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Capítulo 14

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«El desarraigo permitirá reducir y exterminar la pobreza y el hambre, eternos enemigos de esta noble nación. Será la manera más digna y leal de servir a nuestro pueblo y de revertir la situación económica de nuestros antecesores». (Rhona Greer: discurso nro. 498, 1/1/2022).
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—«¿Quién mierda soy?» ¿«Te caes de culo»? ¿«Tengo las pelotas bien grandes»? ¡¿Desde cuándo hablas así?! —gritó Sirhan, frustrado.

Habían pasado dos días desde que había dejado la carta en el buzón de Ezra, pero nada había pasado. Ni un grito, ni un pedido de piedad, ni un disparo desesperado, ni una llamada telefónica. Nada; todo era ignorancia.

Aún no comprendía qué podría haber fallado para que su víctima no se atreviera a aceptar el desafío. Quizá el pulso trémulo y la firma ridícula lo habían delatado como un muchachito asustado; quizá Ezra había dado el desafío por perdido y ni siquiera se presentaría. En cualquier caso, necesitaba una respuesta. Para jugar a la muerte hacen falta dos personas.

De pronto, el teléfono comenzó a sonar. Sirhan se secó las manos en la ropa y avanzó en puntillas hacia la habitación. El estaba del otro lado insistió; cortaba y discaba, cortaba y discaba. «Algunas personas tienen la habilidad de convertir una nimiedad en una urgencia», pensó Sirhan, cansado.

—Diga.

—¿Sirhan? —preguntó alguien con voz recién de despierto.

—¿Quién habla?

—Soy yo, Wyatt.

Sirhan suspiró de alivio y comenzó a dar vueltas por la habitación para calmar el nerviosismo. Había esperado un tono rudo y desafiante y no la voz calma que venía del otro lado. Había esperado otro tipo de llamada.

—¿Quieres salir a caminar esta tarde? Hoy es mi día franco y me gustaría mostrarte algunos sitios interesantes.

—Me vendría bien.

—Te espero en el Gran Mercado de Moy a las cuatro.

—Allí estaré —le dijo Sirhan.

El Gran Mercado de Moy —el único centro comercial en varios kilómetros— no era más que un grupo de tolderías viejas levantadas sobre los restos de un edificio a medio construir. En la puerta había un par de muchachos de ropas inmundas que los invitaron a recorrer los puestos y les pidieron una colaboración. Wyatt deslizó un billete de cinco bards y atravesó hacia la entrada, sonriente. Sirhan lo imitó, aún sin entender su optimismo. ¿Acaso le emocionaba ver basura?

Ni bien pusieron un pie en el edificio, los comerciantes saltaron sobre ellos como langostas. Algunos les dieron una muestra de sus productos, otros les mostraron videos de YouTube, y otros les ofrecieron algunos descuentos irresistibles. Pero la mayoría los invitó a visitar los pisos superiores, donde podrían disfrutar de una mujer todo el tiempo que quisieran. Pero ambos se negaron y se conformaron con pasear por la planta baja.

—¡Venga a conocer la colección de monedas más grande del Imperio! —gritó uno de los negociantes.

Y eso hicieron. Un hombre que apenas pasaba los treinta —aunque la barba descuidada lo hacía parecer mayor— les sonrió desde el otro lado. Su negocio se resumía a una mesa cubierta de terciopelo rojo y a ochenta y cuatro monedas de plata de distintas épocas y países Francia, Italia, Alemania Occidental, el Imperio Austrohúngaro, la Unión Soviética, el desaparecido Brasil…

—¡Esta es una libra esterlina! De cuando todavía éramos… Gran Bretaña —Wyatt contuvo un comentario a último momento.

—Así es muchacho. Y vale mucho dinero —remarcó, orgulloso, el vendedor.

La moneda era pieza única del 1864 que había sobrevivido a quince años de estricta proscripción. En el adverso aparecía la Reina Victoria de perfil, con el cabello recogido, rodeada de la famosa expresión Victoria dei Gratia que la acompañaría durante sesenta y tres años de reinado. Al reverso se veía un escudo británico coronado de laureles que evocaba los tiempos dorados.

—Es una verdadera joya —continuó el vendedor—. Las demás se canjearon por un par de bards en los centros de fundición.

Wyatt se manejó con cautela y evitó los temas políticos. Preguntó por un par de monedas más para no llamar la atención y abandonó el puesto a los pocos minutos. Sirhan lo siguió en silencio.

Abandonaron el mercado y fueron a un café esquinero ambientado en los años ochenta capaz de enloquecer a cualquier fanático de Aerosmith. El único televisor estaba encendido y mostraba un partido de rugby entre Escocia y Nueva Zelanda. Un par de fanáticos embravecidos lo seguían de cerca, pero a Sirhan y Wyatt no les importaba un carajo. Solo querían comer.

—¿En qué puedo ayudarlos? —les dijo el mozo.

—¿Tiene ensaladas? —preguntó Wyatt.

—Por supuesto.

—Entonces, denos dos ensaladas completas.

—De acuerdo. ¿Desean acompañar su comida con una cerveza fresca?

—No, gracias —repuso Sirhan—. Somos deportistas.

—Tampoco necesitaremos esto. —Wyatt le entregó el porta azúcar.

—De acuerdo —repuso el mozo, algo confundido—. ¿Desean algún servicio adicional?

—No, gracias.

—Invita la casa.

—No, gracias —repitió Wyatt, terminante.

El joven reapareció a los pocos minutos con el pedido y dos botellas de agua mineral. Sirhan y Wyatt recibieron la comida con gusto y le dedicaron una sonrisa que lo invitaba a retirarse. El mesero comprendió la indirecta y atendió a otros muchachos de una mesa cercana.

Sirhan y Wyatt intentaron mantener una conversación civilizada, pero los gritos de los fanáticos del rugby y el volumen altísimo de Walks This Way frustraron sus planes. La merienda transcurrió entre tackles, scrums y tries; entre Brad Whitford, Steven Tyler y Joe Perry y las frecuentes apariciones del mesero.

She told me to / Walk this way! / Talk this way! / Walk this way! / Talk this way! —canturreó Sirhan ni bien salieron del local.

—Por favor, cállate —le pidió Wyatt, divertido—. Odiaré Aerosmith el resto de mi vida.

Wyatt se había perdido en las calles hacía varios minutos, y Sirhan supo que era el momento de actuar. Se puso la capucha para protegerse del viento y avanzó rumbo al parque con la cabeza gacha. Un par de muchachos lo siguieron algunas cuantas cuadras, hasta que por fin se perdieron en los edificios. No había moros en la costa.

Se detuvo frente a un gigantesco contenedor que apestaba a orina de gato y desechos humanos y hurgó en sus bolsillos. Batalló con los guantes un largo rato para no dejar huellas en el exterior y, cuando estuvo listo, continuó la marcha. Quizá era una precaución innecesaria, pero los libros y películas sobre asesinatos le habían enseñado a no subestimar a su enemigo. Aunque su enemigo fuera un torpe que se tropezaba con el tacho de basura.

Adoptó un paso rápido, aunque cauto; seguro, aunque vacilante; y conocedor, aunque desconocido. No era la primera vez que recorría ese camino y tampoco sería la última. Esta vez, esperaba encontrarse con algo más que cuatro paredes impolutas. Necesitaba respuestas o, más bien, preguntas.

—Dame una señal. Dame una maldita señal.

Sirhan se detuvo en la acera del frente y observó el parque un momento: cuadras y más cuadras de un césped bien cuidado y unos árboles monumentales rompían el monótono patrón del cemento junto al cemento y le daban una falsa sensación de libertad. No había autos ni personas en los alrededores. Estaba solo. Y eso era todo lo que necesitaba saber.

Sirhan divisó el galpón a la distancia y cruzó en diagonal para cortar camino. Las hojas secas marcaron con precisión cada uno de sus pasos, y la oscuridad dilató sus pupilas y lo obligó a manejarse con cuidado. Por todo el camino había piedras y raíces que amenazaban con derribarlo en cualquier momento.

Estaba tan concentrado que no sintió que un extraño se deslizaba entre los arbustos y se acomodaba detrás suyo. De pronto, la silueta dio un salto y cerró el brazo alrededor de su cuello. Sirhan sintió que el aire escapaba de sus pulmones e intentó liberarse. Pero ya era demasiado tarde.

—¿Quién eres? Quédate quieto.

El frío del caño de una pistola en la espalda estremeció a Sirhan y lo obligó a morderse el labio para contener un escalofrío. Las piernas le temblaban y el sudor recorría todo su cuerpo.

—Manos arriba y un paso al frente.

Sirhan obedeció. El otro encendió una pequeña pero poderosa linterna y le apuntó al rostro. Sirhan cerró los ojos para protegerse de la luz mientras el oficial lo recorría de pies a cabeza. El rubio sonrió, divertido.

—Hola de nuevo, negrata.

—Mi nombre es Sirhan Bay, oficial Cown.

—Da igual. Ahora dime qué haces aquí —le ordenó, mientras le clavaba la pistola con más fuerza.

—No hace falta que me apunte. No soy tan estúpido como para intentar escapar —contraatacó Sirhan.

—¡Contesta mi pregunta, mierda!

—Esa no fue una pregunta, pero se lo diré de todos modos. Acabo de salir de la casa de unos amigos y decidí pasar por aquí para cortar camino —mintió.

—¿Y no te parece que hay ciertos horarios en que no cualquiera anda fuera de su apartamento?

—Si tengo derecho, puedo hacerlo —sentenció Sirhan—. ¿Y usted qué hace aquí?

Sirhan lo perforó con la mirada y el oficial dio un paso atrás. No parecía ser el tipo de persona que era incapaz de responder a sus propias preguntas.

—Tenemos un depósito cerca y yo soy el encargado de cargar los materiales.

Tenemos.

—¿Hacia dónde te diriges? —continuó Jim mientras guardaba la pistola en su funda.

—Edificio E457, departamento 2C —repitió Sirhan, como un monólogo bien aprendido.

—Entonces vas por el camino correcto.

—Lo sé.

Jim se paró debajo de una lámpara y lo miró a los ojos, como si quisiera arrancarle la verdad de los labios. Los lóbulos pegados al cuello, sumados a unos largos caninos y la mala iluminación, le daban un aire vampírico, casi caricaturesco. Sirhan contuvo la risa y aprovechó para estudiarlo con más detenimiento.

Los rasgos de Jim eran toscos, pero sutiles. Sus ojos eran color miel, aunque la dulzura parecía morir en sus iris. Nariz, boca y cejas se extendían a lo ancho y transmitían autoridad. Mientras más lo observaba, más se convencía de que Jim se parecía a alguien que había visto hacía poco. ¿Pero a quién?

—Ahora puedes irte —le ordenó el rubio—. Y no vuelvas a aparecer por aquí.

—De acuerdo —mintió Sirhan una vez más.

Tenía los brazos tensos y la navaja italiana en la mano derecha. Cruzó la calle a hurtadillas y se deslizó sobre el follaje con la sutileza de un depredador. Jamás bajó la guardia; se había escapado de Jim por los pelos y no se arriesgaría a que lo descubrieran dos veces en una misma noche.

De pronto, oyó pasos. No lo pensó dos veces y se arrojó cuerpo a tierra. Las ramas de las matas le dieron la bienvenida y le regalaron un par de cortes en el rostro que no tardaron en sangrar. Sirhan contuvo un quejido de dolor y observó que la silueta se acercaba.

El desconocido avanzaba a toda velocidad rumbo al galpón y cargaba un saco alargado en el hombro derecho. «Un cadáver», pensó Sirhan, aterrado. «Un maldito cadáver».

Esperó. El tiempo se consumió en un espiral infinito y los minutos lo devoraron como termitas. Por fin, la figura abandonó el granero, arrancó el auto y dobló en la esquina contraria a toda velocidad. Ahora sí, el camino estaba despejado.

Sirhan se quitó las espinas del rostro y alcanzó el galpón en puntas de pie. Esta vez, lo miró con otros ojos: aunque la inmensa cúpula y el techo curvo le daban la apariencia de granero abandonado, ahora sabía que no lo estaba. Era la guarida de sus peores enemigos. Y estaba más activa que nunca.

Exploró el muro con las manos y sus guantes se tiñeron de blanco. Cuando encontró el sitio perfecto, Sirhan hurgó en su bolsillo y sacó una delgada tira de papel y un par de chinchetas. Repasó el mensaje una vez más: caligrafía certera, firme y convincente. Tal como lo había planeado.

Colocó el papel sobre la pared, a unos veinte centímetros por encima de su cabeza, y batalló con el ladrillo para clavar la chinchilla. Cuando lo consiguió, las manos le sangraban y los guantes estaban chamuscados. «Al carajo con pasar desapercibido», pensó mientras se chupaba la mano libre. «La sangre lo hace mucho más interesante».

Se detuvo y observó la escena un momento. Todo estaba en orden. Una vez había leído que colgamos las cosas a la altura de nuestros ojos y esperaba que su estrategia de poner la nota sobre su cabeza lo hiciera parecer enorme, invencible. Quería infundir temor. Porque el temor es poder.

—Un diablo bien vestido como un ángel es tenido —leyó, mientras una sonrisa perversa se dibujaba en sus labios.

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Como de costumbre, tienen su meme y su dato curioso:


D.C.: De chico, supieron regalarme monedas de varios países y las perdí todas.

¡Nos vemos el sábado!

xxxoxxx

Gonza.

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