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Capítulo 10

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«Siempre me sentí como un joven más. Ahora llegó el momento de demostrarlo». (Evan Greer: discurso nro. 145, 1/5/2033)
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—Lamento lo de Ted. Fui un imbécil.

Sirhan tomó un sorbo de jugo y asintió, sorprendido. Dejó que su jefe hablara y no lo interrumpió en ningún momento. Luego de una larga semana de mutismo, lo mínimo que Boyd le debía era una conversación que fuera directo al grano y unas cuantas explicaciones.

—Debí advertirte antes: Ted es muy peligroso. Es avaro, competitivo y cruel —dijo, y Sirhan se preguntó si Boyd también lo era— y sabe cómo deshacerse de la competencia.

Boyd se acomodó en el asiento y se ató el cabello para que no le molestara. Aunque hablara movido por la emoción, Sirhan sabía que sus palabras eran ciertas. El rubio estaba preocupado, y Sirhan aprovechó el viento a favor para deslizar una pregunta clave:

—¿Quién es Alexander The Great?

—356 a. C. - 323 a. C. Rey de Macedonia, hegemón de Grecia, faraón de Egipto y gran rey de Media y Persia.

—Sabes que no quiero una lección de Historia —sentenció Sirhan—. ¿Quién es Alexander?

Boyd se sacudió en su asiento, reticente a responder. La mirada de Sirhan se intensificó y el rubio intentó evadirla. No sería fácil abrir su caja de Pandora y sacar a la luz dos años de historias y sentimientos encontrados. Sirhan respetó su silencio y esperó a que iniciara.

—Alexander Duff —dijo Boyd por fin—. Alexander Duff y James Hope.

James Hope.

El tipo de la radio lo había llamado «el próximo James Hope», pero Sirhan no sabía qué diablos significaba eso. «¿Quién eres y por qué te peleaste con un joven que tiene la cerveza de Los Simpsons como apellido?», se preguntó y esperó que su jefe continuara. Pero Boyd no dijo nada, y el silencio surcó el aire como un latigazo mortal.

—Algunos dicen que conocemos a las personas más importantes de nuestra vida por casualidad —dijo por fin—. Yo no creo que sea así. Nada es casual; las casualidades son el pretexto de los ignorantes.

Sirhan se llevó un puñado de maní a la boca mientras observaba a su jefe. Boyd tenía los ojos enrojecidos y estaba a punto de quebrarse en cualquier momento. A medida que su dolor crecía, también lo hacía el interés de Sirhan.

—James era una de esas personas especiales de mi vida. Competitivo, trabajador, impulsivo y perseverante, fue mi primer corredor y dudo mucho que alguien pueda pisarle los talones alguna vez —reconoció, consciente de que  Sirhan era ese alguien.

»En pocos meses, James se convirtió en el mejor corredor del año y me ayudó a saltar a la fama como apostador. Éramos exitosos. Teníamos dinero, fanáticos, mujeres y edificios propios, y eso, por supuesto, ofendió a varios. Lo ofendió a él.

»Muchos dicen que Alexander Duff fue el eterno rival de James, pero se equivocan. Fue su eterno enemigo; James no tenía rivales en la pista y no los tendrá nunca—sentenció Boyd.

»A Duff lo apodaban El Segundo por una buena razón: había participado en siete finales y siempre había perdido. Con su rostro angulado y su panza cervecera, era más músculos que cerebro. Y a Ted siempre le convino que sus corredores no tengan cerebro.

Boyd evocaba el pasado con certeza y determinación. Sus palabras eran trémulas, entrecortadas y cargadas de resentimiento. Habían pasado años, pero aún sentía la misma impotencia del primer día. Poco a poco, la cólera ganó terreno.

»Todo iba bien hasta que llegó esa puta final anual. Como de costumbre, James arrasó con Duff, pero tuvo la delicadeza de hacerlo caer a pocos metros de la meta. ¡Delicadeza, qué mierda! —exclamó—. Toda la tribuna rio de Alexander ¡y algunos corredores le pasaron por encima! Duff conoció la verdadera humillación.

Boyd no dejó de decir «shit», «am màthair fucking» y «damnadh» durante los próximos dos minutos, y Sirhan permaneció alerta. Boyd apretaba los puños con fiereza y parecía estar a punto de hacer algo estúpido. Pero nada malo pasó; el rubio solo batallaba con los fantasmas de su pasado.

—Alexander no dio tregua y James no tardó en liderar la lista negra. Cinco días después, el cadáver de James apareció dentro de un contenedor de la estación de trenes. Desconozco quién fue el hijoputa que lo asesinó: el cagón ni siquiera cobró la recompensa.

»Presioné y presioné hasta que conseguí que Alexander entrara a la lista. —Boyd se interrumpió y comenzó a toser. Al parecer, se había atragantado con el maní. Sirhan lo ayudó y, cuando estuvo recuperado, el rubio continuó:— Si bien la recompensa era de cinco millones de bards, nadie se atrevió a matarlo. El terror se había adueñado de los cazarrecompensas.

»Sin embargo, las cosas no salieron como esperaba. El puto de Alexander no se ocultó y me sorprendió el único día en que salí a pasear sin mis súbditos. ¡Mierda, mierda, puto de mierda! ¡¿Acaso no podías dejarme caminar tranquilo una puta vez?! —exclamó Boyd y elevó un puño al cielo.

Boyd golpeó la mesa con fuerza y Sirhan se sobresaltó. Al verlo, el rubio le pidió disculpas y decidió serenarse. Mantuvo su mirada fija en la mesa para evitar el contacto visual y contuvo su ira. Para entonces, tenía la cara roja y se le marcaban las venas del cuello.

»Me enfrentó a la salida de una tienda. Primero fueron insultos, gestos obscenos y escupitajos. Luego comenzó la pelea cuerpo a cuerpo, y algunos muchachos se acomodaron en semicírculo para vernos. Los más morbosos sacaron sus teléfonos y comenzaron a grabar. Nada de llamar a la policía, eso es para maricas.

»Alexander me dio un derechazo en la mandíbula que me arrojó al piso. Golpeé contra una baldosa y sentí un fuerte ardor en la columna. Apenas podía soportar el dolor, pero logré abrirle las pelotas con un rodillazo que lo dejó grogui. Desenfundé mi pistola y le apunté a la cabeza, pero la bala apenas le perforó el tórax. ¡Puto dolor! ¡Puto dolor!

»La calle se convirtió en una batalla campal: Gendarmería, alertada por los vecinos, venía por la avenida principal y mis hombres avanzaban por un camino alternativo. Pronto, los curiosos se dispersaron en todas las direcciones. ¡Huyan! ¡Cagones, cobardes, putos!

Boyd estaba rojo, exaltado y furioso. Llevaba dos años de rencor acumulado. Cuando hablaba fluctuaba entre el pasado y el presente: dialogaba con Sirhan y con los fantasmas de su memoria. Visto desde afuera, parecía un loco. Y lo estaba. Estaba loco de dolor e impotencia.

»Estábamos en el piso, incapaces de movernos. Alexander tenía un agujero en uno de los lados y gemía de dolor; yo apenas podía enfocar la vista y me esforzaba para contener mis gritos. Como era de esperarse, nadie nos ayudó. Gendarmería estaba demasiado cerca para que alguien se animara a arriesgar el culo para salvarnos.

»Por suerte, mis hombres no tardaron en llegar. Conocen todos los atajos de la ciudad y no es extraño que le ganaran a los verdes. Fagler y Scat me alzaron y me dejaron sobre el asiento trasero. Lo último que vi antes de desmayarme fue el cuerpo de Alexander sobre el piso.

Cuando acabó, Boyd no gritó «¡Bien merecido, hijoputa!» ni tampoco golpeó la mesa; solo permaneció en silencio. Dejó que Sirhan procesara lo que acababa de escuchar y se llevó un vaso a los labios. Al parecer, había llegado al final de la historia.

—¿Y qué pasó con Alexander? —preguntó Sirhan.

—Lo que ocurre cuando te pillan: directo al ejército —dijo Boyd y sonrió con desprecio.

—¿Y a partir de entonces empezaste a andar en silla de ruedas?

Boyd carraspeó y se acomodó en la silla. Estaba claro que le molestaban las preguntas personales, más cuando venían una detrás de la otra. Suspiró profundo antes de comenzar y se preparó para el segundo round. La curiosidad de Sirhan parecía inagotable.

—Me sometieron a una cirugía de inmediato y evitaron que el problema se agravara. Una parte de mi columna se inmovilizó y ya no pude volver a caminar. Lo único fue una cicatriz en la zona de las lumbares. Si te fijas, tiene forma de a.

Boyd se alejó de la silla y se desabotonó la camisa de a poco. Gimió de dolor un par de veces y deslizó un «carajo» mientras intentaba su proeza. Luego de casi un minuto, Boyd descubrió su espalda y Sirhan pudo ver la cicatriz.

Era larga y delgada, casi imperceptible, y se doblaba en forma de u.  Sirhan forzó la vista, pero jamás encontró el palito de la a. «Cree ver el nombre de Alexander en todos lados», pensó, preocupado. Boyd insistió:

—¿La ves?

—No, no la veo —reconoció Sirhan.

—Usa tu imaginación —le dijo Boyd—. ¿Ahora la ves?

—Tampoco.

Boyd se abrochó la camisa y la escena de los carajos y los gemidos de dolor se repitieron. Sirhan tomó el último puñado de maní y dejó el recipiente vacío. El rubio resopló con fuerza y se preparó para dar el golpe de gracia.

—Ted y yo perdimos a nuestros mejores corredores ese año. Pero la muerte, lejos de unirnos, nos separó aún más. A partir de entonces, nuestra relación se resume en dos palabras: odio mutuo.

¿Qué te pareció el capítulo de hoy? Hacémelo saber con un comentario.😄

Les escribo por acá para informarles que pronto se viene la sorpresa que les había anticipado y que estoy en proceso para poder presentársela lo antes posible ❤

Les dejo un memingo un poco sad para las que leyeron Boulevard:

Y también un dato curioso: el apellido de Alexander no es otro que el nombre de las latas de cerveza de Los Simpson (y eso que yo nunca vi el programa en mi vida).😂

¡Nos vemos el sábado! Cuídense y tomen agüita❤❤

xxxoxxx

Gonza.

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