Capítulo 15
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«¿Hay algo más noble que servir a la patria desde joven?». (Evan Greer: discurso nro. 1, 10/10/2030).
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—No tardes o Doron estará hecho una furia —le había advertido Stone esa mañana antes de partir rumbo al estadio.
Sirhan había olvidado cuánto le agradaba tener problemas de adolescentes normales: despertarse una hora antes del partido, tender la cama con prisa, lavarse los dientes mientras recitaba el abecedario, desayunar a contrarreloj, encontrar el atuendo adecuado y salir rumbo al estadio a las ocho y media. Nada del otro mundo, pero no sabía si lo lograría.
Los hermanos llevaban dos horas en el Graham, inmersos en largos preparativos. Sirhan imaginó a un Doron imperturbable, con la mente y el cuerpo fijos en el partido, listo para enfrentar a sus enemigos. Imaginó a un Stone de sonrisa eterna que corría detrás de cada jugador y escribía a toda velocidad poemas que empezaban con Extraño tus nalgas al amanecer.
—Habla, Stone. Diles que no eres el perrito faldero de nadie —dijo, aunque su amigo no lo escuchara—. ¡Vamos, anímate! Que lo que piense Doron te importe un carajo.
Su conversación con nadie hizo que Sirhan sonriera. Boyd le había pegado ese mal hábito y ahora se sentía un imbécil. «Algún día podrás verlo a los ojos y decírselo de frente», intentó convencerse.
Eligió unos joggings bicolores que habían estado de moda en los años veinte y una remera verde que hacía juego con el logo de Los Bravos. Consultó el reloj de muñeca y confirmó que llevaba cinco minutos de ventaja. Mejor así. Podría disfrutar el camino como un fanático más, lejos de la obsesión de Doron con la puntualidad.
Se puso los auriculares inalámbricos y dejó que la voz de la cantante principal de Bess In The Shadows —la principal representante del furor electo-pop que enloquecía a los adolescentes— lo acompañara el resto del camino.
Colorful wind, full of colors,
full of emotions, full of life
that wrap my body,
my sensations and my heart.
La pasión se palpitaba en el estadio. En la entrada Norte —correspondiente a Los Bravos— había un estruendo de bombos, platillos y cantos al unísono. Algunos fanáticos ondeaban las banderas en alto y gritaban los nombres de los jugadores. Hablaban del ocho, el diez o el cinco y Sirhan no sabía quién carajos era el ocho, el diez o el cinco.
Del otro lado, una caravana blanquidorada se perdía por la entrada Este. Rostros pintados de blanco, cuernos dorados en la frente, ridículas colas de caballo en el cinturón y algunas coronas rojas de poliéster hicieron que Sirhan comenzara a reír. No por nada se decía que los fanáticos de Unicornios eran de los más extravagantes de todo el campeonato.
Algunos bravos comenzaron a insultarlos: ridículos, maricas, tortas, raritos, mariposones. Los unicornios los ignoraron. A palabras necias, oídos sordos.
Faltaban quince minutos para que el partido comenzara cuando Sirhan se separó del grupo y se abrió el paso entre la muchedumbre. Las protestas no tardaron en llegar:
—¡Respeta tu turno, negrata! —le gritó un tipo—. No te creas el superior.
Sirhan no se detuvo. En una clara respuesta a las provocaciones, se formó frente a la entrada Oeste y esperó su turno. Unos pocos minutos bastaron para que llegara al puesto de seguridad y atravesara el detector de metales sin inconvenientes.
En el interior, el Graham estaba en llamas. La pantalla estaba encendida y mostraba los rostros de los jugadores más famosos. Los nombres de los apostadores subían y bajaban, y las tribunas enloquecían cada vez que aparecía un nuevo favorito. Era un verdadero caos.
Sirhan no tardó en encontrar la fotografía de Doron junto a la leyenda de Jugador del partido. Ahora comprendía por qué Stone lo admiraba tanto: Doron era uno de los mejores. Escuchó que un grupo de fanáticos gritaba su nombre como desquiciados y se preguntó qué harían cuando el número cinco saliera al campo de juego. «Como mínimo, se caen de culo», pensó.
El teléfono vibró en su bolsillo. Era un mensaje Stone. Un simple «Voy» hizo que Sirhan deslizara un rictus. Había seguido las indicaciones al pie de la letra y esperaba que Stone pudiera encontrarlo con facilidad en medio de la multitud. Y no se equivocaba. Minutos más tarde, Stone agitaba el brazo para regresarle el saludo y comenzaba su ascenso por las gradas.
—Dicen que hasta la belleza cansa. ¿Será por eso que estoy tan cansado? —dijo Stone a modo de saludo, mientras apartaba la campera de Sirhan de su asiento.
—Descansa un rato, bello —le recomendó Sirhan, divertido—. Aprovecha tus noventa minutos de descanso.
—Ojalá —se lamentó Sirhan—. Debo partir unos minutos antes de que el partido acabe por si alguno me necesita. Cuando Los Bravos ganan todo es color de rosas, pero cuando pierden o empatan viene lo peor. Los jugadores llegan a los vestuarios con su mirada de Medusa y empiezan con sus absurdos reclamos. Que la loción de coco no tiene coco, que el talco ortopédico sale por cuatro de los cinco agujeros, que la remera se encogió media pulgada después de que la lavaras, que no sonrías cuando acabamos de perder… ¿Sabes una cosa? A veces es mejor que se queden en silencio.
—Estoy seguro de que ganarán —lo tranquilizó Sirhan—. Esos Unicornios no parecen un rival tan difícil.
—¿Lo dices por los fanáticos? —Sirhan asintió—. Entonces te equivocas. De hecho, si dejas los exotismos de lado, Unicornios es de los mejores equipos de la liga.
—Entonces, tendremos un partido interesante.
—Confía en mí. Te prometí acción y tendrás acción.
Una horda de aplausos y vitoreos recibió a los jugadores, pero el verdadero tornado humano estalló cuando Doron apareció en la pantalla. El número cinco les dirigió esa clásica mirada de Bruce Willis y una sonrisa artificial que revolucionó a la mitad del estadio. Los ojos de Stone brillaban.
El árbitro llamó a los capitanes e hicieron el sorteo. Los Bravos pusieron la pelota en movimiento y el juego comenzó. La multitud estaba revolucionada, pero el ritmo del partido no tardó en aletargarla. Era frustrante ver cómo los jugadores jamás llegaban al área, o que cuando lo hacían ni siquiera podían apuntar al arco.
Sirhan estaba mudo, y Stone apenas despegaba la boca del sorbete para deslizar alguna onomatopeya cada vez que uno de Los Bravos intentaba hacer un gol y fracasaba. Algunos fanáticos se refugiaron en sus teléfonos y abandonaron a los jugadores a merced de su suerte, hartos de la monotonía.
En medio de la apatía general, Doron era el único que no daba todo por perdido: ayudado por zancadillas, empujones y un par de palabrotas, intentó dejar atrás a sus rivales, pero tampoco lo consiguió. Era como si el marcador se dignara a continuar en un cero a cero eterno, en darle a Sirhan una primera mala impresión.
—Justo elegí el mejor juego para demostrarte por qué Los Bravos son los mejores del condado.
—Si no me lo dices, ni lo habría notado —contestó Sirhan, divertido.
El público había pedido acción y, por fin, la tuvo. Con una falta evidente que el árbitro jamás cobró, un unicornio de cabello turquesa hizo que Doron besara el césped y recuperó la pelota. Los fanáticos dejaron los celulares a un lado y se enfocaron en el partido. Se auguraba algo grande.
Quiebrahuesos continuó su avance sin mirar atrás y alcanzó el área a los pocos segundos. Tras una magistral asistencia, el número nueve detuvo la pelota y perforó el arco con un imponente derechazo. El gigante dormido reaccionó con chiflidos, gritos y apuestas que tocaron las nubes. Quiebrahuesos y Derechazo Perforador no tardaron en liderar las apuestas.
—¡Mira esa cantidad de ceros! —exclamó Sirhan, asombrado—. ¡Esto no se detiene nunca!
—A diferencia de tus carreras, aquí las apuestas están abiertas hasta el final del partido. Después de todo, lo que le queda a cada jugador no es ni la mitad de la que tú recibiste el miércoles pasado. El fútbol no es religión aquí.
De pronto, las tribunas volvieron a despertar. Esta vez, Doron se acercaba al nueve de los Unicornios y parecía dispuesto a todo. El encuentro fue inevitable. Doron estiró la pierna derecha y le arrebató la pelota con violencia. Su talón rozó la nariz de su rival y se oyó un ruido hueco, como si acabara de quebrarse. El árbitro ignoró la nariz sangrante y los gemidos de dolor y dejó que la pelota corriera. Algunos fanáticos de Unicornios protestaron.
—Como se nota que aquí no hay tarjetas rojas.
—Nos quedaríamos sin espectáculo —replicó Stone.
—Y sin árbitro —bromeó Sirhan.
Tras un breve regate, Doron le dio un espectacular pase a un compañero de cabello morado, y las tribunas volvieron a gritar. Rodeado por todos lados, Cabello Morado dio un salto y anotó un gol memorable, un poco con la cabeza y otro poco con la mano de Dios. Los apostadores festejaron y lo recompensaron con miles de bards. Cabello Morado era el nuevo favorito.
—Aquello fue... ¡asombroso! —gritó Stone—. Tenía fe en mis Bravos.
—Si ignoramos el VAR, sí, fue asombroso —bromeó Sirhan.
—¡Si tan solo Diego lo supiera!
Cinco minutos antes de que el juego acabara, una nueva anotación cambió el rumbo del partido. Una vez más, Cabello Morado perforaba la portería con un contundente derechazo desde afuera del área y torcía el marcador a favor de Los Bravos.
La evidente victoria de Los Bravos disparó las apuestas a la estratósfera. Los pequeños apostadores le jugaron unos pocos bards al equipo de Doron y esperaron su recompensa. Estaba claro que no sería demasiado, pero al menos les serviría para tirar unos días. «Cada uno tiene sus propios métodos para sobrevivir a la tempestad», pensó Sirhan.
El árbitro hizo sonar el silbato y marcó el final del partido. Una verdadera tormenta de bengalas y fuegos artificiales —ambos prohibidos en el Imperio desde hacía años— iluminó el cielo del Graham, e inmensas banderas se sacudieron en las gradas. En la cancha, los jugadores celebraban la victoria y saltaban en ronda junto al equipo directivo.
Los unicornios se retiraron del estadio, y algunos bravos les tiraron cuernos de goma y les gritaron «A casa, putos». Ellos ni contestaron.
—Debo irme —se lamentó Stone—. Pronto regresarán a los vestuarios.
—No te preocupes por mí. El partido ha sido excelente —lo consoló Sirhan—. Cuídate. Mucho.
Stone se sentía culpable por haberse tomado unos minutos más y bajó las escaleras a toda velocidad entre un aluvión de perdones y gracias. Sirhan sintió pena por él. Como si once cretinos merecieran que alguien corriera tras ellos y se humillara a cambio de unos pocos bards. Patético.
Sirhan vio a un Stone dócil, pasivo e irresoluto y tuvo el impulso de ayudarlo, de mostrarle que siempre encontraría una mano amiga. Lo intentó. Intentó ponerse de pie, pero no pudo. Lo intentó de nuevo; esta vez, con los brazos y las piernas tensas, pero tampoco lo logró. Su cuerpo, estático y reticente, se resistía a cualquier maniobra de rescate.
Levántate. Quédate
L e v á n t a t e. Quédate.
L e
v á n
t a
t e.
Quédate.
L e
v á
n t
a t
e.
Quédate.
Quédate.
Quédate.
QUÉDATE.
Habían pasado cuatro días y Ezra aún continuaba en silencio. ¿Qué carajos pasaba por su mente? ¿Acaso se había dejado matar para martirizarse? Sirhan repasó algunas opciones dignas de un mártir:
• «Dególlame con una espada»
• «Ampútame las cuatro extremidades con un hacha»
• «Ábreme el cráneo de un balazo»
• «Rebáname en cubos de veinte centímetros y hiérvelos en aceite caliente»
• «Ofréceme como tributo a las ratas o a los dioses o a los cuervos»
• «Arráncame los testículos y ponlos en un muestrario»
• «Ahórcame hasta que me vuelva rojo, y violeta, y blanco»
• «Arráncame los ojos con dos tenedores»
• «Pínchame el corazón con un hierro caliente»
—¿Cuál de todas? —le preguntó.
El parque estaba tan calmo como la primera vez, pero no por ello Sirhan bajó la guardia. Se detuvo en seco y dio un vistazo panorámico. Nada, nadie. O, al menos, nada ni nadie visible.
Avanzó por el sendero con cautela y notó que había huellas humanas en medio del camino. Encendió la linterna y estudió las pisadas un momento: estaban frescas y se dirigían rumbo al galpón. No había huellas de regreso, lo que podía significar dos cosas: que el extraño se había ido por un camino alternativo o que lo esperaba en el interior del granero. Sirhan podía adivinar la respuesta.
Controló los nervios y deslizó la suela del zapato hasta hacerla coincidir con la pisada húmeda. El entrometido debía ser talla nueve y llevarle unos diez o veinte centímetros de alto. Las suelas eran las de unas botas Fal Predator GTX, las elegidas por cientos de cuerpos policiales a lo largo de todo el mundo. Y, por supuesto, por los Ases de Picas.
—¡Mierda!
Sirhan desenfundó la navaja y abandonó el sendero antes de que sus huellas quedaran impregnadas en el lodo. Rodeó el predio por la derecha y evitó en todo momento una lámpara parpadeante que podría delatar su posición. Una vez en el galpón, inició una búsqueda frenética, escoltado por la luna llena y el tintineo acusador de las estrellas.
Un fuerte aroma a pintura fresca inundó sus narinas y lo obligó a detenerse. Sirhan aspiró una vez más y encendió la linte?
Sin dudas, Ezra tenía un humor retorcido y los huevos bastante grandes: no cualquiera que se encuentre bajo amenaza se atrevería a cruzar un parque a oscuras solo para provocar a su enemigo Pero eso no acababa allí: Ezra había tenido la delicadeza de escribir la pregunta en el mismo lugar donde Sirhan había fijado la pista.
«Observador, maquiavélico y sarcástico. No le tiene miedo a los desafíos. Parece dispuesto a todo», apuntó Sirhan mientras analizaba qué hacer a continuación. El aerosol se bamboleaba en su bolsillo derecho y la bola de acero comenzaba a hacer un sonido molesto que lo incitaba a tomar una decisión.
Yo contestaré a mi manera, así que no te desanimes si tus dudas no se resumen a un simple sí o no.
Sirhan meditó unos segundos lo que escribiría. No era momento de dejar nada librado al azar. Ezra había despertado su espíritu poético, la magia de las palabras. Necesitaría una contestación tan contundente y misteriosa como la pregunta de su enemigo.
Se presentan cuando es debido. El diablo y la muerte también tienen asuntos pendientes.
Repasó sus líneas varias veces hasta convencerse de que era lo mejor que podía hacer. Quizá en un futuro podría abandonar la cacofonía y esa rima barata que se había formado al final; quizá adoptaría un trazo más firme, que diera una falsa sensación de certeza. «Mejoraré con el tiempo», se dijo. «Hasta en el arte de matar se necesita práctica».
—Carrera número dos: Manderson, Orrick, Headen, Ross, Dunsmire, Beasley, Bay y Ussher.
Los rostros de los muchachos aparecieron en la pantalla y las tribunas enloquecieron. Los fanáticos esperaban un duelo a la altura, nada menos que entre los dos mejores corredores que Boyd había tenido en mucho tiempo. Sirhan se mantuvo calmo y se preguntó por quién apostaría el rubio esta vez. Su decisión podría arruinar para siempre la relación entre los tres.
—¡A sus puestos! —ordenó el árbitro.
Wyatt se deslizó hacia el carril número ocho en un estado de trance. Tenía la mirada fija en la pantalla y se mordía el labio inferior para contener el nerviosismo. Era uno de los tres favoritos y los apostadores no le perdonarían la derrota dos veces.
Sirhan lo vio perderse a su lado y le dedicó una sonrisa amistosa que Wyatt no vio o simuló no ver. No lo intentó dos veces. Allá Wyatt y su afán de gloria; ahora era su momento de triunfar. Sacudió la cabeza para librarse de sus cavilaciones y se preparó para salir disparado ni bien el árbitro diera la orden. Él tampoco daría tregua.
—¿Listo para perder? —le dijo Wyatt de pronto.
—Jamás.
—Suerte, amigo.
Amigos en todos lados menos en la pista.
Sirhan no comprendía a qué jugaba Wyatt, pero le alegró verlo más descontracturado. El intercambio de palabras divertidas antes de correr no era su rasgo más distintivo; Wyatt siempre jugaba a desconocerlo, a confundirlo con un corredor más. Quizá esta vez necesitaba una mano amiga, aunque no quisiera admitirlo. «Su ego no es mi problema», se dijo Sirhan y volvió a enfocarse en la pista. Nada ni nadie podría detenerlo.
—¡Preparados! ¡List…
Cuando el joven del carril número seis salió disparado antes de tiempo, los demás corredores no supieron cómo reaccionar. Los más intrépidos se prestaron a su juego, pero la mayoría permaneció en su sitio, a la espera de una orden de partida en falso que nunca llegó. Ayudado por el factor sorpresa, el muchacho tomó una distancia abismal de sus competidores y se preparó para ser el primero en cruzar la meta.
Sin embargo, cuando todo parecía a su favor, el público puso un grito en el cielo. Gritos, insultos y abucheos monstruosos surcaron el aire, y las apuestas hacia Salgo Cuando Se Me Canta El Culo se desplomaron en segundos. Algunos corredores se unieron a los reclamos.
—¡Va contra las reglas! —gritó uno de ellos—. ¡Deténganlo!
¿No era que no había reglas?
Cuando el tramposo atravesó la línea de meta, la pantalla permaneció congelada. Lo habitual era que los demás desaparecieran y que el rostro del vencedor inundara todo el estadio, pero nada pasó. Nada pasó más allá de los gritos de guerra de una multitud embravecida.
—¡Eres un tramposo de mierda!
—¡Te abriré la cabeza con la nueve milímetros!
—¡Eres un puto! ¡Putoputoputo!
Salgo Cuando Se Me Canta El Culo les hizo fuck you con la mano izquierda y se agarró la entrepierna con la derecha mientras avanzaba hacia podio sin que nadie lo hubiera invitado. En una provocación constante, se subió a la tarima y elevó los puños al cielo, triunfador. Algunos espectadores desenfundaron sus pistolas, dispuestos a tomarse la justicia por mano propia. De pronto, lo único que se oía en el estadio era el sonido de las nueve milímetros al cargarse. La carrera estaba a punto de terminar.
—¡¡Sirhan!!
El grito de Wyatt desgarró el estadio, y Sirhan descubrió que era el único corredor que estaba en medio de la pista; los demás estaban en el cuarto de servicio y observaban el espectáculo con horror. Algunos espectadores estaban listos para disparar, y dos Ases se aproximaban a Salgo Cuando Se Me Canta El Culo con cara de pocos amigos. Era el momento de huir.
Cuando Sirhan comenzó a correr, notó que el nombre del muchacho desaparecía de la pantalla y que su imagen era reemplazada por una silueta negra. Quedaban siete. Segundos más tarde, ocurrió algo extraño: las cifras de todos los jugadores volvieron a cero, como si nada hubiera ocurrido. El juego volvía al comienzo y eso no podía significar nada bueno.
—¿Estás bien? —le preguntó Wyatt ni bien Sirhan puso un pie en el cuartucho.
—Sí. ¿Qué ocurre?
—Rompió las reglas.
—¿No era que no había reglas?
—Aunque haya reglas oficiales, digamos que hay algunas normas implícitas que no puedes burlar.
—Que sean implícitas no es demasiado tranquilizador, ¿no crees? Te recuerdo que el Akinator desapareció hace años.
—No se trata de ser adivinos, se trata de ser civilizados. Si no respetáramos el protocolo de salidas, esto sería una carrera de postas.
A medida que la conversación avanzaba, también lo hacían los Ases. Mientras los demás corredores sacaban los teléfonos y simulaban que nada pasaba, Sirhan y Wyatt se pegaron a la única ventana para observar la carnicería. A través del cristal empañado, comprobaron que los oficiales habían rodeado al número seis y ahora le exigían que pusiera las manos en alto. Salgo Cuando Se Me Canta El Culo obedeció y se ofreció para que lo arrestaran en ese mismo momento. Pero eso no estaba en los planes de los Ases. Lo suyo no era la ley, era el castigo.
Primero lo insultaron con los tradicionales motherfucker, son of the bitch y dickhead; luego comenzaron a escupirle la cara y el muchacho debió limpiarse la saliva con las manos. Pero el público los detuvo. No querían humillación, querían acción. Para eso estaban los Ases: trabajo sucio y veloz.
Obedientes, los oficiales detuvieron el ataque y desenfundaron las armas. El más esbelto apuntó a la cabeza del muchacho y apretó el gatillo. Salgo Cuando Se Me Canta El Culo logró hacerse a un lado, pero el disparo le arrancó gran parte de la mejilla izquierda. Los Ases atacaron una, dos y tres veces más. Segundos después, el muchacho cayó sobre la pista y el suelo se tiñó de rojo. El trabajo estaba hecho.
Dos encargados limpiaron la sangre, y la voz del estadio llamó a los corredores a la pista. El locutor había resucitado el clima festivo del estadio, y los apostadores estaban listos para la revancha. Todos parecían a gusto salvo los propios competidores: acababan de ser testigos de un asesinato y no lo olvidarían tan fácil.
Tres jóvenes competitivos dieron pequeños saltos en el lugar y se prepararon para salir. Para ellos, el tiempo de luto había concluido: ahora era el momento de ganar. «No han aprendido a olvidar el pasado, pero sí a ponerle una pausa al recuerdo», pensó Sirhan mientras se acomodaba en el taco. «Inténtalo, no debe ser tan difícil».
—¡En sus marcas!
Esta vez, Sirhan respetó el reglamento original y colocó los dedos detrás de la línea de salida, seguro de que los demás harían lo mismo. Pero estaba muy equivocado: los otros atravesaron la franja blanca sin sutileza y se prepararon para salir. Sirhan deslizó los dedos sobre la salida y mantuvo la mirada fija en la meta. Sería un lobo más.
—¡Listos! ¡Fuera!
La partida estuvo en toda regla, y Sirhan se centró de lleno en la carrera. Su fantástica salida le permitió tomar distancia de los otros corredores y evitar así cualquier maniobra de Wyatt.
Pronto, unos quejidos de dolor y los gritos de la tribuna le confirmaron que había tomado la decisión correcta. Wyatt acababa de empujar a su vecino de carril y el impulso había derribado a un segundo muchacho. Ahora solo quedaban cinco. Y Wyatt iría por más.
Alentado por la multitud, embistió con un tercer rival y se acercó a Sirhan con la sutileza de un lobo feroz. Con la tercera posición en peligro, Sirhan puso sus piernas en funcionamiento y consiguió sacarle algo más que un metro de ventaja. Pero no fue suficiente. Comprendió que, con cuatro competidores en juego, había llegado el momento de tomar una decisión: huir de Wyatt o enfrentarlo.
Amigos en todos lados menos en la pista.
De pronto, Sirhan deslizó el pie izquierdo sobre el carril número seis y giró sobre su propio eje. Una maniobra limpia dejó atrás a un Wyatt confundido e hizo que los fanáticos enloquecieran. Con las energías renovadas y el estadio a su favor, Sirhan avanzó por el carril del joven Beasley rumbo a la meta.
Wyatt se puso de pie y explotó las piernas para recuperar el tiempo perdido: Sirhan no se salvaría de él tan fácil. Daría vuelta la carrera y le dejaría una lección que nunca olvidaría.
Pero sus planes se frustraron gracias a un joven de caderas hundidas y remera verde flúor que iba en segundo lugar. Una torpeza propia de un novato hizo que Verde Flúor tropezara y obligó a Wyatt a pasarle por encima. Sirhan sonrió y comenzó a correr.
Corrió y corrió, pero ya era demasiado tarde. El líder ya había traspasado la línea de meta y ahora festejaba su triunfo con saltitos infantiles y puños al cielo. Sirhan se mordió el labio con impotencia: había estado tan cerca de ganar que no se lo perdonaría.
—Buena carrera, campeón —lo felicitó Wyatt.
—¿Buena carrera? Casi me matas. Venías como un poseído detrás mío.
—No seas exagerado. Rivales, no enemigos. ¿Lo recuerdas?
—Recuérdalo tú —remarcó Sirhan.
—Jamás le haría daño, Sir. —Wyatt hizo una reverencia que hacía juego con el apodo—. A lo sumo le habría sacudido un poco el bote. Nada grave, señor.
—Aún nos quedan cientos de carreras para comprobar tu nobleza, lacayo.
Sirhan olvidó las palabras de Wyatt y la suerte del joven Beasley y acabó las demás carreras del día con una participación sobresaliente. Gracias a una estrategia más agresiva que de costumbre, avanzó carrera a carrera y consiguió un pase asegurado para la final del domingo. Pero había algo más importante: había logrado la confianza de los apostadores. Hacía horas que se había convertido en uno de los favoritos y Boyd lo había acompañado toda la tarde. El destino comenzaba a sonreírle.
Tomó una ducha rápida y pasó por secretaría para recoger el dinero. El encargado —que no se parecía en nada al amable señor que lo recibía por las mañanas— le pidió el nombre y comprobó sus datos personales.
—Espéreme un momento —le dijo y regresó con un fajo de billetes.
El tipo lo perforó con la mirada mientras Sirhan contaba el dinero. Aquel hombre necesitaba trabajar quince días sin descanso para llevarse cinco mil bards a casa. Sirhan simuló ignorarlo y contó los billetes uno a uno bajo la luz de la farola. Cuando todo estuvo en orden, dobló el fajo por la mitad, lo guardó en el bolsillo de su americana, miró su reloj y le deseó al hombre las buenas noches. El tipo no contestó.
Sirhan y Stone se despidieron en la puerta y acordaron verse en esos días. Ya era tarde, pero Sirhan aún tenía asuntos pendientes. Aunque al día le quedaban pocas horas, al suyo le restaba una eternidad.
Sirhan hundió su dedo en uno de los timbres del piso veinte y permaneció junto al interfono un momento. Nada, nadie, aunque desde abajo podían verse las luces encendidas. Debía esperar.
Minutos después y sin haberse anunciado de antemano, apareció Fagler y le dedicó algo parecido a una sonrisa. Le abrió la puerta y lo invitó a subir por las escaleras con una cortesía inusitada. «¿Qué bicho le ha picado a este?», pensó Sirhan. «Espero que la enfermedad le dure un buen tiempo»,
—¡¡Campeón!!
Una botella de champán y un saco oscuro con detalles dorados fueron suficientes para que Sirhan arqueara las cejas más de la cuenta. Boyd agitó la botella y le apuntó a la cara, sin darle tiempo para reaccionar. Sirhan alcanzó a cubrirse los ojos y sintió cómo el champán empapaba su camisa y su babucha recién estrenada. Un intenso aroma a frutas escarchadas, especias y café suave se impregnó en su ropa y en su pelo, y Sirhan apenas pudo evitar una mueca de disgusto. Boyd sonrió y le alcanzó una toalla.
—¿Te molesta? —preguntó Sirhan mientras se sentaba a la mesa con el torso desnudo.
—Hoy tienes todo permitido. Eres el campeón.
Boyd se levantó de la mesa para buscar otra botella de champán, que sirvió en ambas copas. Sirhan observó la suya con desagrado: las diminutas burbujas le provocaron un cosquilleo en la nariz y el aroma le resultó más nauseabundo que nunca. El rubio se disculpó y se perdió en la cocina. Regresó con lata de cerveza y una botella de agua y dejó que el campeón eligiera lo que quisiera.
Sirhan tomó el agua y apartó la cerveza sin pensarlo dos veces. El olor que salía de su cuerpo le había quitado las ganas de tomar cualquier bebida alcohólica por mucho tiempo. Boyd aprobó su elección con una sonrisa.
—Progresas rápido, campeón —confesó Boyd—. En poco más de un mes has logrado lo que muchos no consiguieron en años. Y casi sin necesidad de maniobras deshonrosas.
—¿Te gusta cumplir las reglas?
—Me gusta el juego limpio.
—Te gusta cumplir las reglas —le retrucó Sirhan, divertido.
—Al diablo con las reglas.
Boyd comenzó a reír como un puerco, y Sirhan se contagió de él. Gracias a un comentario ingenioso, el rubio había conseguido que Sirhan bajara las armas y disfrutara de su kipper recién ahumado. Después de todo, estaban allí para celebrar.
—Mírate: eres uno de los mejores —le dijo Boyd—. Has conseguido grandes triunfos sin necesidad de estimulantes, hormonas, diuréticos o esteroides. Y deberías estar orgulloso de eso.
—¿Te gusta cumplir las leyes? —preguntó Sirhan, sonriente.
—Y si me gustara, ¿qué?
—Vi que dejaste el permiso en mi buzón el viernes pasado. ¿Cómo va esa cacería, campeón?
Las alarmas de Sirhan se encendieron. Boyd había arrojado el comentario a quemarropa, sin darle tiempo para reaccionar y lo obligaba a mantener la calma. ¿Acaso el rubio quería medir su progreso e incitarlo a entrar en acción? ¿Acaso la Convención tenía plazos fijados de antemano y esperaba reemplazar a Ezra por un nuevo Número Uno?
—Apuesto a que te emociona que aún siga con nosotros —continuó Boyd al ver que Sirhan no contestaba—. ¿Le has enviado algún saludo?
—¿Por qué lo haría? —Sirhan se mostró prudente—. No sé nada sobre él.
—Investiga, síguelo, invéntate una acusación. Para eso tienes la materia gris, hombre.
—No me servirá de nada provocarlo si no sé cómo liquidarlo.
—Toma al toro por los cuernos, que seguro le sobran. —Boyd sonrió de su propio chiste—. Recuerda que no es más que un jovencito de dieciséis años muerto de miedo.
Sirhan abrió los ojos más de la cuenta. Hasta donde tenía entendido, estaba prohibido difundir cualquier tipo de información sobre la víctima que no fuera su nombre completo y su domicilio. Pero Boyd acababa de hacerlo. Había revelado la edad de Ezra sin darse cuenta. Y eso solo podía significar una cosa: el rubio sabía más de lo que quería decir.
—Tú sabes por qué está allí, ¿cierto? —dijo Sirhan, sugerente.
—No conozco su caso en particular —se excusó Boyd—. Podría consultar en los archivos si quisiera, pero tengo asuntos más importantes que atender.
—Y si lo hicieras, ¿me lo dirías? —se arriesgó Sirhan.
Boyd se refugió en su arenque ahumado y su copa de champán para encontrar un poco de paz ante a tantas preguntas. Parecía incómodo y eso indicaba que Sirhan iba en la dirección correcta.
Necesitaba una respuesta concreta, conocer el pasado de Ezra con una sola palabra: ladrón, violador, revolucionario, traidor, infiltrado, terrorista, pirómano, asesino, secuestrador, abusador, feminicida, vándalo, conspirador, competencia, líder. Necesitaba juzgarlo. Culpable o inocente.
—Lo siento, campeón, pero las reglas son claras —respondió Boyd—. No quiero exponerme. ¿Recuerdas el artículo dieciséis? «Nadie puede solicitar informes a la Convención sobre datos relacionados a los apostadores ni a los amenazados».
¿Te gusta cumplir las reglas?
Me gusta el juego limpio.
Te gusta cumplir las reglas.
Y si me gustara, ¿qué?
¡Y acá termina el capítulo de hoy! Casi 8.000 palabras 😅😅
¡Ya sabés! Si te gustó, podés ayudarme con un voto, un comentario y un compartido.
El dato curioso es que escribí este capítulo antes del fallecimiento de Maradona y tuve que reescribir la parte de Stone. 😟
Les dejo un chistecito bastante conocido:
"Chica que solo vio la película de ATDMV: ¿Quién es Claudia?
Todos: "Es la guitarra de Lolo🎵".
xxxoxxx
Gonza.
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