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Sin deseos

Eres el peor genio que nuestra comunidad ha visto jamás, Nazia. Eso me habían dicho los Sabios antes de echarme de la dimensión en la que reside nuestra especie para que, según ellos, aprendiera una lección y me diera una ducha de realidad.

Consideraba una soberana tontería la razón por la que había sido temporalmente expulsada. ¿No era mi trabajo el conceder deseos? ¿Qué más daba si no ponía un límite o se los concedía a algún amigo de mi "amo"? ¿Por qué razón no podía concederme deseos a mí misma cuando me apetecía un capricho? Si lo pensaba mejor, ya no se trataba de que fuera mi trabajo. Era la habilidad con la que nacían casi todos los genios y tenía tanto derecho de usarla para fines propios como tenía derecho a usar las piernas para caminar cuando quisiera, en vez de ir flotando de aquí para allá.

Pero, a pesar de todas mis protestas, allí estaba, obligada a vivir en el mundo humano y teniendo que trabajar en la cafetería de una bruja llamada Dulcinea.

—Nazia, ¿me estás escuchando? —la voz de mi nueva jefa me sacó de la nube en la que rumiaba cada injusticia de mi vida. Parecía que estaba de mal humor, así que asentí rápidamente incluso cuando no tenía ni idea de la mayor parte de las cosas que había explicado todo ese rato. Dulcinea enarcó una ceja y puso los brazos en jarras—. Por algún motivo no me lo trago, así que te haré un resumen. Abro la cafetería, Orestes recibe a los clientes y les lleva lo que pidan, Reginald recoge las mesas, Carla atiende en el mostrador y tú preparas las bebidas. Yo estaré en la cocina. ¿Lo has entendido?

Mis ojos dorados se posaron en los otros tres individuos que también trabajaban allí, voluntariamente. En orden de mención, eran un golem de aspecto muy humano, un elfo pelirrojo y una humana con más lunares de los que Nazia era capaz de contar de un vistazo. Me miraban como si fuera un intrusa o una estúpida. Tal vez en el caso de Reginald fueran las dos cosas a un tiempo.

En vez de contestar a la pregunta, hice otra que me pareció de acuciante importancia. De ello dependía mi cartera.

—¿Puede usted permitirse pagarnos a los cuatro?

La mujer se llevó las manos a la cabeza y les hizo una seña a sus trabajadores más antiguos para que fueran preparándose. Me echaron un último vistazo y se dispersaron por el local.

—Tú. Las bebidas —insistió la bruja. Me señaló con el dedo índice para más efecto y fue a darle la vuelta al cartel de la puerta para que se viera bien el "ABIERTO" en elegantes letras rojas que habían pintado en él.

Sin otra opción, pasé a la zona del mostrador en la que tenían todo lo necesario para preparar las bebidas. Por suerte, allí había una pared que me llegaba hasta la frente, así que los clientes no me verían meter la pata de la manera más épica posible cuando intentara hacer un café. No sé hacer café; soy más de té y gaseosa.

La gente fue llegando no mucho después. Algunos solo pedían para llevar, otros tomaban asiento y sacaban libros u ordenadores, pero entre todos pidieron más café del que yo tomaría jamás.

El primer pedido que tuve que preparar fue un verdadero desastre la primera vez que intenté elaborarlo. Era lo que llamaron "café largo cortado". Sin tener ni idea de que era aquello, hice experimentos con los ingredientes, reacia a pedir ayuda después de las miraditas que me habían echado. Lo dejé en el mostrador con las palmas sudorosas de los nervios y Orestes vino a recogerlo. Carla no nos quitaba ojo.

—¿Eso es un café largo cortado? —preguntó. Parecía a punto de desmayarse. Yo asentí con más bien poca seguridad—. Eres una... Mira, apártate y presta atención.

Y procedió a preparar un verdadero café largo cortado que nada tenía que ver con el mío. Traté de memorizar cada paso, las cantidades, hasta el ángulo de su brazo al trabajar. Hice lo posible por replicarlo con el segundo pedido, igual al anterior, pero el resultado no tenía muy buena pinta. Bufé, lo eché por el fregadero y dejé la taza dentro.

Entonces se me ocurrió. Cerré los ojos, me concentré en el nombre de la bebida y chasqueé los dedos una vez.

Un café largo cortado apareció frente a mis narices, tan perfecto como el de Orestes. Lo dejé con orgullo en el mostrador para que lo recogiera.

La siguiente hora la pasé sin mayor problema. Sólo tenía que chasquear los dedos y todo lo que me pedían se preparaba solo y sin el más mínimo fallo, hasta el agua lo invocaba así, y era el agua más fresca y pura que aquella gente fuera a tomar en su vida.

Sin embargo, cuando hice aparecer sin esfuerzo dos chai latte, noté que dos furiosos ojos verdes me atravesaban la nuca. Dulcinea me cogió de la oreja y me llevo entre quejidos míos y maldiciones suyas a la cocina.

—¿Se puede saber que haces? —preguntó con humo saliéndole de las orejas. Tenía el delantal sucio de harina y chocolate y el sombrero torcido.

—¿Ocuparme de preparar las bebidas? —sonreí con poco entusiasmo.

—Nazia, aquí está prohibido usar la magia, especialmente para ti. Estás suspendida, ¿recuerdas?

—¿Entonces por qué Reginald le estaba haciendo ojitos a un cliente desde la esquina? —me defendí. No es que seducir fuera magia, pero para mí lo es si eres un elfo—. Además, no sé preparar todas esas cosas raras que piden.

Dulcinea se paseó por la cocina contando hasta diez varias veces, hasta que se detuvo. Señaló una silla apartada. Fui a sentarme antes de que me lanzara una maldición.

—Pues a partir de ahora te quedarás hasta el cierre y fregarás los cacharros. Eso sabrás hacerlo, ¿no? Y lo harás sin deseos.

Se marchó y yo me quedé sentada, esperando sin ninguna gana que acabara la jornada. Sabía fregar platos a la perfección. No era el trabajo esperado, pero al menos me pagarían igual.

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