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Capítulo 13

Te daré mucho más que un par de zapatos.

Las palabras de Ted que tanto lo habían torturado durante toda la semana, un domingo después lo hacían sonreír. Una vez más, resultaban proféticas.

—¿Hay algo mal? —preguntó Boyd, incapaz de comprender la diversión de Sirhan.

El rubio repasó su atuendo: una camisa negra y unos pantalones verdes que hacían juego con sus zapatos. Nada parecía estar fuera de su sitio.  «Los mismos zapatos verdes de siempre», pensó Sirhan.

Te daré mucho más que un par de zapatos.

—No es nada, discúlpame.

Boyd deslizó un rictus y dejó que la conversación muriera. No era momento para recriminaciones; al menos, no todavía. Se sentaron a la mesa y permanecieron en silencio un buen rato. Necesitaban pensar.

En la mente de Sirhan se fusionaban las palabras de Ted, los temores de Wyatt y la extraña conducta de Boyd. En menos de una semana, su jefe había pasado de ser un descarado traidor a brindarle apoyo incondicional hasta su derrota en las semifinales. Pero su actitud hacia Wyatt no había cambiado en todo ese tiempo. El rubio dejaba claras sus intenciones: solo se quedaría con uno de ellos. Se quedaría con el mejor.

Sirhan alzó la vista y comprobó que Boyd le regresaba la mirada. Fue un encuentro fugaz, interrumpido por la llegada de un selkirk bannock recién horneado. El aroma a pan de avena los envolvió y los obligó a cerrar los ojos para disfrutarlo.

—Delicioso —murmuró Sirhan, solo por decir algo.

La tensión se había adueñado de la sala. Sirhan dio un bocado a su pan de avena e intentó mostrarse calmo, pero las preguntas lo carcomían por dentro. Boyd se acomodó en la silla y puso las manos sobre la mesa, dispuesto a dialogar. Sabía que Sirhan no estaría en su apartamento a esas horas sin una buena razón.

—¿Qué te trae por aquí, campeón? —El rubio rompió el silencio.

—Quisiera consultarte acerca de la lista negra.

—¿Estás en jaque? —preguntó Boyd, preocupado.

—Claro que no —aclaró Sirhan y Boyd suspiró, aliviado—. Me gustaría probar suerte como cazarrecompensas.

El rubio se reclinó sobre el asiento y dio un largo sorbo a su vaso de cerveza. Sirhan se mordió el labio y esperó. Boyd no parecía molesto ni defraudado, solo un poco sorprendido. Intentaba mostrar desinterés, pero estaba claro que las palabras de Sirhan habían despertado su curiosidad. «Terreno pantanoso», pensó Sirhan.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó Boyd por fin.

—Necesito saber qué debo hacer para comenzar a trabajar.

—Espera un minuto. ¡Jagar! ¿Me alcanzas un folleto?

Jagar abandonó la cocina y se perdió en la habitación de Boyd. Hurgó en los cajones de su mesa de noche y regresó con un tríptico color violeta. Boyd le dio las gracias, tomó el panfleto y le indicó que podía retirarse. Jagar obedeció. El rubio dejó el folleto a un lado y concentró su mirada en los oscuros ojos de Sirhan.

—Antes que nada, deberás inscribirte en las oficinas de la Convención.

—¿De qué Convención? —preguntó Sirhan.

Al igual que Juan Pablo Castel, el famoso personaje de El túnel, le molestaba que la gente empleara el artículo determinado de esa manera: la Convención, el Partido, el Pacto, como si fueran los únicos en el planeta.

—La Convención de Apostadores, por supuesto.

Sirhan sonrió. Se alegró de que comenzaran a llamar a las cosas por su nombre. No soportaba hablar de entidades abstractas que debía conocer de antemano.

—Como te decía —continuó Boyd—, debes inscribirte como cazarrecompensas en las oficinas de la Convención. Eso te garantizará el dinero y te dará impunidad.

—¿A qué te refieres con impunidad?

—Cada día se detiene a muchos cazarrecompensas ilegales que desafían las reglas de la Convención. ¿El resultado? Directo a la lista. Ganen o pierdan, nos importan una mierda.

—Poético —reconoció Sirhan, divertido.

—Asegúrate de que tu víctima continúe en la lista antes de actuar —continuó Boyd—. Algunos pueden estar semanas enteras, mientras que otros desaparecen pronto.

—¿La lista varía mucho día tras día?

—Siempre hay algo nuevo bajo el sol. —Boyd hizo una pausa para tomar su cerveza—. Por lo general, las primeras posiciones son las más seguras. Si bien varían según las pujas del día, los nombres suelen ser los mismos.

—Es una apuesta segura —concluyó Sirhan.

—Digamos que sí. Por el contrario, las últimas son las más inestables. Varían en forma drástica según los caprichos de los apostadores y pueden condenarte.

—¿Condenarme?

—Matar a alguien que no está dentro de la lista es un crimen.

Sirhan sonrió con sorna. «Todo es cuestión de perspectiva. A veces, matar a alguien es un crimen; otras, un motivo para festejar», pensó, irónico. De todos modos, tomó nota mental de las recomendaciones para no olvidarlas. Boyd le regresó la sonrisa antes de darle un bocado a su selkirk bannock. El ambiente olía a pan recién hecho, pero también apestaba a muerte.

—¿Eso significa que me enviarán a la lista?

—Claro que no —repuso Boyd—. Significa que los Ases se encargarán de ti.

Lista, Ases, Convención.

Juan Pablo Castel.

—Por eso es importante que saques el permiso. El permiso para cazar —aclaró, para evitar una nueva pregunta—. Cuando lo tengas, solo tienes que cumplir tu misión y presentar el papel en las oficinas para llevarte toda la pasta.

Boyd tomó el folleto que Jagar le había entregado y lo deslizó sobre la mesa. Sirhan leyó el título en silencio: Reglas para ser cazarrecompensas (Versión actualizada). «Hasta la muerte necesita actualizarse», pensó.

—Si quieres, puedes quedártelo —le ofreció Boyd y le dio una palmadita en la espalda.

Sirhan ignoró su propuesta y no tocó el panfleto en ningún momento. Quizá lo reconsideraría luego; ahora aprovecharía para evacuar todas sus dudas.

—¿Y como cazarrecompensas corres el riesgo de ingresar en la lista?

—No te preocupes por eso. Si bien las apuestas son anónimas, también deben ser justificadas —le aclaró—. Nadie podrá nominarte por hacer tu trabajo, siempre debe haber algo más.  Nuestro mundo no se guía por los sentimientos. —Hizo una pausa y añadió, algo molesto—: ¿Eso es todo?

—Creo que sí —concluyó Sirhan segundos más tarde.

Boyd suspiró y le dio un nuevo sorbo a su vaso de cerveza. Luego, tomó el folleto y lo repasó punto por punto para asegurarse de no haber olvidado nada. Se detuvo en una solapa y añadió:

—Casi lo olvido, hay dos reglas importantes que debes conocer. La primera: es ilegal apostar o matar a los miembros de la Convención. La segunda es un poco más compleja: si llevas más de treinta días en la lista, tendrás impunidad por tres meses y podrás apostar contra el que te haya condenado. 

—De acuerdo. ¿Y dónde puedo encontrar el listado? ¿Tienen página web?

—¿Página web?

Boyd estalló de risa y los súbditos no tardaron en unirse desde la cocina. Fuertes y sonoras carcajadas atravesaron el apartamento, pero Sirhan no movió ni un pelo. La muerte era un asunto demasiado serio para bromear.

—¿Y dejar que Rhona controle todos nuestros movimientos? —dijo Boyd ni bien se repuso—. Claro que no, campeón. Deberás escuchar las noticias de cada hora en Radio Carón.

—Carón. Como el barquero de Hades que llevaba las almas al inframundo —dijo Sirhan y Boyd asintió.

—En realidad, se llama Radio Esperanza, pero nadie le dice así. Te parecerá extraño, pero es una frecuencia imperial, un servicio que Rhona le brinda a todos los jóvenes. —Boyd hizo voz de locutor y agregó—: «Radio Esperanza. 96.9. Estamos lejos, pero cerca».

Boyd garabateó la frecuencia en un papel y se lo entregó. Sirhan tomó una servilleta, se limpió el sudor de las manos y lo guardó en el bolsillo.

—Nuestro equipo se encarga de las noticias de cada hora. Las amenazas se transmiten entre la una de la tarde y las diez de la noche, y la hora en la que te mencionen indica tu posición en la lista. ¿Entendido?

—Entendido.

—Todos los mensajes comienzan con la frase «Noticias importantes» y terminan con «No digas que no te avisamos». Durante la noticia, los locutores mencionan distintos números. Cada uno se corresponde con una letra del abecedario y forman el nombre y apellido de la víctima. Por lo general, los suelen dividir con algún sonido o una pausa para evitar confusiones.

Sirhan asintió una vez más y memorizó cada palabra. Estaba listo para convertirse en un lobo. Miró la pared un momento para buscar nuevas preguntas. Mientras tanto, Boyd tomó las dos últimas rebanadas de pan y pidió un poco de agua para evitar la resaca.

—¿Dónde puedo conseguir el permiso?

—Yo mismo puedo dártelo —contestó Boyd—. Debes llenar el formulario y luego dejarlo en la oficina de los Ases o en el domicilio de algún miembro de la Convención.

Boyd abandonó su sitio y se perdió en la habitación. Regresó minutos más tarde con un papel enrollado, sujeto con una cinta azul. Sirhan no se atrevió a tomarlo y le pidió que lo dejara sobre la mesa. El rubio obedeció.

—¿Tú eres uno de los líderes?

Boyd carraspeó para romper un silencio incómodo. Sirhan no le quitó la vista de encima, a la espera de una respuesta. Su jefe tomó aire y dijo:

—Soy uno más del montón.

De pronto, el teléfono de Boyd comenzó a sonar. Sirhan suspiró y puso los ojos en blanco, algo fastidiado. El rubio lo ignoró y atendió la llamada.

—Ia eto stilou! Astiev ti yi bonna pier bi vai sitzu dat shi col mcoul avangash.

Alguien le contestó del otro lado con el mismo entusiasmo y el mismo lenguaje extraño. Boyd gesticuló un buen tiempo y alzó la voz varias veces, hasta que por fin llegaron a un acuerdo.

—Ia dolsen vinicet. Davái pogobarín posha! —dijo Boyd y colgó. Luego, pareció exorcizarse y se dirigió a Sirhan—: Perdona, era un amigo.

Sirhan simuló no tener inconvenientes aunque, en verdad, tenía muchos. No era la primera vez que su jefe evadía una de sus preguntas. Y tampoco sería la última.

—Antes de que comiences a trabajar, ¿puedo darte un consejo de amigo? Más bien, es un pedido.

—Por supuesto —contestó Sirhan.

—No seas tan despreciable con el cuerpo de tu víctima, no lo humilles después de muerto.

Sirhan asintió. No tenía necesidad de ser tan miserable: el infierno sería un castigo más que suficiente para su víctima.

—A ti te asignaron el quinto comedor de la zona G, ¿verdad? Al menos, eso es lo que dice tu llavero.

—Sí —repuso Sirhan, sin ánimos de alimentar el ego de su jefe.

—¿Sabes qué pasó con Neil Bein? Tal vez oíste algo sobre él allí dentro —dijo, con desprecio.

—No.

Sirhan deslizó una mueca de disgusto y se mantuvo firme. Boyd abortó una sonrisa y continuó la narración. Al parecer, se había despertado con muchas ganas de hablar.

—Todo ocurrió una mañana de noviembre del año pasado. Los muchachos hacían fila en las afueras del comedor cuando uno de ellos notó que algo extraño colgaba del mástil y avisó a los demás. ¿Y adivina qué? ¡Los imbéciles ni siquiera sabían que había un mástil de veinte metros frente a sus narices!

»Mientras los más lentos se asombraban de no haber visto semejante estructura, los curiosos avanzaron hacia el monumento. Minutos más tarde, decenas de jóvenes motivados por el morbo se apiñaban en torno al mástil y miraban al cielo. —Boyd comenzó a imitar las voces de los muchachos—. ¿Qué es eso que está ahí arriba? ¡Está claro que no es el trapo azul y blanco de Su Majestad! ¿Y entonces qué es? ¡Parece un fiambre, un fiambre, un f-i-a-m-b-re!

Sirhan sonrió. Boyd tenía un modo único de contar historias: hacía del narrador y de los personajes; gritaba, pataleaba, lloraba y se asombraba como si estuviera allí. «No guarda recuerdos, guarda experiencias», reconoció Sirhan.

»La escena atrajo la atención de uno de los encargados. ¡Fuera, mocosos, déjenme pasar! ¡Que no cunda el pánico! Seguro es un trapo barato. —Boyd regresó a su voz normal—. El tipo alcanzó el pedestal y comenzó a girar la manivela oxidada. ¡Polea  de mierda, me sacarás los brazos! —exclamó—. Poco a poco, se dibujó una silueta humana, o lo que quedaba de ella. El guarda tiró y tiró, hasta que el cuerpo acabó en sus brazos. ¡Lo dijimos! ¡Sabíamos que era un fiambre! ¡Y usted decía que era un trapo, viejo imbécil!

»El muchacho estaba desnudo y alguien le había abierto la columna con un cuchillo para sujetarlo al gancho del mástil. Le habían arrancado la cabeza y podían verse las venas del cuello y los restos de sangre seca. Todo el cuerpo estaba bañado de rojo y sus ojos seguían abiertos. El encargado lo examinó un buen rato, pero no encontró otras señales de violencia. ¡Lo mataron, lo mataron! ¡Hay un asesino cerca!

—Brillante observación, Watson —Sirhan le siguió el juego—. Lo espero en la 221B de Baker Street.

Boyd sonrió con el comentario y aprovechó para tomar un poco de agua. Fagler apareció, recogió los platos y se perdió en la cocina. Una vez más, se hizo el silencio.

—¡No puedo con esto, es demasiado para mí! —Boyd simuló una crisis nerviosa—. ¡No es de utilería, es sangre real! ¡Huyan, cobardes, huyan! —les dijo e hizo una pequeña pausa—. Los valientes que se animaron a quedarse se acercaron al encargado e intentaron identificar al cadáver. Era una pretensión estúpida, ¿no crees? ¡El tipo no tenía cabeza y ellos querían saber quién era! Y, sin embargo, acertaron.

»¡Lo reconozco, lo reconozco! ¡Esas pelotas son inconfundibles! —bromeó Boyd—. Tras arduos debates, concluyeron que se trataba de Neil Bein, un joven que hacía poco había ingresado a la lista negra por una razón desconocida.

—Una razón desconocida para ellos —replicó Sirhan, sugerente.

—Y para mí.

—¿No era que tú tenías todos los registros? —contraatacó.

—Los tengo, pero son confidenciales. Son las reglas de la Convención.

Convención. Lista. Muerte

Lista. Muerte.

Muerte.

—El encargado llamó a la policía y, por petición popular, también pidió una ambulancia. ¡Ridículos! —les dijo—. El joven Bein había muerto hacía horas y no había modo de resucitarlo. No se trataba de una cuestión de esperanza; los débiles se negaban a aceptar la realidad. ¡Neil está m-u-e-r-t-o!

»La verdad no tardó en salir a la luz. A las pocas horas, un cazarrecompensas se presentó en la sede de los Ases para cobrar el dinero y confirmó la identidad de la víctima. Los rumores no se habían equivocado: se trataba del joven Neil Bein. La noticia no tardó en difundirse y el cadáver permaneció apartado unos días mientras buscaban a algún familiar. Nadie lo reclamó. Ni hermanos, ni primos, ni sobrinos, ni amigos. ¡Nadie! Sus restos fueron a parar al cementerio comunitario.

Silencio. Un silencio profundo que solo era interrumpido por el aleteo de algunas moscas. Uno de los súbditos estornudó en desde la cocina para romper la monotonía. Boyd sonrió con desgana y clareó su garganta antes de continuar.

—Eso es todo, campeón —concluyó Boyd—. Consigue lo que quieres, pero humilles a tu víctima después de muerto. Tómalo como un consejo de amigo.

Sirhan asintió con desgano. No le agradaba reincidir sobre la muerte tan a menudo. Dejó que Boyd le contara una historia que no le interesaba y se refugió en el silencio. Cuando el rubio acabó, Sirhan consultó su reloj y le dijo:

—Debo irme.

—Antes de que te vayas —Boyd sacudió su teléfono—, tengo información que seguro te interesará. Se rumorea que esta noche actuará Rafer, uno de los cazarrecompensas más exitosos e impredecibles de Moy. Deberías ir a verlo —le sugirió—. Hace un trabajo magnífico.

—¿Sabes dónde será?

—Te enviaré la dirección de su víctima ni bien la consiga. Mientras tanto, tengo algo para ti.

Boyd hurgó en su bolsillo y sacó una pequeña navaja. Era una italiana automática de color rojo, recién llegada del extranjero y diseñada para rebanar dedos. Sirhan la recibió con las manos trémulas y la tomó por el mango con una falsa determinación. Boyd le indicó que apretara el botón para verla en acción y Sirhan obedeció. El filo se deslizó a pocos centímetros de su mano y cortó el aire con violencia. El escalofrío fue inevitable.

—Llévala esta noche. Por las dudas.

Por las dudas, ¿qué?

C035, 7G.

El mensaje de Boyd era escueto, pero Sirhan no necesitó saber nada más. Buscó un abrigo, batalló con la navaja hasta ponerla en su bolsillo y bajó las escaleras a toda velocidad. Saludó al guarda, le deseó buenas tardes y se perdió en la esquina contraria. Nada ni nadie se interpondría en su camino.

No sabía cuánto tardaría en llegar, pero él corría. No sabía cuándo actuaría Rafer, pero él corría; corría sin detenerse. Un trote lento —lo suficiente para no llamar la atención— le permitió alcanzar su destino en pocos minutos. Sirhan sonrió con sorna.

Junto al edificio, halló la construcción a medio acabar que Boyd le había indicado: su escondite. Ingresó por la puerta principal y comenzó a subir. Recorrió filas de escombros y esquivó ratas y escorpiones, hasta que por fin encontró el ángulo perfecto para vigilar el apartamento. Se acomodó sobre una pila de bolsas de cemento y esperó.

—Sorpréndeme, Rafer.

El tiempo se consumió al son de los engranajes de su reloj de muñeca y la adrenalina comenzó a adueñarse de su cuerpo. Poco a poco, se convertía en un lobo. «Un l-o-b-o», se repitió. Lejos habían quedado las palabras de Boyd; lejos habían quedado el mástil, el comedor y el cuerpo sin cabeza.

No seas tan despreciable con el cuerpo de tu víctima, no lo humilles después de muerto.

¿Por qué?

Por las dudas.

Por las dudas ¿qué?

A las siete de la tarde, un manto negro cubrió la ciudad. La luna se había tomado el día, y las estrellas y la tenue luz artificial eran las únicas que iluminaban la escena. Una luz se encendió en el piso siete y delató la presencia de un indefenso muchacho.

Llevaba el pelo platinado, unos cuantos aretes en las orejas y su rostro era la viva expresión del terror. Caminaba en círculos con la cabeza gacha, sin nunca despegarse de la ventana. Sirhan supuso que iba armado, cualquier persona cuerda lo estaría en su lugar. Aunque no quisiera admitirlo, esperaba a la muerte. «Desafíala o déjala entrar. De cualquier modo, estás liquidado», pensó Sirhan.

De pronto, el joven se detuvo en seco, bajó la persiana con un estruendo y apagó las luces. La razón llegó segundos más tarde, de la mano de un tercero en discordia. De un tercero, Sirhan estaba en discordia.

Primero fue una sombra vaga, luego una ráfaga de perfume y, por último, una silueta. Sirhan no tardó en reconocerlo, pese a que no era más que una mancha oscura. Un reflector cercano le ayudó a dar un rostro a la silueta, al perfume, a la sombra. Rafer se abría paso entre, por y para la muerte: la sembraba, recogía la cosecha y desaparecía. Ese era el trato.

Rafer cruzó la calle con una actitud decidida y se detuvo frente al edificio. Avanzó hacia los lados, se colocó debajo del apartamento de su víctima y volvió a detenerse. La luz del reflector delataba su posición, pero a él no parecía importarle. Sonrió mientras se llevaba la mano al bolsillo y tomaba un objeto metálico. Su boca se cerró alrededor de una pequeña semiautomática que no tardaría en hablar.

Tomó impulso y saltó. Sus dedos se aferraron al alféizar de una de las ventanas del primer piso, en una maniobra excelente. Se incorporó y no tardó en ponerse de pie. Luego, comenzó a trepar.

—¡Que me lleve el demonio! —exclamó Sirhan.

Rafer se deslizaba entre ventana y ventana con tanta agilidad que parecía que el mismísimo Satanás lo controlaba desde las alturas. Sus dedos —desnudos, esqueléticos y curvos por el esfuerzo— dibujaron un rastro rojo en las paredes y perdieron las uñas en la cal seca. Pero nada importó; Rafer continuó su ascenso sin arneses ni titubeos, en un espectáculo tan grotesco como magnético.

Tras una larga escalada, se detuvo debajo del apartamento 7G. Rafer sonrió, triunfal, y hurgó en sus bolsillos un momento. Una pequeña barra de hierro apareció en su mano derecha, y un sutil salto lo catapultó a la ventana de arriba. Rafer deslizó el acero sobre la abertura y tiró de él con todas sus fuerzas. La persiana estalló y Rafer saltó a la ventana del lado para evitar accidentes. El estruendo no alertó a los vecinos, salvo a los pocos pájaros que colgaban del alumbrado.

La respuesta de la víctima no tardó en llegar. Una luz se encendió en el 7G y Cabello Platinado se asomó por la ventana. Iba armado con un cuchillo de cocina y una falsa determinación que no le serviría para salvarse. Intentó mantenerse firme, pero estaba claro que tenía miedo. Rafer aterrizó una vez más sobre el alféizar, con la pistola firme en la mano izquierda. Cabello Platinado dio un paso atrás.

Rafer disparó y Cabello Platinado se arrojó al piso. La bala se estrelló contra la pared con un estruendo, pero ningún vecino se inmutó. «Es imposible que no lo hayan oído. Atravesó toda la cuadra», se dijo Sirhan, asombrado ante la indiferencia general. Eran cómplices, víctimas, testigos y ejecutores.

Otro fogonazo, esta vez, seguido por un quejido de dolor. Rafer había dado en el blanco. Cabello Platinado se desplomó sobre el piso y desapareció de la vista de Sirhan. El muchacho se retorcía de dolor y lanzaba gritos que partían el aire. De pronto, los gritos se extinguieron.

Sirhan parpadeó y descubrió que Rafer había desaparecido. «¡Carajo! Esa no me la vi venir», pensó. Miró hacia los lados, extrañado, y se quedó en silencio un momento. Rafer no podría haber saltado siete pisos sin protección. ¿O sí?

Aprovechó para repasar las maniobras de Rafer una por una: algunas eran variaciones de las que ya conocía, otras eran verdaderas joyas que implementaría en un futuro cercano. Rafer trabajaba como una máquina bien aceitada y paseaba entre la vida y la muerte con elegancia. No por nada era uno de los mejores.

—¿Así que tengo un nuevo admirador?

Sirhan se sobresaltó y se le erizó el vello de los brazos: alguien estaba detrás suyo. Se volteó y se encontró con un joven de cejas gruesas, ojos color ébano, cabello hacia un lado y unos labios finos que a duras penas ocultaban una sonrisa. Era apenas dos años mayor, pero un entrenamiento diario y una genética privilegiada le sacaban una ventaja física considerable. Un hilo de sangre recorría sus piernas y sus pantalones oscuros estaban manchados de cal. No había sido una escalada sencilla.

Rafer lo perforó con la mirada y  Sirhan intentó serenarse. Retrocedió un instante, rodeó los escombros y se asomó por la ventana. Debajo había quince metros de caída libre, pero no dudaría en arrojarse si la situación se volvía complicada. «Morir como un héroe o morir como un cobarde. Morir al final de cuentas», concluyó.

Rafer sonrió y comenzó a girar la pistola alrededor de su índice. Buscó un ladrillo hueco y se sentó frente a Sirhan. Al parecer, quería conversar. «Se hace el amigo y ni siquiera corre el seguro de la pistola», pensó Sirhan, escéptico.

—Así que tengo un nuevo admirador —afirmó Rafer.

—Más bien, tienes un nuevo rival —le corrigió Sirhan.

—Admirador o competidor. Qué más da.

Rafer sacudió la cabeza para quitarse el cabello de los ojos e impregnó el ambiente con una poderosa y extravagante fragancia. Los cítricos y las pimientas, unidos a una fuerte nota de sílex, marcaron una huella en la tierra e hipnotizaron a Sirhan. Al ver que el muchacho se perdía en el aroma, Rafer alzó la barbilla y dijo:

—Es un Terre D'Hermès. Fragancia importada.

Qué más da.

Rafer avanzó hacia la ventana, y Sirhan se hizo a un lado para evitar incidentes. Sin pensarlo dos veces, se llevó el arma a los dientes, abrió los brazos en cruz y se arrojó de cabeza al vacío.

Sirhan intentó gritar, pero su garganta no lo acompañó. Esperó un golpe seco o algún ruido que delatara el aterrizaje, pero nada pasó. Miró su reloj y comprobó que ya había pasado un minuto. Se asomó por la ventana y se preparó para lo peor. Pero abajo no había nada. Nada ni nadie.

Tres golpes a la puerta a las seis de la mañana significan problemas, y Sirhan lo sabía más que nadie. Se levantó de la cama, se puso los bóxers y avanzó hacia la puerta de puntillas. Deslizó el tradicional «¿Quién es?» para tantear terreno, pero nadie le contestó. Extrañado, dio las dos vueltas de llave y esperó unos segundos. Luego, bajó el picaporte con fuerza y asomó la cabeza. Pero lo único que encontró fue el pasillo vacío.

—¡Imbéciles! —gritó—. Son las seis de la mañana y se ponen a jugar al ring raje.

Esperó un rato junto a la puerta, aunque dudaba que los bromistas aparecieran de nuevo. Supuso que habían molestado a un par de vecinos antes de irse y que pronto aparecerían otros jóvenes molestos y semidesnudos. Pero no halló al bromista ni tampoco a ningún vecino.

—¡Qué extraño! Quizá algún visitante se confundió de habitación —concluyó.

Regresó a su cuarto y cerró la puerta con dos vueltas de llave. Incapaz de volver a dormirse, se vistió, se puso las zapatillas deportivas y se preparó un café negro. Bebió el café en silencio y observó cómo la borra se escurría poco a poco en la porcelana.

—Hoy los astros dicen que será un día de perros —bromeó.

Tomó la mochila y avanzó rumbo al comedor. Acompañado del amanecer, exploró las calles desiertas, esquivó a los perros que dormían sobre la vereda y rompió el silencio con sus pasos sobre la gravilla. A los pocos minutos, llegó a su destino.

Faltaba más de una hora para el inicio del primer turno y la zona estaba libre de curiosos. Con las puertas cerradas y el guarda que vigilaba la entrada para evitar asaltos, el comedor casi parecía un lugar importante. «Casi. Pero todos sabemos que no lo es», pensó Sirhan.

Aprovechó la soledad y avanzó por un sendero plagado de hierba y árboles secos. Un mástil, una bandera y una historia lo llamaban a gritos desde el otro lado y Sirhan no podía resistir la tentación. Desde que había escuchado la historia de Boyd, supo que el encuentro se produciría tarde o temprano. «Más temprano que nunca», se dijo.

—Como te digo, Marc —dijo una voz de pronto—. ¡Me ofreció el servicio completo por cincuenta bards!

Sirhan se sobresaltó y se arrojó cuerpo a tierra. No esperaba encontrar a ningún entrometido durante el camino, pero el tal Marc y su amigote calentón se empeñaban en mostrar lo contrario. «¡Váyanse, carajo!», quiso gritarles cuando las espinas comenzaron a lastimarle las manos. Pero los otros ni se inmutaron.

—Seguro es una principante —repuso Marc, algo molesto.

—No parecía una principiante. Y creo que estás celoso

—¡No estoy celoso! ¡El problema es que tú le crees a la primera mujer que se te aparece en la calle!

Marc y el calentón continuaron la discusión mientras se acercaban al comedor. Sirhan los vio perderse por el sendero y suspiró. «Allá ellos con sus problemas hormonales. Tengo cosas mucho más interesantes para ver que un par de tetas», se dijo y alcanzó el mástil a toda velocidad.

—Lo veo y no lo creo.

Con las losas deterioradas por la humedad y la Cruz de San Andrés en lo más alto, parecía un monumento igual que cualquier otro. Se veía tan calmo y tan indiferente que nadie podría imaginar que en ese mismo lugar había ocurrido una masacre. Y que la víctima había sido un indefenso muchacho de diecisiete años.

Sirhan incrustó las uñas en los vértices y recorrió cada espacio vacío, cada recuerdo, cada esencia. No tardó en encontrar manchones oscuros mal removidos y líneas color ocre en las losas. Se acercó a la manivela y tiró de ella con todas fuerzas, pero la rueda ni se movió. Estaba trabada y herrumbrada, y Sirhan se inclinaba a creer que nadie la había movido en dos años.

—¡Qué asco! —exclamó al ver que tenía las manos manchadas con sangre seca.

Se limpió en la remera y se apresuró a regresar al comedor. No le hacía mucha gracia visitar la escena de un crimen y volver con la sangre de la víctima bajo sus uñas.

—¡Sir, ven aquí! —lo invitó Stone—. Ellos son Bruce, Dick, Clark, Barry y Hal. ¡Bienvenido a la Liga de la Justicia! —bromeó.

Sirhan los miró un momento. La Liga de la Justicia estaba formada por cinco muchachitos débiles de rostros hundidos, cabezas gachas y estómagos revueltos. Los jóvenes sonrieron y se hicieron a un lado para que Sirhan pudiera sentarse.

—Hola a todos. Un gusto conocerlos.

—¡Un gusto!

—Hablábamos del trabajo que Doron me consiguió en Los Bravos —le dijo Stone—. Me encargo de preparar los vestuarios para los jugadores antes de cada partido. No es nada complicado: solo tengo que darles lo que me piden sin hacer preguntas. ¿Quieres el talco? Toma. ¿Quieres un vaso con agua? Aquí tienes. ¿Quieres que le escriba un poema a tu novia que comience con Extraño tus nalgas al amanecer? Por supuesto.

Barry no pudo contener la risa y escupió el agua en la mesa. Al ver semejante desastre, pidió disculpas y fue a buscar algo para limpiar. El encargado le entregó la rejilla con cara de pocos amigos, y Flash secó la mesa en silencio.

—Ayer fue mi primera vez —continuó Stone— y los muchachos fueron muy buenos conmigo. Muchos se alegraron de que Doron tuviera un hermano tan carismático.

—Por lo visto, nadie te hizo escribir ningún poema sobre las nalgas que extraña al amanecer —dijo Sirhan, divertido.

Las carcajadas inundaron el comedor y algunos muchachos de otras mesas se unieron a la risas. Segundos más tarde, el comedor estaba revolucionado, y el guarda de la entrada tuvo que pedirles que bajaran la voz. Al parecer, no estaba permitido reírse en voz alta.

Pero nada de eso quitó la sonrisa del rostro de Sirhan. Estaba orgulloso de Stone y de su repentino cambio de ánimos: el muchacho había comenzado a mirar el desarraigo con mejores ojos y la esperanza había regresado. Stone pareció leerle la mente y agregó:

—Es cambiar el negro por un gris oscuro. Al menos, es un avance.

—Artículos de limpieza —leyó Sirhan y no pudo evitar una risilla.

Con el toldo rojo desteñido por el sol, el cartel de abierto que expresaba lo contrario y las paredes carcomidas por la humedad, la tienda era lo opuesto de lo que prometía. Pero Sirhan sabía que estaba en el lugar correcto; no por nada llevaba una bolsa de consorcio abollada en la mano derecha y una actitud recelosa.

Se acercó a la puerta, inhaló profundo y golpeó una, dos y tres veces. No tuvo respuestas. Impaciente, se pegó al vidrio y buscó al encargado, pero la mala iluminación y los cristales impregnados de tierra le jugaron una mala pasada. Insistió y comenzó a aplaudir con fuerza. Nada, nadie. Sirhan estaba a punto de darse por vencido cuando un muchacho se materializó a su lado.

—Disculpe la tardanza. Ayudaba a un vecino con su mudanza. Pase, pase, está abierto —le dijo y empujó la puerta.

Sirhan lo observó mientras el otro se perdía detrás del mostrador. Pese a sus veintitantos años, su fisonomía era la de un muchacho de cuarenta: barbilla cuadrada, pecho frondoso y unos brazos anchos manchados de aserrín, barniz fresco y madera barata. Sobre su frente se dibujaban las primeras arrugas, y unas incipientes ojeras aparecían bajo sus ojos. Respiraba por la boca y su aliento daba cuenta de sus malos hábitos higiénicos.

—No debería dejar su negocio sin llave —lo reprendió Sirhan—. Podrían desvalijarle el lugar.

—¿Para qué? No tengo nada importante.

—Por las dudas —dijo Sirhan, para luego sonreír por su ocurrencia.

El hombre empaquetó la compra y recibió el dinero sin hacer preguntas. Estudió a su cliente un instante mientras hacía el papeleo y debió contenerse para no atacar con un aluvión de preguntas. Aún no comprendía por qué un muchacho que usaba una camisa de más de mil bards visitaba una tienda de segunda mano como la suya.

Sirhan permaneció inmóvil y se alivió cuando el tipo le alcanzó la factura y le pidió que la firmara al pie. Estampó una rúbrica falsa, recogió la compra y se apresuró a abandonar el lugar en silencio. El dueño comenzaba a darle mala espina.

—Cuídate, joven —le dijo el otro antes de abrirle la puerta.

—Igual usted.

Sirhan se llevó la carga mortal a la espalda y desapareció de la vista del encargado. Caminó un par de cuadras y se detuvo detrás de un contenedor que apestaba a frutas y carne podrida. «Un gran logro nace de un gran sacrificio», se recordó mientras se desnudaba.

Contó hasta tres y se zambulló dentro del contenedor. Esperó unos minutos y se aseguró de que todo su cuerpo oliera a podrido antes de salir. Cuando no pudo aguantar más, se calzó el disfraz, se llevó la bolsa al hombro y comenzó a recorrer la ciudad con un andar bamboleante.

—A trabajar.

Eligió los primeros edificios al azar, conforme a los caprichos de los guardas de la entrada. Recorrió los pasillos y llamó a las puertas una y otra vez. La mayoría de los muchachos lo ignoró, pero los pocos que lo atendieron tampoco se compadecieron de él. Los pretextos eran varios: algunos opinaban que sus productos eran demasiado caros; otros, demasiado baratos; mientras que unos pocos raros, demasiado finos. Incluso, un par de muchachos lo identificó.

—¡Eres Sirhan Bay! —le decían.

—Disculpe. No sé quién es ese Sírjan Bei —les contestaba.

Tras una larga caminata, llegó a su destino: el edificio E454. El tipo de la puerta lo estudió de arriba a abajo: las ropas rasgadas, la bolsa de consorcio y el rostro de falsa desesperación.

—Tienes diez minutos —le dijo y se hizo a un lado.

—Grasias, señor.

Sirhan se perdió por las escaleras a toda velocidad. El tiempo era tirano y tenía mucho por hacer. Tocó un par de puertas y molestó a unos cuantos vecinos y no tardó en alcanzar su objetivo: el sexto piso.

Repitió el proceso una vez más, siempre con idénticos resultados, y se detuvo frente al apartamento D. Las manos le sudaban y el cuerpo le temblaba, pero Sirhan se armó de valor y llamó a la puerta. La respuesta llegó a los pocos segundos.

—¡Ya voy! —gritó el otro.

—No se preocupe, tengo tiempo.

Para usted, tengo todo el tiempo del mundo.

De pronto, se hizo el silencio. Sirhan se pegó a la puerta, incapaz de contener la curiosidad, y oyó que el muchacho se alejaba en puntas de pie. Tuvo el impulso de gritarle «¡Enfréntame, cagón! ¡Demuéstrame que tienes pelotas!», pero se contuvo. Sabía que el otro cometería un error tarde o temprano y estaba dispuesto a aprovecharlo.

Su intuición no falló. Un fuerte estruendo delató que su enemigo había tropezado con el cesto de basura y obligó a Sirhan a reprimir una carcajada. El torpe muchacho deslizó un «¡Puta madre!» mientras se ponía de pie y tiró de un cajón con violencia. En su acceso de rabia, tomó un cuchillo para cortar carne y comenzó a afilarlo con dramatismo.

—¿Está bien, señor? —lo apremió Sirhan.

—Por supuesto. ¿Por qué lo pregunta?

Sirhan retrocedió y se colocó de espaldas a la lámpara del pasillo. Dejó la bolsa en el suelo, seleccionó un par de productos que podrían interesarle a su cliente y esperó. Pero nada pasó. El mismo silencio, la misma ignorancia, la misma tensión. Sirhan suspiró y comenzó a marcar sus pisadas con fuerza. El muchacho del 6D comenzaba a enervarlo: pronto llegaría el encargado, lo obligaría a abandonar el edificio y frustraría sus planes. Sirhan no esperó más y golpeó la puerta del vecino.

—¿Qué quiere? —le dijo un joven de cabello azul.

—Soy vendedor de cepillos.

Como si fuera una señal, el joven del apartamento 6D abrió la puerta y asomó la cabeza. Bajó la vista y observó la bolsa de Sirhan con una incontenible curiosidad. Arqueó las cejas, curiosas e inquisidoras, y se debatió qué haría a continuación. Estaba claro que los productos no le interesaban. A Sirhan tampoco.

—¿Vendes cepillos?

Era una pregunta retórica, pero le permitía ganar algo de tiempo, Dios sabía para qué. Sirhan se mantuvo firme y asintió. El de cabello azul aprovechó la oportunidad para perderse detrás de la puerta.

—Creo que un vendedor de cepillos vende cepillos —dijo Sirhan, burlón.

—¿A cuánto los tienes? —le preguntó el muchacho mientras entrecerraba sus ojos verdes.

—Uno por tres bards. Dos por cinco —dijo Sirhan, mientras hurgaba en la bolsa para evitar el contacto visual.

—¿Puedo verlos?

Sirhan se negó, pero Ojos Verdes insistió tanto que no le quedó otra alternativa. Tomó su carga y dio un paso al frente. Cuando la luz del pasillo le iluminó el rostro, supo que ya no tenía nada que ocultar. Una sonrisa se dibujó en el rostro de Ojos Verdes: Sirhan se había convertido en una cara sin nombre que jamás olvidaría.

Sin nunca dejar de mirarlo, Ojos Verdes alzó las cejas, hundió su brazo derecho en la bolsa y tomó un cepillo al azar. Era una pieza ordinaria —mango de madera, un acabado deficiente y unas cerdas rígidas—, pero el muchacho simuló interesarse en ella. Le preguntó algunos detalles técnicos que Sirhan inventó sobre la marcha.

—Madera de roble; cerdas de punta esférica, ideales para el cabello enredado; y un mango antideslizante de caucho —añadió, sin saber si había dicho alguna barbaridad.

Ojos Verdes lo perforó con la mirada y se quedó en silencio un momento. Soltó el cepillo y dejó que cayera dentro de la bolsa. Sirhan suspiró en voz baja y retrocedió dos metros. Ojos Verdes iba armado y podría atacar en cualquier momento.

—No seas exagerado, hombre —le dijo el otro, divertido—. La pandemia pasó hace quince años, ¿lo olvidas?

—¿Quiere ver más productos? —Sirhan ignoró sus malos modos.

—No, gracias, muchacho. Será otra vez.

—Puedo hacerle una demostración —insistió Sirhan.

—No es necesario. Gracias de todos modos.

—Gracias a usted.

Ojos Verdes se perdió detrás de la puerta y corrió el cerrojo con fuerza. Sirhan suspiró y se llevó la bolsa al hombro. Sabía que el muchacho lo espiaba a través de la mirilla, por lo que decidió continuar la farsa un rato más. Repitió su ofrecimiento a un par de vecinos, pero todos lo ignoraron. «Al parecer, este pobre hombre no venderá ni un cepillo hoy», pensó con sorna.

De pronto, unos pasos rápidos en las escaleras lo obligaron a voltearse. Segundos más tarde, apareció el guarda de la entrada, con la pistola a medio desenfundar en la mano derecha. Estaba furioso y Sirhan sabía por qué.

—¡¡Te dije diez minutos, negro de mierda!! —exclamó y le apuntó con la pistola—. ¿Sabes cuántos llevas?

—Disculpe. Es qué…

—¡Contéstame la pregunta, mierda! —lo interrumpió. ¿Sabes cuánto llevas?

—¿Diez minutos?

—¡¡Veinte putos minutos!! —lo corrigió.

—Discúlpeme.

—Tus disculpas me la sudan. Agarra tu mierda y mueve el culo de mi edificio.

Sirhan avanzó cabizbajo por las escaleras y alcanzó la salida con unos cuantos golpes, varias amenazas y un par de cepillos que amagaban con escaparse de la bolsa. El guarda estaba furioso y parecía a punto de dispararle, pero Sirhan no tembló en ningún momento. Incluso se atrevió a deslizar una sonrisa de triunfo ni bien puso un pie en la acera. Había conocido a su nuevo objetivo. Todo lo demás, no importaba un carajo.

¿Qué quiere?

Soy vendedor de cepillos.

¿Vendes cepillos?

Creo que un vendedor de cepillos vende cepillos.

Era viernes por la madrugada y la conversación aún resonaba en la mente de Sirhan. Miró la bolsa que estaba junto a su cama y recordó esos ojos verdes y escurridizos que lo habían perseguido toda la tarde, esa voz firme pero trémula que siempre tenía respuestas y ese cuello tenso que amenazaba con estallar en cualquier momento. Inhaló profundo y se dispuso a continuar.

—Tú puedes. Liquídalo.

Delante suyo descansaban una resma de papel y un bolígrafo a estrenar. Todo estaba listo, salvo Sirhan. A partir de ahora, sus palabras dejarían de ser inofensivas. Se convertiría en un mensajero de la muerte.

—Tú puedes —se repitió.

Pero cuando el bolígrafo entró en contacto con el papel virgen, comprendió que no podía hacerlo. No todavía. Suspiró y lo intentó de nuevo, pero sus manos se negaron a tomar el papel. Extrañado, dejó todo en su sitio y salió a dar un paseo para refrescar las ideas.

Refugiado en su soledad, Sirhan recorrió la avenida principal ida y vuelta y dejó que el aire le despejara las ideas. Se puso los auriculares y reprodujo una grabación que conocía de memoria. Una insoportable cortina musical resonó en sus oídos y la voz del locutor no tardó en llegar.

—Es la una y cuarto de la tarde y llegó el momento de informarte. Transmite la 96.9, Radio Esperanza. Estamos lejos, pero cerca.

»¡Noticias importantes!

»El Imperio comunica que este cinco de diciembre tendrá lugar el último acto de asunción del año. En él, se honrará a Marian Lanusse, el joven de diecinueve años que será el primer teniente coronel salido del desarraigo en incorporarse a las fuerzas del palacio. —El locutor hizo una pause breve—. La ceremonia comenzará a las cuatro de la tarde y estará dividida en cinco momentos destinados a honrar al invitado de honor.

»A su corta edad, Marian Lanusse acumula nueve condecoraciones y tres ascensos y ha sido nombrado ciudadano ilustre en once distritos. ¿Cuál será la próxima sorpresa que nos tiene preparada?

»Han pasado veinte minutos de la nueva hora y estas fueron las noticias. ¡No digas que no te avisamos! 

—Ezra Derricks —repitió Sirhan con una sonrisa ni bien la grabación acabó.

Ya no eran dos simples palabras. Ahora tenían un rostro, una actitud y una mirada recelosa. Ya no era Zare Kirrecds, Rzae Redkirs ni Arze Skcirred. Era Ezra Derricks.

Sirhan recordó la hoja virgen, el bolígrafo a estrenar y su mano temblorosa; recordó las palabras de Boyd, el formulario de la muerte y al desgraciado de Neil Bein. El destino lo esperaba en la mesa de su apartamento. Y no estaba dispuesto a defraudarlo.

Regresó al edificio y se sentó una vez más junto a la mesa de noche. Todo estaba en su sitio: papel, bolígrafo y un documento envuelto en una delicada cinta azul. Desenrolló el permiso y lo leyó con cuidado para que nada se le pasara por alto. Cuando estuvo listo, comenzó a escribir.

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PERMISO PARA CAZAR

• Fecha: 16/11/2035.
• Posición del acusado a la fecha:    primera   posición.
• Válido por/hasta:
(  ) 24 horas.
(  ) 48 horas.
(x) La muerte del acusado, sin importar la posición que ocupe.
( ) El tiempo que el acusado ocupe la posición mencionada.
• Nombre del acusado: Ezra Derricks.
• Nombre del cazarrecompensas: Sirhan Bay.
• Domicilio del interesado: edificio E457 (departamento 2C).
• Domicilio de la víctima: edificio E454 (departamento 6D).
• Domicilio de entrega: edificio E109 (departamento 20).

____________________
Firma y aclaración
(Sirhan Bay)

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Sirhan intentó repasar el permiso en voz alta, pero las palabras no salieron de su boca. Estaba paralizado. Las manos le temblaban y su corazón luchaba en vano por serenarse. Acababa de firmar una sentencia de muerte y había sellado el destino de Ezra Derricks. Acababa de dar su primer paso para convertirse en un asesino.

Bajó las escaleras con recelo y a los pocos minutos se encontraba en la calle. Se refugió en la soledad y en el cuello de su americana y avanzó hacia el apartamento de Boyd a toda velocidad. Cuando llegó, estaba agitado, pálido y sudoroso. 

—¿Estás bien, muchacho? —le preguntó el segurata, preocupado—. Pareces salido de El exorcista.

—Estoy bien —contestó Sirhan—. Solo vine a dejar algo.

—En ese caso, puedes dejarlo en el buzón comunitario.

El guarda lo dirigió hacia el buzón y abrió la casilla de Boyd. Sirhan le agradeció su amabilidad, tomó el permiso y lo deslizó por la ranura con un pequeño impulso. El papel golpeó contra el metal e hizo un ruido seco. El ruido de la muerte.

—¡La tengo! —exclamó de pronto.

Luego de largas horas de trabajo, lo había conseguido. El resultado era una carta breve, algo desprolija, que descansaba sobre la mesa de noche. No era el anónimo más original que Sirhan había leído en su vida, pero tenía ese aire rudo y misterioso que había querido mostrar desde el principio. Y eso le bastaba.

Se puso de pie y abrió la ventana en silencio. Unos tímidos rayos de sol se asomaron por la persiana y arrasaron con la oscuridad de la habitación. Sobre el suelo descansaban los demás borradores y alguna que otra lapicera explotada. El apartamento era un verdadero caos. Sirhan suspiró, aclaró la garganta y comenzó a leer.

«Bienvenido tu infierno, Ezra Derricks.

Estimo que esta no será la primera ni la última carta que recibirás en estos días; el mundo está lleno de fracasados que creen que tienen los huevos suficientes para cometer un asesinato. Pero yo no soy ningún fracasado. Y tengo las pelotas bien grandes.

Despídete de todo y de todos. Tus últimos días están contados. Sí, leíste bien. C-o-n-t-a-d-o-s. Quizás te preguntes quién mierda soy y qué autoridad tengo para fijar la fecha de tu muerte. Nunca lo sabrás. Morirás ignorante.

(Esta es la parte donde el mafioso te recuerda algo horrible que hiciste en el pasado, como si tuvieras una memoria de pez. Que «¡Asaltaste a mis padres!», que «¡Violaste a mi hermana! o que «¡Me dijiste marica en sala de cinco y yo aún no había salido del armario!». No necesito recordarte por qué acabaste aquí, ¿verdad? Tú eres el juez, y yo el verdugo.)

Pero dejémonos de dramas, que los malos libros nos han enseñado que todo es tragedia, tragedia y más tragedia. Vengo a proponerte un juego: a partir de mañana, tendrás quince días para descubrir mi identidad. Si al final del plazo veo mi nombre en las paredes del galpón de la calle Greer, me pegaré un tiro en medio de la frente. Pero si fallas, quien morirá serás tú. ¿Suena interesante, verdad?

¿Y si te digo que puedes escribirme tres preguntas en el galpón cuando tú quieras? Lo sé, te caes de culo. Aún no puedes creer lo generoso que soy en realidad. Pero no te emociones. Yo contestaré a mi manera, así que no te desanimes si tus dudas no se resumen a un simple sí o no.

Para terminar —y como prueba anticipada de mi bondad—, te entrego las únicas pistas que te guiarán durante la investigación. Presta mucha atención, porque el diablo no siempre es tan generoso:

• Supimos conocernos alguna vez.
• Nada de lo que crees saber de mí es cierto.
• Estoy más cerca de ti de lo que piensas.

Siempre tuyo,

Wolf.»

Y ahora sí llegamos al primer giro de trama y Sirhan dejó de ser un corderito inocente. ¿Hasta dónde será capaz de llegar?

¿Te gustó el capítulo? ¡Ayudame con un voto, un comentario y un compartido!

Les dejo el chiste de hoy:

Cariño, creo que estás obsesionado con el fútbol y me haces falta.
- ¡¿Qué falta?! ¡¿Qué falta?! ¡¡Si no te he tocado!!

También el dato curioso: la lengua que Boyd habla existe. ¿Pueden adivinar cuál es?

¡Nos vemos el miércoles!

Gonza

xxxoxxx

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