nada pasó, pero su pésima actuación estremeció a Sirhan. Sus manos sudorosas se enroscaron alrededor de la Beretta y se prepararon para atacar. Rodeado de ramas, sería difícil acertar en el blanco, pero lo intentaría.

La Beretta se asomó por encima de los arbustos y buscó a su objetivo. Ezra sonrió, y le regresó la gentileza. «La reputísima madre que te parió», pensó Sirhan. ¿Cuándo había pensado que jugar a los pistoleros era una buena idea? Shit! Shit! Shit! Shit!

—Vamos, Sirhan. ¿Te volarás la cabeza o necesitas que te ayude?

Sirhan no dudó ni un segundo y disparó. Un fuerte olor a pólvora se desprendió del caño y Sirhan debió oponerse a la reacción del arma para no tropezar. Ezra no lo vio venir, pero logró arrojarse al suelo a último momento. La bala se perdió en la nada. Un disparo inútil que solo había servido para delatar su posición. Y para firmar su sentencia de muerte. Shit! Shit! Shit! Shit!

Delatar su posición había sido una mala jugada, pero le permitió invertir el juego. Sirhan se puso de pie y observó el panorama: las matas no tardarían en arder y lo obligarían a huir del fuego. «Y no te olvides de las espinas. Espera no reventarte los huevos con estas mierdas», se recordó.

Aun así, levantó el arma y apuntó a la cabeza de Ezra. Podría haber apretado el gatillo, pero no lo hizo. No todavía.

—Quédate quieto —le ordenó, al ver que Ezra giraba la pistola alrededor de su índice. No hubo respuesta—. Dije que te quedes quiero.

—Chúpamela, puto —le respondió Ezra, despreocupado.

Primero fue un duelo de miradas. Los ojos de Ezra estaban inyectados de sangre y lo observaban con una demencia aterradora. Sirhan le mostró los dientes, pero sus intentos de parecer rudo solo consiguieron que el hijo de puta riera.

Ezra miró de soslayo y disparó. Fuego, estruendo y muerte; fuego, estruendo, y muerte. Gracias a una sutil maniobra, Sirhan se arrojó al piso y la bala solo le rozó la costilla izquierda. Las espinas se clavaron en sus dedos y apenas pudo contener un grito de dolor.

—A esta misma mierda me refería con lo de los putos arbustos —masculló por lo bajo.

Se puso de pie y trató de recordar un estruendo, pero no lo logró. La respuesta era evidente: Ezra había usado un silenciador.

Sirhan disparó una vez más y Ezra respondió de inmediato. Dos nuevas balas se perdieron en la nada, aunque la de Sirhan dio de lleno en la S. Desde el piso, Ezra sonrió con malicia.

El hijo de puta intentó levantarse, pero Sirhan se lo impidió con un disparo que perforó su hombro derecho. Fuego y muerte, fuego y muerte. La bala penetró en la carne de Ezra y sus gemidos desgarraron la tierra. «Te lo mereces por hijo de puta», pensó Sirhan mientras Ezra se llevaba la mano al hombro para contener el dolor.

Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta. Te lo mereces por hijo de puta.

Con un sutil salto, un intruso irrumpió en escena con un largo salto y aterrizó cerca de Sirhan. Su aparición no lo sorprendió demasiado —de hecho, Sirhan había sentido su presencia hacía un tiempo y las miradas furtivas de Ezra habían confirmado sus sospechas— pero, aun así, lo agarró desprevenido.

Vestido de negro, el intruso tenía un cuchillo de cocina en la mano derecha y una actitud amenazadora. Amigo o enemigo, salvador o hijo-de-puta-entre-hijos-de-puta, Sirhan no lo pensó dos veces y atacó. La figura esquivó el proyectil con gracia y demostró  que no era la primera vez que se creía Neo dentro de Matrix. «El payaso que faltaba en este desfile de imbéciles» pensó Sirhan, sonriente.

Sin embargo, lo que ocurrió a continuación lo dejó boquiabierto: el intruso le arrojó el cuchillo con tanta mala precisión que, en lugar de abrirle la cabeza, estuvo a punto de cortarle los huevos. «Curiosa puntería para alguien que hasta hacía unos segundos se creía el nuevo Thomas Anderson», pensó Sirhan con sorna, mientras disparaba una vez más. El intruso volvió a esquivar el plomo, pero esta vez no tuvo más remedio que escapar.

—¡Huye, marica, huye! —le gritó Sirhan mientras la sombra se perdía entre el follaje.

Pero su alegría no duró demasiado. Ezra se hizo oír y una bala rozó la axila derecha de Sirhan y le quitó un buen trozo de piel y vello.

—¡Me cago en la puta! —masculló, incapaz de mover el brazo por el ardor—. Eso estuvo demasiado cerca.

Sirhan no dio tregua. Con la axila aún palpitante del dolor, tomó la Beretta con determinación y apretó el gatillo tres veces seguidas. Fuegoymuertefuegoymuertefuegoymuerte.

—¡En el blanco! —susurró mientras saltaba las matas y corría hacia su enemigo.

Ezra lanzó un largo y gimió de dolor, y gritó algo como yáise o yáitse que Sirhan no comprendió. De su mano izquierda —más conocida como el blanco— brotaba una catarata de sangre, y sus dedos índice y corazón descansaban sobre la hierba como dos salchichas hinchadas.

Telomerecesporhijodeputatelomerecesporhijodeputa.

Sirhan se llevó la mano a la axila para contener el ardor. Si seguían así, el vello se encarnaría en su piel y lo mínimo que podría esperar era una dolorosa infección. Shit! Shit! Shit! Shit!

El rostro de Ezra empalideció y la falta de sangre comenzó a jugarle una mala pasada. Mareado y confundido, manoteó la pared y consiguió mantener el equilibrio. Ya no tenía fuerzas para disparar y su enemigo se acercaba a pasos agigantados. «Yáitse! Yáise! Yáitse!», pensó mientras reunía todas sus fuerzas y daba un paso atrás, y otro, y otro más.

De pronto, su pie tropezó con el aerosol que descansaba sobre el piso y el impulso hizo que su cuerpo se levantara por el aire con una curva extraña. Yáitse! Yáise! Yáitse!

Ezra aterrizó sobre el piso y se golpeó el cuello contra el envase vacío. Sus huesos crujieron y su cuello se dobló hacia atrás más de lo que debería. Un ruido seco retumbó en todo el parque y coronó la escena. Después, todo fue silencio.

Sirhan se estremeció. De su boca ya no salían los telomerecesporhijodeputa ni las shits. Estaba mudo. Su corazón palpitaba acelerado y sus músculos continuaban tensos. El arma se deslizó de su mano y se perdió entre los arbustos. Ni siquiera se preocupó en recorgerla.  Ya no la necesitaría.

—La puta madre —fue lo único que se atrevió a decir—. Está...

Está.

No es momento para conclusiones apresuradas.

Sirhan recorrió el trecho restante y alcanzó el cuerpo de Ezra. «Cuerpo, no cadáver», intentó convencerse. Miró en todas las direcciones en busca de la figura misteriosa, pero solo encontró el cantar de las cigarras. El cobarde se había esfumado mucho tiempo antes.

Recogió la pistola y repartió cuatro disparos al aire, uno por cada punto cardinal, para alejar a los curiosos. A lo lejos se oyó el aullido de un perro herido; nada más. Mejor así. Sirhan se arrodilló junto a Ezra y lo examinó.

Le tomó el pulso del cuello, y nada. Llevó el índice debajo de su nariz y esperó unas débiles exhalaciones, y nada. Abrió y cerró sus párpados y descubrió que Ezra no ofrecía resistencia. Nada, nadie.

No dispuesto a admitir la verdad, Sirhan fue más allá y le quitó el abrigo. Lo que encontró a continuación lo sorprendió más de lo que debería.

—Un chaleco antibalas, debí imaginarlo. Al final de cuentas, no eres tan negligente como creía —reconoció Sirhan mientras le quitaba el chaleco y le dejaba el torso desnudo—. Si no te despiertas con este frío, no te despertarás más.

Casi esperaba que Ezra se levantara de imprevisto, le tomara el cuello con las dos manos e intentara estrangularlo.  Pero nada de eso pasó; los latidos de Ezra se habían extinguido hacía mucho tiempo y su rostro estaba cada vez más pálido y frío. Estaba muerto. M-u-e-r-t-o. Sirhan había vencido. La muerte había vencido.

—Pocas cosas como la muerte —dijo Sirhan, aún con la vista fija en el cadáver.

Cuerpo. Cadáver.

Ejecutor. Cómplice.

Y testigo, siempre testigo.

Ahora necesitaba pensar. No podía dejar el cadáver sobre el suelo, a la buena de Dios, y arriesgarse a que un entrometido lo encontrara. Necesitaba ocultarlo. ¿Pero dónde? Aquel abeto era demasiado grande; aquellas matas, demasiado estrechas; aquel galpón, demasiado peligroso.

Miró a su alrededor y encontró un sitio plagado de plantas silvestres. «Es perfecto», se dijo, «siempre que no haya escorpiones o serpientes que me quiten el alma mientras trabajo». Tomó a Ezra —o los restos de Ezra— de los tobillos y lo arrastró con suavidad. Esquivó la luz de los reflectores para no atraer a los curiosos y se detuvo frente a un verdadero jardín de vicias cracca color violeta.

Sirhan no se preocupó por enterrarlo; de nada servía quedarse sin uñas para que alguien lo encontrara al día siguiente. Guardó el arma de Ezra en la funda, los dos dedos en sus bolsillos y tendió el cuerpo boca abajo, sin nunca mirarlo a los ojos. Pese a estar muerto, la mirada de Ezra aún lo intimidaba. Esos ojos verdes, ahora cubiertos para siempre por el manto de la muerte, lo perseguirían un buen tiempo.

El olor a herrumbre comenzaba a impregnarse en el aire y Sirhan supo que estaba a punto de devolver la cena. Y eso hizo. Apenas logró hacerse a un lado para no vomitar encima de Ezra y generar un enchastre mayor. Cuando acabó, sintió esa acidez en la boca y supo que aún había más. Se contuvo.

Esparció el vómito con la suela y rogó que la tierra lo absorbiera pronto. Lo mismo para Ezra: que se descompusiera rápido, que desapareciera de este mundo antes de que algún entrometido lo encontrara.

—Eres un puto asesino. ¡Eres un puto asesino! —se dijo—. No, no soy un puto asesino. Solo cumplí mi trabajo —intentó convencerse—. Yo no hice que Ezra tropezara y se rompiera el cuello. Yo no lo maté, él se mató solo. Si fuera por mí, Ezra seguiría vivo.

Sirhan cruzó el parque en diagonal y evitó voltearse en todo momento. De pronto, y sin saber por qué, comenzó a correr. Corría y corría como un desquiciado; como un asesino; como un alma arrepentida que, pese a todo, estaba dispuesta a cobrar su recompensa al final de la noche.

¡Holaa! Acá Gonza reportándose.

Quisiera conocer su opinión sobre uno de los capítulos más intensos de toda la novela. Si te gustó, hacémelo saber con un comentario, voto o compartiendo la historia con tus amigas.

Como siempre, les dejo un buen meme y un dato curioso😆

Su meme:

Su curiosidad: Podría decirse que Believer es el tema oficial de la novela. El ritmo de la canción y la explosión del estribillo nos muestran la evolución de Sirhan a lo largo de toda la novela.

¡Esto es todo por hoy!

¡Nos leemos!

xxxoxxx

Gonza.

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