| 03 | Perfectos Desconocidos
Las últimas tres semanas las había dedicado por completo a mi objetivo principal. Y, por supuesto, lo había logrado. Porque cuando Jessica Romanov se proponía algo, lo conseguía, aunque sea a fuerza de pura testarudez y café mal hecho. Mi tesis no solo había impactado, había sacudido los cimientos del departamento académico.
O al menos, eso me habían dicho.
Se me había ocurrido abordar la Experticia Forense. Hablar sobre cómo las autoridades combinaban experiencia, y conocimientos para resolver casos que parecían sacados de una serie de Netflix. Cuando propuse el tema, mi profesor asignado no sabía si reírse, llorar o aplaudir. Al final, hizo un poco de todo y, honestamente, su cara de asombro fue mi Oscar personal.
Pero lo mejor vino con la resolución de la tesis. No quería presumir, pero hasta el profesor más rancio tuvo que reconocer que lo había logrado. Así que, ¿cómo no iba a celebrar semejante logro? Por primera vez en años, sentía que no necesitaba ayuda de nadie –y mucho menos de mis padres– para demostrar que podía triunfar. Todo ese desastre mental que había arrastrado los últimos años ahora quedaba atrás. Era mi momento.
Mi triunfo.
Decidí salir a festejar como se debe. Para mi fortuna o desgracia, dependiendo de cómo se mire, Cassidy había vuelto de Grecia. Y por lo visto, la isla de Mykonos no le había drenado la energía ni las ganas de fiesta. Ya estaba lista para lanzarse de cabeza a una nueva celebración. Por supuesto, no me dejó opción cuando dijo que debía acompañarla.
—¿Tenemos que ir sí o sí? —se quejó Mackenzie, poniendo una cara de gato atrapado en una bañera mientras se deslizaba en un hermoso vestido color rosa pálido. El corte era perfecto, con un fruncido en la cintura que hacía juego con los pliegues de la falda, aunque la expresión de sufrimiento en su rostro decía otra cosa.
—¡Oh, vamos! —repuse, tomándola por los hombros y dándole un suave zarandeo para sacudirle el dramatismo—. ¡Nos divertiremos! ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo que no implicara un libro, un té verde o una siesta?
Ella me lanzó una mirada afilada, pero yo ya estaba demasiado ocupada peleando con un par de jeans ajustados como para preocuparme. Malditos pantalones. Parecía que mi trasero había decidido rebelarse. Tal vez era el resultado de semanas de matarme a hacer ejercicio o, más probablemente, de caerme de culo tantas veces que el universo había decidido darme un premio de consolación en forma de glúteos mejorados. ¿Quién necesita cirugías cuando puedes caerte y que se te inflame el trasero?
Finalmente, logré meterme en los jeans con un último tirón épico, dejando escapar un suspiro. Me miré en el espejo: los jeans claros y el top negro que llevaba no gritaban "fiesta elegante", pero sí decían algo como "esta chica vino a pasarla bien y no le importa qué piense nadie". Me recogí el cabello en un moño desordenado y me maquillé lo justo para parecer una versión mejorada de mí misma.
—Bueno, estás espectacular —le dije a Mackenzie, señalándola de arriba abajo.
Ella bufó, aunque no pudo evitar sonreír.
—Y tú... bueno, cariño... con ese cuerpo, a ti todo te queda bien.
—Gracias, bebé —repliqué, alzando la barbilla.
Estábamos listas. O al menos, tanto como dos chicas temperamentales podían estarlo para enfrentarse a una noche de risas, música y, conociéndonos, probablemente alguna anécdota divertida.
Cuando llegamos a la ubicación que Cassy me había enviado por mensaje, no pude evitar quedarme boquiabierta. La lujosa propiedad era como un monumento al exceso y al buen gusto combinado con muchísimo dinero. Pero muchísimo. Era enorme, incluso más imponente que la mansión en la que crecí, que ya de por sí parecía un decorado de película de época gracias a mi madre y sus gustos extravagantes.
El guardia de seguridad, plantado en su puesto con la expresión de alguien que ya no tenía ganas de vivir, nos dejó pasar con un gesto resignado. Tal vez estaba agotado de lidiar con personas con más ego que sentido común, o simplemente era un trabajo esclavizante tener que quedarse afuera mientras los demás se dedicaban a ahogar sus preocupaciones en champaña de miles de dólares. No lo culpaba, yo también tendría esa expresión.
La casa era un espectáculo. Una estructura blanca y negra con enormes paneles de cristal en el segundo piso que daban la impresión de que el arquitecto había querido gritar "¡miren cuánto dinero tenemos!" desde todos los ángulos. Cada detalle, desde la iluminación perfectamente calculada hasta la fuente minimalista en la entrada, destilaba riqueza, y no del tipo discreto. Aquí el dueño no intentaba esconder que nadaba en billetes.
—Siento que nos cruzaremos con personas de mucho dinero, Jess. ¡Mira todos esos autos! —comentó Mackenzie, señalando una fila interminable de deportivos que parecían más piezas de arte que vehículos.
—Así parece —respondí, sin mucho entusiasmo.
—Si conseguimos novios aquí, seremos las hijas ideales de nuestros padres.
No pude evitar soltar una carcajada mientras sacudía la cabeza.
—Claro, porque idiotas millonarios que se dedican a embriagarse y drogarse hasta perder el conocimiento son el sueño de cualquier mujer con estándares bajísimos.
Mackenzie puso los ojos en blanco, pero no pudo reprimir una sonrisa.
—Vittorio estaría feliz si te casaras con un empresario que siguiera los negocios familiares de los que tú no quieres hacerte responsable.
—Sí, claro que estaría feliz —admití, con una sonrisa irónica—. Pero ambas sabemos que ese tipo de hombres suelen compensar con el dinero lo que no tienen de... bueno, ya sabes, talento natural en el sexo.
Mackenzie estalló en carcajadas, cubriéndose la boca con las manos como si acabara de escuchar la mayor blasfemia del siglo.
—¡Jessica! —exclamó, aunque el tono era más de diversión que de reproche.
—Es la verdad —dije, encogiéndome de hombros con total desparpajo—. Los que no tienen dinero se esmeran más en la cama. Como no pueden llevarte a restaurantes caros ni a viajes exóticos, compensan regalándote orgasmos de otro planeta.
—Siempre lo mismo contigo —bufó Mackenzie, aunque sus labios se torcieron en una sonrisa—. A veces creo que te reemplazaron el cerebro por el de un adicto sexual sin remedio.
—No sé si tomar eso como un cumplido o una crítica —respondí con una sonrisa descarada—. Pero, hablando en serio, matrimonio es solo una palabra elegante para describir cómo las mujeres adoptan a un niño adulto que ya no puede vivir con su madre.
Mackenzie me miró con diversión, antes de volver a poner los ojos en blanco.
—Tú y tu maldita reticencia al matrimonio —dijo, sacudiendo la cabeza mientras avanzábamos hacia la entrada de la mansión—. ¿De verdad nunca has pensado en casarte y tener hijos como cualquier persona normal?
La pregunta quedó flotando en el aire mientras yo me detenía un segundo, fingiendo una profunda reflexión.
—¿Persona normal? —repetí, arqueando una ceja—. Mackenzie, cariño, ¿en qué momento de nuestra larga amistad te di la impresión de ser una persona normal?
Ella soltó una risita y negó con la cabeza.
—Tienes razón, no sé por qué me molesto en preguntar.
—Exacto —dije, sacudiendo el cabello como si acabara de recibir un premio—. Además, ¿casarme? ¿Para qué? Si quisiera discutir por el mando de la tele y repartir responsabilidades domésticas, adoptaría un perro y lo entrenaría para limpiar mi apartamento.
Mackenzie no pudo contener la carcajada mientras cruzábamos las enormes puertas de cristal de la casa. Por dentro, el lugar era tan exagerado que incluso yo, acostumbrada a la ostentación de mi madre, me sentí abrumada. Había lámparas tan grandes que parecían querer aplastar a alguien y pisos de mármol que reflejaban nuestras siluetas como si estuvieran diciendo: "Sí, somos caros, admírennos, plebeyos".
La gente estaba igual de deslumbrante. Todos parecían haber salido de un catálogo de "Ricos y Ridículamente Perfectos". Mujeres con vestidos que probablemente costaban lo mismo que un coche de lujo y hombres con trajes tan ajustados que me hacía dudar si podían respirar.
—Mi padre está presionándome para que le dé nietos —soltó Mackenzie mientras seguíamos caminando.
Casi me atraganto con mi propia saliva.
—Tienes veintitrés, Mack... —dije, arqueando una ceja—. ¿Por qué demonios alguien querría tener hijos a esta edad? Ni siquiera has vivido lo suficiente como para arrepentirte de tus decisiones.
—Mi madre tuvo a mi hermana a los diecinueve —replicó con un suspiro, como si eso lo explicara todo—. Ellos son de esos que creen que la descendencia es lo más importante. Ya sabes, la gran familia, el apellido, el legado... Blah, blah, blah. Y aquí estoy yo, sin novio, sin ganas, y con un reloj biológico que probablemente ni ha empezado a funcionar.
—Entonces no les hagas caso. Mis padres llevan años presionándome para que siente cabeza y lo único que han conseguido es que compre más zapatos caros. A veces pienso que mi resistencia a lo que ellos creen correcto para mi es lo único que los mantiene interesados en mi vida.
—Yo creo que tus padres esperaban que te casaras con Nicolae.
El golpe fue rápido y directo, como un gancho al hígado, y Mackenzie lo supo inmediatamente. Su rostro pasó de travieso a oh, mierda en cuestión de segundos. Sus labios se apretaron como si quisiera tragarse las palabras que acababan de salir.
Por mi parte, sentí como mi estómago se retorcía, y no de hambre precisamente. Nicolae. Solo escuchar su nombre era suficiente para que mi humor se fuera directo al sótano. Ese hombre era el epítome de todo lo que odiaba: arrogancia, prepotencia, y una incapacidad preocupante para aceptar que no era tan bueno en... bueno, en nada.
—Si matrimonio con hijos es lo que buscan las personas normales, me alegra no serlo.
Mackenzie hizo una mueca que habría sido perfecta para una caricatura cuando vio que Cassidy se acercaba.
—Allí está tu amiguita —gruñó, con los labios fruncidos como si acabara de morder un limón.
—Deja los celos, ¿quieres? —respondí, dándole un codazo.
Lo gracioso era que Mackenzie no podía soportar a Cassidy, pero tampoco era capaz de dejarme venir sola a una fiesta si sabía que la pelirroja estaría presente. Era como si necesitara supervisarme. Y por más que intentaba explicarle que Cassidy no iba a reemplazarla, aunque me ofreciera su peso en oro, Mackenzie simplemente no lo superaba.
Cassidy, mientras tanto, se acercaba hacia nosotras como si estuviera desfilando en una pasarela de alta costura. Su caminar tenía la confianza de alguien que sabe que todos la están mirando... y probablemente disfrutaba el espectáculo. Su cabello rojo brillaba bajo las luces como un faro que decía: ¡Aquí estoy, adórenme!
—Ser discreta no va con su marca personal —murmuró Mackenzie entre dientes, antes de ponerse su mejor cara de póker. Su transformación fue tan rápida que casi me hizo aplaudir.
Cuando Cassidy llegó a donde estábamos, sonrió ampliamente, mostrando esos dientes perfectos que podían ser el rostro de cualquier comercial de pasta dental.
—¡Jess! —exclamó, ignorando por completo la presencia de Mackenzie como si fuera un florero decorativo—. Estaba buscándote. Esta fiesta es un caos, pensé que no vendrías.
—Bueno, no quería decepcionarte —respondí, riendo mientras le daba un abrazo rápido.
—Oh, Mackenzie, qué gusto verte también —respondió Cassidy, lanzándole una sonrisa que bordeaba lo condescendiente.
La tensión era tan evidente que casi podía cortarla con un cuchillo, pero como siempre, me tocaba a mí ser el amortiguador entre ambas.
—¿Qué tal si empezamos de nuevo? —interrumpí, levantando las manos en señal de tregua—. Prometo que no las voy a obligar a abrazarse ni a intercambiar pulseras de amistad, pero al menos intentemos no matarnos antes de que termine la noche.
Cassidy rió, como si realmente le pareciera gracioso, mientras Mackenzie se limitaba a rodar los ojos.
—Estás preciosa, Jess —dijo, evaluándome de arriba abajo con ojos críticos pero aprobadores.
—Y a ti, Grecia te ha sentado mejor de lo que esperaba.
La tomé de la mano y, como si estuviéramos en una alfombra roja, hice que girara sobre su eje. Su vestido de encaje, tan corto que podría haber sido catalogado como una camisa larga, revelaba sus piernas largas y tonificadas.
—¡A ti también! —exclamó Cassidy, señalando descaradamente mi escote—. Sospecho que en cualquier momento tus pechos se saldrán de ese diminuto top y montarán un lindo espectáculo.
—Bueno, siempre hay que mantener al público entretenido —respondí, fingiendo ajustar el top mientras Mackenzie soltaba un bufido tan bajo que probablemente esperaba que solo yo lo escuchara.
—Cassy, gracias por invitarnos —dijo Mackenzie, finalmente logrando hacer audible su presencia.
—Oh, de nada —respondió Cassidy con una sonrisa que no era precisamente cálida—. Pero, de hecho, yo no lo hice.
—¿Perdón? —interrumpí, alzando una ceja.
—Sí, esta no es mi fiesta —aclaró, encogiéndose de hombros como si acabara de confesar que el cielo es azul—. Un amigo que me hice en Grecia está festejando su cumpleaños. ¡Vengan conmigo, se los presento!
Cassidy nos tomó de la mano a ambas como si fuéramos niñas en una excursión escolar y comenzó a guiarnos a través de la multitud. Yo me dejé llevar, divertida, mientras Mackenzie parecía menos entusiasmada, aunque no pudo evitar lanzar un vistazo de curiosidad al lugar.
Nos condujo hacia un enorme sofá de cuero negro, rodeado de un séquito de personas que parecían haber salido directamente de un anuncio de Paco Rabanne. Todos sostenían copas altas y charlaban en ese tono despreocupado y teatral que tienen los ricos cuando están fingiendo no competir por quién tiene la vida más fabulosa.
Dos de ellos estaban muy entretenidos detrás de unas rubias siliconadas que reían enérgicamente de cualquier cosa que saliera de la boca de estos, imitando el ruido de una puerta rechinante cada vez que sonreían.
O sea, un horror para los oídos.
Uno de los hombres se apartó del grupo y, como si le hubieran dicho que me evaluara para un casting, me escaneó de arriba a abajo con una lentitud que habría sido inquietante si no fuera porque, bueno... era ridículamente guapo. Ojos celestes como si hubieran robado el cielo de un día perfecto, cabello castaño con esa textura que grita "me peino así sin esfuerzo", un rastro de barba perfectamente recortada y una mandíbula demasiado definida.
Claro, todo eso casi se anulaba por completo cuando noté que sus ojos parecían tener un GPS configurado para mi escote.
—Cassy, ¿no me presentarás a tu amiga? —dijo, con una voz que destilaba arrogancia.
—Ella es Jessica Romanov, mi mejor amiga —recalcó, arrastrando las palabras de una forma que claramente estaba diseñada para molestar a Mackenzie, cuya mandíbula se tensó tanto que pensé que podría romperse ―. Y ella es Mackenzie Donovan —añadió, señalando a mi amiga, que apenas levantó una ceja como respuesta.
—Con que tú eres la famosa Jessica... —dijo él, tomando mi mano con una teatralidad que casi me hizo reír en voz alta. Luego, como salido de una novela romántica, plantó un beso suave en el dorso de mi mano.
Al verlo de cerca, era aún más guapo, si eso era posible. Su piel parecía hecha de Photoshop, y hasta podía jurar que olía a algo caro y embriagador. Internamente, ya estaba considerando la posibilidad de que este tipo fuera la solución perfecta para aliviar mi estrés acumulado.
—Encantada —dije, con una sonrisa que mostraba interés. Porque si algo había aprendido en mi vida, era que a los hombres como él no se les daba todo de inmediato; había que hacerlos trabajar por ello.
Alexander me invitó a sentarme en el sofá, y cuando lo hice, con toda la gracia que el universo me negó, choqué de espaldas contra alguien que estaba detrás de mí.
—¡Ay! —exclamé, girándome rápidamente para encontrarme con un hombre que se reía a carcajadas mientras sostenía una copa vacía. Bueno, vacía porque su contenido entero ahora estaba en mi escote.
La mujer a su lado, que claramente era una acumulación ambulante de silicona y extensiones, soltó un chillido de risa.
—¡Oh, Dios mío! ¡Qué torpe! —dijo ella, como si el incidente le hubiera alegrado la noche.
Yo, por mi parte, miré el desastre líquido en mi top, observando cómo el champán hacía su camino pegajoso por mi piel.
—¡Serás imbécil! —grité, levantando las manos en frustración—. ¡Me has tirado todo encima!
—¡Lo siento mucho! —respondió rápidamente, levantando las manos como si esperara que yo fuera a lanzarme sobre él cual tigresa furiosa.
Levanté la mirada, armada con el insulto más creativo que mi mente pudiera conjurar, lista para fulminarlo verbalmente hasta en hebreo antiguo si era necesario. Pero cuando nuestros ojos se encontraron, el insulto murió en mi garganta, reemplazado por una incredulidad absoluta. Mis ojos se abrieron como platos.
Él me observó con desconcierto.
—¿Juliet? —dijo, como si acabara de ver a un fantasma.
Y ahí estaba, el karma en todo su esplendor. De todas las personas que podría haberme encontrado en esta fiesta —o en este planeta, ya que estamos—, tenía que ser él. El desconocido con el que había despertado en Santorini después de una noche que todavía no podía decidir si era un sueño loco o un error épico. El que me había dado el sermón de mi vida. Ese mismo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó. Mi cerebro hizo un cortocircuito, y mi boca decidió que era un buen momento para entrar en modo automático.
—Eh, yo... alguien me invitó —respondí, tratando de sonar casual mientras mentalmente rogaba que la tierra me tragara.
Antes de que pudiera elaborar más, Alexander intervino, como si el universo decidiera que no tenía suficiente en ese momento.
—Lo siento, Jessica. Mi hermano es un poco idiota —dijo, lanzándole una mirada de odio al desconocido que, por lo visto, ya no era tan desconocido.
Me tomó un segundo procesar la palabra clave en su frase.
—¿Hermano? —pregunté, mirando a Alexander como si acabara de decirme que los unicornios eran reales.
El hombre frente a mí también parecía estar procesando algo.
—¿Jessica? —cuestionó, frunciendo el ceño como si mi nombre hubiera activado una alarma en su cerebro.
Alexander decidió añadir más leña al fuego.
—Theo, te presento a Jessica Romanov. Amiga de Cassidy Sparks y ahora también... mi amiga personal —dijo, guiñándome un ojo con una expresión lasciva que, en cualquier otro momento, me habría resultado hilarante.
Puta suerte la mía.
De todas las cosas que podían pasarme, ¿justamente esto? El universo debía estar riéndose a carcajadas mientras yo trataba de no hiperventilar.
—Jessica Romanov... —repitió Theo, como si mi nombre fuera un enigma que intentaba descifrar. Tendió la mano con una sonrisa que oscilaba entre incómoda y descarada, apretándola con un entusiasmo que parecía un poco fuera de lugar—. Soy Theodore James, Theo para los amigos. Un gusto... y perdón por arrojarte champán encima.
—No hay problema —respondí con una sonrisa que probablemente parecía más una mueca de "quiero morir ahora mismo"—. Si me disculpan, iré al baño.
Sin esperar respuesta, me di la vuelta y agarré a Mackenzie del brazo como si fuera una cuerda salvavidas, arrastrándola conmigo a través del mar de personas perfectamente vestidas que llenaban la casa.
—¿Qué haces? ¡Me estás arrancando el brazo! —protestó, tambaleándose sobre sus tacones mientras intentaba seguirme el ritmo.
Al llegar al baño, cerré la puerta de un portazo, apoyándome contra ella como si estuviera escapando de un asesino en una película de terror. Luego exploté. Maldije en tantos idiomas que Mackenzie me miró como si acabara de invocar un demonio.
—¿Qué rayos te sucede? —preguntó finalmente, cruzándose de brazos.
—¿Recuerdas al hombre con el que desperté en Santorini?
Mackenzie arqueó una ceja, una sonrisa de diversión empezando a formarse en sus labios.
—Claro, el guapo de los abdominales que te dio un sermón cuando le dijiste que estabas casada.
—¡Pues resulta que es el hermano de ese tal Alex!
Sus ojos se abrieron tanto que por un momento pensé que iban a salírsele de las órbitas.
—¡Sabía yo que un día de estos ese cuentito te iba a salir mal! —exclamó, llevándose una mano a la frente como si estuviera disfrutando demasiado de mi sufrimiento—. Igualmente, debo decir que no estaba nada mal. Ese moreno era un bomboncito.
—Sí, un bomboncito que ya degusté —gruñí, tirando de una toalla de papel para secarme el desastre en mi escote—. Y sabes perfectamente que tengo una regla: no me involucro dos veces con el mismo.
—Esa regla es completamente absurda, Jess —dijo Mackenzie, como si estuviera señalando lo obvio.
—No lo es —insistí, girándome hacia ella con una toalla de papel en una mano —. Es lo que me mantiene alejada del drama.
—¡Drama! —repitió, riendo mientras se sentaba en el borde del lavabo—. Querida, ya estás nadando en drama. Estás en una fiesta, con dos hermanos guapos, y uno de ellos es el tipo con el que dormiste en Santorini. Drama es tu segundo nombre.
—¿Qué se supone que haga ahora?
Mackenzie se encogió de hombros, divertida.
—Bueno, podrías seguir la corriente y usar eso a tu favor. Pero siendo tú, probablemente harás algo que lo empeore aún más.
Solté un suspiro, dejando caer la toalla de papel al lavabo.
—Si el universo quiere verme sufrir, al menos podría haberme avisado para venir preparada.
Mackenzie estalló en carcajadas, tanto que tuvo que apoyarse en el lavabo para no perder el equilibrio. Yo, por mi parte, puse los ojos en blanco y me crucé de brazos, aunque en el fondo sabía que tenía razón. Con mi suerte, era cuestión de tiempo antes de que la noche se complicara más de lo que ya estaba.
Después de años lidiando con hombres que parecían ser personajes descartados de telenovelas de bajo costo, había aprendido a protegerme. ¿Quién tiene tiempo para lidiar con tipos que creen que dos citas equivalen a un anillo de compromiso? ¡Por favor! Uno de ellos incluso llegó a llamarme "mi futura esposa" después de un solo café. Y no hablemos del chico "adorable" que, al descubrir que yo no quería nada serio, tuvo el grandioso plan de vengarse enviando una foto de su miembro a todos mis contactos de Facebook.
Y, por cierto, como si fuera un miembro para fotografiar... ¡Era como una lombriz albina posando en un set de iluminación amateur! Lo único que provocó fue que mi tía Leigthon me llamara horrorizada preguntándome con qué clase de hombres me vinculaba.
—Bueno, querida —vociferó Mackenzie, secándose una lágrima de tanto reírse—, ¡tú y la suerte no son amigas! ¡Rubia desafortunada!
—Por favor, Mack —dije, ajustando mi top empapado con champán—. La suerte no existe. Y si existiera, claramente me odia.
—Pues, si la suerte no existe, ¿cómo explicas que te hayas cruzado con Theo aquí?
—Casualidad. Mala, horrible, patética casualidad.
Ella soltó una risita burlona y empezó a retocarse el maquillaje frente al espejo.
Intenté mantener el sarcasmo, pero mi mente ya había comenzado a divagar. A pesar de todo, no podía evitar pensar en Nicolae. Ese nombre era como una astilla alojada en mi cerebro, irritándome de vez en cuando.
Nicolae había sido mi intento fallido de relación "perfecta". Guapo, encantador, con una sonrisa que podía hacerte olvidar que estaba más manipulado que un billete falso. Claro, todo parecía maravilloso hasta que descubrí que tenía más secretos que un villano de James Bond.
Maldito infeliz cara de pene. Arruinó por completo mis ganas de tener una relación seria. ¿Por qué? Porque, aparentemente, todo lo bueno que hacían los hombres con motos es arruinarte la vida. Maldita sea la hora en la que fui a esa estúpida carrera de motocicletas. A veces creía que mi vida era una comedia escrita por alguien con muy mal sentido del humor.
Cuando salí del baño, aun mascullando insultos y tratando de no parecer una loca, choqué de lleno con Theo, como si el destino tuviera un retorcido placer en ponerme obstáculos de carne y hueso.
—Te estaba buscando, Jessica —dijo, pronunciando mi nombre con seriedad. Luego, con el ceño ligeramente fruncido, añadió—: ¿Juliet es tu segundo nombre o algo así?
Lo miré fijamente, evaluando si era más fácil mentirle otra vez o simplemente asumir mi derrota con dignidad. Opté por lo segundo, porque, sinceramente, el tipo ya tenía demasiada munición en mi contra.
—De hecho, mi segundo nombre es Angelique. Juliet es el nombre que le doy a los hombres con los que tengo sexo sin compromiso —añadí con una sonrisa cínica—. Así, si intento evitarlos después, no tienen manera de rastrearme ni de acosarme por redes sociales. Es un sistema infalible.
Theo hizo una mueca, como si estuviera tratando de decidir si reírse o seguir escandalizado. Finalmente, se cruzó de brazos y me miró con esos malditos ojos café llenos de picardía.
—Supongo que ahora que sé tú segundo nombre puedo buscarte en internet y enterarme de que no eras casada. Solo querías deshacerte de mí, ¿no es así?
—Mis más sinceras disculpas —respondí, adoptando mi mejor cara de inocencia, que era bastante convincente—. Estas cosas no suelen pasarme. Generalmente me salgo con la mía.
Theo soltó una risa.
—Muy divertido. Supongo que algunos hombres lo merecen. No yo, claro, pero algunos sí.
Le devolví la sonrisa, inclinando ligeramente la cabeza. Theo parecía agradable, además de ser atractivo. Pero las reglas eran las reglas, y mi regla número uno era clara: No segundas vueltas.
―¿Debería darte una medalla por ser el único hombre que no lo merecía? ―me burlé ―. Siento haberte usado para tener sexo y descartado con una mentira.
—Agradezco tus disculpas —respondió con una sonrisa socarrona—. Pero debo corregirte: no tuvimos sexo. Te quedaste dormida en cuanto tu cabeza tocó la almohada.
La honestidad de su respuesta me dejó momentáneamente sin palabras, algo que no ocurría a menudo.
—¿En serio? Bueno, seguro fui adorable incluso dormida.
―En realidad... babeaste toda la almohada y roncaste. El ruido casi no me dejo dormir.
―¡Yo no ronco! ―le grite, con el ceño fruncido.
Él rió y señaló hacia el sofá donde una rubia siliconada con un vestido diminuto y una risa chillona parecía estar esperándolo.
—Me encantaría seguir discutiendo sobre la sinfonía que salió por tu garganta ese día en Santorini, pero tengo una hermosa chica que atender. Espero que ella, al menos, me diga su verdadero nombre.
Rodé los ojos.
—¿La rubia siliconada con risa de hámster? —solté, con una mueca de falsa compasión—. Por Dios, Theo, ¿eso es lo mejor que puedes conseguir?
Él se llevó una mano al pecho, fingiendo estar herido.
—¿Estás celosa, Juliet?
Su pregunta me hizo reír tan fuerte que varias personas a nuestro alrededor se giraron para mirarme.
—¿Celosa? —repetí, con incredulidad fingida—. Oh, por favor. Yo no soy celosa. No tengo que serlo. Todo lo que quiero en este maldito mundo, tarde o temprano siempre es mío.
Con eso, le lancé un guiño descarado y me giré para buscar a Mackenzie. La encontré cerca de la pista de baile, moviéndose al ritmo de la música como si no hubiera un mañana. Me uni a ella y, mientras bailaba, pude sentir la mirada de Theo clavada en mí.
❤︎❤︎❤︎
Era obvio que me había excedido con el alcohol. Mis labios estaban adormecidos, mi risa nasal —esa que ni siquiera intentaba disimular— había hecho su triunfal aparición, y mi capacidad de coordinar movimientos estaba por debajo de lo aceptable. Una noche clásica.
Necesitaba encontrar a Mackenzie. Ella era mi guardiana oficial contra el desastre etílico, pero al parecer, había decidido renunciar a su puesto sin previo aviso. ¿Dónde diablos estaba cuando la necesitaba?
Escapar de Alexander, que se había puesto demasiado cariñoso, había sido una hazaña digna de una película de acción. ¿Ser la comidilla de dos hermanos...? ¡No, gracias! No necesitaba sumar ese capítulo a mi lista de historias vergonzosas, incluso si Theo y yo no habíamos tenido nada. Mejor evitar situaciones innecesarias.
Comencé a abrir puertas al azar en la gigantesca casa, buscando a mi mejor amiga. Pero, en lugar de Mackenzie, lo único que encontré fueron escenas dignas de una película para adultos, protagonizadas por un casting espontáneo y variado. ¿Dos personas? ¿Tres? ¿Un cuarteto? ¡Oh, por favor! Cerré la última puerta de golpe y me alejé rápidamente, como si eso pudiera borrar lo que acababa de ver.
Con toda la dignidad que me quedaba (que, honestamente, no era mucha), subí una gran escalera, tambaleándome y haciendo un esfuerzo por no caer y perder los dientes. Cuando llegué al segundo piso, fue como entrar en otro mundo. El bullicio de la fiesta abajo parecía lejano, casi irreal. Aquí arriba, todo era más oscuro y silencioso.
Abrí la primera puerta que encontré. El interior estaba sumido en la penumbra, y yo, en mi estado alterado, decidí que lo mejor era buscar el interruptor de la luz a ciegas. Brillante idea, Jessica. Mis dedos tantearon la pared como si estuviera jugando a "Marco Polo" con el interruptor, cuando de repente, la puerta del baño dentro de la habitación se abrió.
Una figura masculina emergió de allí, sobresaltándome tanto que mi equilibrio decidió tomarse el resto de la noche libre. Me tambaleé hacia atrás, lista para un aterrizaje épico y humillante de trasero en el suelo, pero unos brazos fuertes me sujetaron por la cintura justo a tiempo.
—¿Qué demonios haces? —preguntó con voz grave, soltándome para encender la luz.
La claridad me permitió verlo bien, y vaya si era un espectáculo. Tenía torso desnudo adornado con tatuajes que cubrían desde los hombros hasta las muñecas. Un cliché de chico malo, pero visto en HD.
—La fiesta es abajo —añadió, mientras abría un cajón de la mesa de noche como si yo no estuviera allí.
—Lo siento... —murmuré, con el tono más dulce que pude fingir—. ¿Has visto a Mackenzie?
Las palabras salieron de mi boca antes de que mi cerebro pudiera intervenir, y su expresión me dejó claro que no tenía idea de quién demonios era Mackenzie. Por un momento, me distraje mirando la habitación. Todo estaba impecable, los colores perfectamente combinados, como si algún diseñador obsesionado con Pinterest hubiese pasado días planeándolo. No cuadraba con el tipo semidesnudo y tatuado que tenía delante.
—No sé quién es Mackenzie. —Cerró el cajón con fuerza —. Además, esta parte de la casa está prohibida.
¿Prohibida? ¿Quién se creía que era? ¿El guardián de las escaleras? Estaba a punto de soltarle una respuesta ingeniosa, pero mis ojos volvieron a su espalda tatuada. Los diseños eran tan hipnotizantes que olvidé mi indignación momentánea.
—Ok, señor Misterios —dije finalmente, con un toque de sarcasmo mientras retrocedía hacia la puerta—. Siento interrumpir tu estúpida paz.
Se giró hacia mí con una expresión demoniaca que prometía cero paciencia, pero al cruzar miradas, algo cambió. Sus facciones se suavizaron y su boca se curvó en una media sonrisa, como si acabara de recordar algo.
—Eres tú —dijo, señalándome con el mentón.
—Sí, soy yo... —respondí, con una ceja alzada—. Espera, ¿quién se supone que soy?
—La chica de la cafetería. Chocaste conmigo y saliste corriendo.
¿Cafetería? Mi cerebro tardó un segundo en encontrar el archivo correspondiente, y cuando lo hizo, quise que el suelo me tragara.
—Ah... —dije, tratando de sonar casual, pero mi cabeza estaba tan confusa que no lograba recordarlo —. ¿Eso fue aquí o en otra ciudad? Ya sabes, soy una mujer muy ocupada.
—Aquí —respondió, cruzando los brazos sobre su pecho musculoso, como si estuviera evaluándome desde un podio de juicio—. ¿En serio no me recuerdas?
Le sostuve la mirada y negué con un suspiro exagerado. Estaba segura que se debía a todo el alcohol en mi sistema.
—Eh, no. No te recuerdo. Pero bueno, te dejo aquí con tus misterios, tus tatuajes intimidantes y tus lugares prohibidos.
Hice un amague de retirada, pero antes de que pudiera siquiera girarme por completo, su mano se posó en mi cintura.
—Espera —dijo, con un tono tan grave y seguro que sentí como si el aire se comprimiera a mi alrededor.
Por un instante, el mundo dejó de girar. Su toque no era brusco, pero me dejó claro que no estaba acostumbrado a que lo ignoraran. Mis piernas decidieron que era un buen momento para temblar, y mi cerebro se tomó unas vacaciones rápidas, dejándome con una sola palabra en mente: musculatura.
El tipo estaba hecho de puro músculo. Su cuerpo parecía una obra maestra esculpida por algún dios caprichoso que se había asegurado de agregar tatuajes estratégicos por toda su piel. Eran oscuros y llamativos, comenzando en su cuello y perdiéndose debajo de la cintura de sus pantalones deportivos, como si invitaran a la imaginación a completar el recorrido.
Perfecto.
Esa era la única palabra que podía describirlo. Perfecta altura, perfectas facciones, perfecto físico que hacía babear. Incluso su tono de voz parecía diseñado para provocar desmayos colectivos.
Pero entonces su actitud regresó con fuerza, recordándome que probablemente tenía la palabra problemas tatuada en la frente.
Él inclinó la cabeza, evaluándome.
—¿Cuál es tu nombre?
Tomé aire y me recompuse.
—Juliet. —Lo dije tan convincente que podría haber ganado un Oscar—. Juliet Stone.
Incluso en mi estado etílico, mi cerebro todavía operaba con eficiencia en modo "plan de escape".
—Hermoso nombre —dijo, con una sonrisa torcida que probablemente había destruido la voluntad de muchas antes que yo.
Una risa estruendosa salió de mi garganta antes de que pudiera detenerla. Hermoso nombre, claro... considerando que era completamente falso. ¿Estaba tan borracha que me hacía gracia mi propio fraude? Por lo visto, sí.
—Tengo que ir a buscar a mi amiga —dije rápidamente, notando que él estaba peligrosamente cerca, como si ignorar mi espacio personal fuera su pasatiempo favorito.
—¿Y si mejor te quedas y nos conocemos un poco más? —preguntó con esa voz grave, casi hipnótica—. Es cosa del destino que nos volvamos a encontrar... y que termines justamente en mi habitación. ¿No crees?
Rodé los ojos, decidida a no dejarme llevar por su encanto ridículamente peligroso.
—Destino, claro. Seguro también crees que los astros alinearon nuestras vidas para esto.
Me dispuse a salir, pero su mano me tomó del brazo y me hizo girar hacia él con tanta suavidad como seguridad, antes de que pudiera reaccionar.
Entonces ocurrió.
Sus labios se estrellaron contra los míos, atrapándome en un beso que, en un principio, me dejó helada por la sorpresa. Pero el hielo duró lo que un parpadeo. Un segundo después, mi cuerpo estaba respondiendo, como si hubiera esperado este momento toda la noche.
Abrí paso a su lengua, y el beso se transformó en algo desesperado, sexual y salvaje. Sentí cómo me apretaba contra su torso, la dureza de su musculatura presionando mi cuerpo. Mi temperatura corporal subió tan rápido que, si hubiera tenido un termómetro, seguramente habría estallado.
¿Qué diablos estaba haciendo?
Las luces de advertencia en mi cerebro estaban encendidas, pero mis manos, traicioneras como siempre, se aferraron a sus hombros mientras me perdía en el momento. Su piel bajo mis dedos estaba caliente, y el olor de su perfume mezclado con su esencia natural era lo suficientemente intoxicante como para que olvidara mi propio nombre. Y mi nombre falso también. Podría también olvidar el nombre de mis padres.
—Hermano, ¿has visto lo que están haciendo tus primos allí abajo? —dijo alguien, interrumpiendo el momento.
Nos separamos de golpe, como si un rayo nos hubiera caído encima. El hombre rubio que estaba parado en la puerta, con el celular en la mano, levantó la vista justo a tiempo para darse cuenta de que había interrumpido la película de acción más candente.
Sus ojos azules casi se salieron de sus cuencas.
—¡Lo siento, vuelvo después! —exclamó, dando media vuelta tan rápido que casi se tropieza con la puerta.
—No, está bien. Debo irme —lo detuve, tratando de recomponerme lo más dignamente posible.
—Oye... —me llamó el tatuado antes de que pudiera desaparecer de la escena, pero salí casi corriendo, no sabía por qué.
Y ahí estaba yo, bajando las escaleras una vez más con la firme misión de encontrar a Mackenzie y rescatar un poco de la compostura que ese tatuado me había robado. Pero, como siempre, el destino tenía otros planes y, en vez de encontrarla, el único que me apareció fue Theo.
—Jessica, ¿dónde estabas? —preguntó, mirando hacia la escalera. —¡La parte de arriba está prohibida!
—Oh, lo siento, estaba buscando a Mackenzie.
—Tu amiga estaba haciendo un papelón monumental. Entró a la habitación del ama de llaves y vomitó el suelo entero.
—¿Dónde está? —pregunté, con la leve sensación de que mi noche acababa de alcanzar otro nivel de catástrofe.
—Sígueme.
Entramos a una habitación, donde una señora de cabello negro, con algunas canas estratégicas y expresión amable, estaba trapeando el suelo con precisión. Mackenzie, por su parte, estaba tirada en la cama de la mujer, hecha una bolita, como un oso hibernando después de una noche de excesos.
—¡Lo siento tanto por eso! —dije, y me volví a mi amiga, dándole suaves golpes a su mejilla.
—Está bien, no es problema —respondió la señora con la calma, como si no fuera su primera vez lidiado con chicas borrachas en su cama.
—Déjeme ayudar —dije, acercándome al trapeador, pero me miró como si le estuviera pidiendo el secreto de la vida eterna.
Ella tenía la clase de mirada que solo las personas con años de experiencia en el planeta pueden lograr. Además, sus pestañas... esas pestañas... era como si las hubiera sacado directamente de un anuncio de maquillaje.
—No, no se preocupe, señorita. Ocúpese de su amiga, que no parece estar en sus mejores condiciones —señaló a Mackenzie, que era cargada por Theo como si fuera una pluma.
—Gracias.
—Las llevaré a casa —dijo Theo.
—He traído mi auto —respondí, tratando de recuperarme.
El me miro como si me hubiese vuelto completamente loca.
—No te dejaré conducir en ese estado —dijo, como si fuera el protector de la carretera, vigilante de que ninguna alma perdida intentara manejar borracha.
Mientras Theo conducía, no pude evitar mirarlo de reojo. Sí, era guapo, seguro, pero no podía dejar de pensar en el hombre tatuado. ¡Dios, ese tipo era hermoso! Su cuerpo cubierto de tinta, ese rostro, esa voz... ¿Cómo podía alguien tan... tan... misterioso ser tan... tan sexy? Lo que más me molestaba era que no podía descifrar porque me había sentido intimidada por él. Por su energía masculina.
Por ese beso.
Habían saltado chispas entre nosotros, y podía asegurar, que ese tipo de conexión no auguraba nada bueno. Por suerte, estaba volviendo a la seguridad de mi hogar. Muy lejos de él.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro