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Capítulo I. La prueba del asesino.

—Tu hermano renunció —informó el hombre al cual todos llamaban «Padre», sin importar que no hubiera progenitado a ninguno de los más de 50 niños que integraban aquella cárcel conocida como La Comunidad—. De ahora en más, tú tomarás sus encargos.

Drew no respondió con palabras ya que nada de lo que pudiera acotar sería bien recibido, según sus pocos años le habían enseñado. De todos los integrantes de aquel orfanato, solo Líen era su hermano de sangre, y si Padre había decidido permitirle abandonar el área en la que ambos estuvieron trabajando hasta ese momento, él lo aceptaría con gusto puesto que sus labores eran despreciables. Su hermanito merecía algo mejor.

—No creas que estoy siendo más considerado con él que contigo. Me hacía falta gente descargando paquetes en el puerto y me sobraban animales dando vueltas por las calles, eso es todo.

Asintió en gesto manso y observó al viejo comisario salir a pasos toscos, dejando un fuerte aroma a tabaco detrás. Llevaba tiempo deseando que su hermano dejara de arriesgarse trabajando a su lado, por lo que le resultó extraño comprobar que, justo ahora que por fin se le había concedido aquella súplica silente, se sentía abatido por una soledad como jamás había experimentado en su corta vida. Sin Líen, realizar los encargos que le tocaban sería difícil de tolerar.

Tomó el papel que Padre había dejado sobre la mesa. En él había un nombre y una dirección escritos con letra apurada:

«Eleonora Cándida Gutiérrez, calle Corrientes».

No sabía con certeza qué actos podrían haber condenado a aquella pobre mujer, lo que sí entendía era que debía asesinarla.

«El único crimen que existe en este mundo es que Padre conozca tu nombre y lo anote en un papel», opinó para sus adentros sin saber si era una conclusión propia o si la había escuchado por ahí. Luego de esto, partió.

Caminó por el pasillo donde se alzaban los departamentos donde los más grandes de La Comunidad fabricaban sustancias —siempre al servicio de los oscuros intereses de Padre—, y le entregó la hoja a uno de ellos al que llamaban Jabalí, ya que todos ostentaban nombres de distintos animales. El muchacho —de unos 16 o 17 años, imposible adivinarlo— le brindó más información: debería ir al sitio acordado en la hora correcta y tomar la vida de esa señora, y debía hacerlo con orden remarcada de no levantar sospechas.

—Como tu hermano mayor, te suplico encarecidamente que tengas cuidado —instó Jabalí acariciando su cabeza con algo tan parecido al cariño que casi se sentía real.

—Tú no eres mi hermano mayor, Líen es mi único hermano —protestó con la voz monótona de siempre, sacándose la mano de la cabeza, pero no fue tomado en serio.

—Aquí todos somos hermanos, te guste o no. —Trató de darle un coscorrón juguetón, pero Drew lo esquivó con un movimiento tan ágil como el de un pequeño animal—. Lobito, somos parte de la misma jungla jugando a ser los animales de este hijo de puta que nos tiene esclavizados.

—Padre nos da todo lo que necesitamos, no le digas esas cosas.

—¡Nosotros le damos todo! Él solo nos da trabajos para pudrir la sociedad de la que se vive quejando. Tienes como once años, pero algún día lo entenderás.

El niño lo recorrió con sus tristes ojos carentes de brillo, y cuando se volteó para marcharse Jabalí volvió a llamar su atención:

—Has fallado en los últimos encargos.

—¡¡¡Yo jamás he fallado!!! —chilló furioso, demostrando emociones por primera vez en toda la charla—. Todos mis objetivos acaban muertos en el tiempo que me lo piden.

—Es verdad, pero también es cierto que más de una vez te han descubierto, y eso es mucho peor.

—¿Por qué?

—Porque si te atrapan a ti, nos atrapan a todos. Si Padre nota que eres un peligro para su comunidad, te asesinará. ¿No quieres que tu nombre figure en el encargo de otro niño sicario, o sí?

Dando la media vuelta y pegando un portazo, se retiró sin acotar más nada. Sabía que tarde o temprano lo que su estúpido hermano mayor por adopción decía se haría realidad. En ese lugar todos estaban condenados. Incluso Padre.

«Todas las personas somos solo un nombre esperando a ser escrito en un papel», murmuró al salir del departamento, sin intención de ser oído.

Caminó entre pasillos alborotados, repletos de barro e insultos volando por doquier. Los que conformaban su familia —mejor apodada como una «manada»— no eran más que niños de la calle recogidos por la policía y adoctrinados para seguir las órdenes de Padre, el comisario, en un proyecto que llevaba más de 35 años aumentando sus propios alcances con base en depredar a los desprotegidos. Algunos de ellos eran niños sicarios, otros vendían estupefacientes, armas o su propio cuerpo, otros secuestraban, extorsionaban, conseguían datos o simplemente descargaban mercancía ilegal del puerto, tal como haría Líen. Todos estaban exentos de los grandes castigos de la ley debido a su corta edad, y por eso Padre los atesoraba tanto.

El comisario no solía tomar riesgos, todo lo tenía calculado: los de menor edad pidiendo monedas, los que tenían fuerza para correr arrebatando carteras, los que tenían el tamaño para asustar, pero no la edad para ir a prisión portando armas, los niños de edades avanzadas en el puerto o fabricando estupefacientes. Sin embargo, y pese a lo arriesgado de la adquisición, no todos eran huérfanos recogidos de la calle. Desde lejos observó a Lagartija, una niña de no más de nueve años a quien Drew había protegido alguna vez de los abusos de sus hermanos mayores, y de la cual sin saberlo estaba enamorado. Ella tuvo una madre y un padre amorosos, pero cometieron el terrible pecado de hacerla hermosa. Drew tenía la ilusión secreta de atreverse a rogar a Padre para que no la vendiera a la lujuria de los más degenerados, pero sabía que precisamente para eso la habían raptado.

Dejó el asunto atrás. Las emociones no eran parte del mundo de los sicarios. Pronto llegó al sitio que le había indicado Jabalí, y observó un tanto hastiado el mediodía avanzar sobre Buenos Aires haciendo que el triste andar de los transeúntes se volviera cansino y ralentizara sus pasos. Llevaba años dependiendo de las distracciones de Líen para poder asesinar mientras la muchedumbre miraba hacia otro lado, pero ahora que no estaba junto a su hermano tendría que esperar a los momentos más calurosos para que nadie lo viera a fin de poder acabar con Eleonora Cándida Gutiérrez sin que las personas a su alrededor se dieran cuenta.

La mujer manejaba una florería miserable, apenas un puestito de nada al costado de la vereda que ni siquiera lograba complicar el paso de los peatones. No podía imaginarse qué clase de crimen podría haber cometido una viejita de mierda que hiciera molestar a Padre, pero no tenía caso meditar al respecto porque el resultado siempre sería el mismo. Parecía demasiado fácil acercarse, darle un disparo a traición cuando algún autobús arrancara en la esquina, aprovechando el sonido del motor, y desaparecer por la boca del subterráneo antes de que alguien se diera cuenta; pero dejar un cuerpo con un disparo a mitad de una avenida era precisamente lo que había hecho que Padre decidiera sacar a Líen de en medio y obligarlo a desenvolverse solo.

Jamás se consideró un chico muy inteligente, no obstante, incluso él era capaz de entender que todo este encargo no era más que una excusa para probarlo. Su vida dependía de que Eleonora muriera y de que todos creyeran que fue natural, sin dejar lugar a sospechas.

Acorralado entre opciones ridículas, comenzó a sopesar aquellas que le parecían menos risibles. No conocía de venenos y aun así, eso sería detectable, según le había contado uno de sus hermanos de La comunidad el cual había sido especialista en los mismos durante sus años de trabajo en la calle. Los coches venían demasiado lentos como para hacerla tropezar y pretender que pareciera un accidente... podía cortarle los frenos a uno e intentarlo de todos modos, pero la probabilidad de fallar era demasiado alta. También podía entrenar a un perro y que se la comiera, pero ¿funcionaría? Tal vez debería conseguir serpientes o robots... Su mente preadolescente apenas y daba para un par de ideas, cada una más descabellada que la anterior. Tal vez debería fingir un robo, tal como venía haciendo en todos sus encargos.

El guion que seguía para cometer sus actuaciones solía ser bastante similar: unos niños robaban a una anciana, la asesinaban a sangre fría, llegaba la policía y se los llevaba con el comisario, que era Padre. La sociedad sabía que los niños volverían a robar y no podían hacer nada al respecto, aunque a veces algún despropósito de justiciero se atrevía a golpearlos antes de que la policía interviniese, algo que prontamente era reprendido por los mismos civiles puesto que no podían tolerar que se practicara la violencia contra un infante. Por eso Padre los designó para aquella labor, pero a sus doce años su rostro dejó de dar pena y comenzaba a dar miedo, e incluso podría generar una terrible sensación de asco en más de un oportunista que pudiera alcanzarlo con un bastonazo en las cienes o una patada en los dientes antes de que los agentes de Padre lo rescataran. La última vez, Líen había sufrido un linchamiento tan horrible que lo había dejado cuatro días en cama, y él no quería ser el próximo.

Su mente se vació de ideas antes de la hora del té. Hubiera preferido terminar rápido con la misión y regresar a su casa, pero la anciana seguía en su puesto, intentando con su voz lastimera conseguir algún cliente, algo que difícilmente ocurriría puesto que todos los que le compraban lo hacían meramente por caridad.

Comenzó a mirar a Eleonora desde la vereda de en frente sintiendo que por más que lo desease, no podría realizar aquella misión. Pronto se dispuso a observarla como nunca había mirado a ninguno de sus encargos y no tardó nada en reparar que, si planeaba hacerlo pasar por una coincidencia, necesitaría mucho más que solo la información de dónde encontrarla para alcanzar su objetivo.

Le faltaban todo tipo de datos: ¿dónde iría esa mujer después de trabajar?, ¿dónde vivía?, ¿qué tipo de pasatiempo realizaba?, ¿tendría la señora algún pasatiempo peligroso que pudiera usar a su favor?, ¿existiría alguien dispuesto a asesinarla que le sirviera de coartada?, ¿algún heredero, quizás, o un romance en malos términos...? ¡Todo eso sería mucho más útil que saber que a las tres de la tarde estaría rodeada de personas en una de las avenidas más transitadas de Argentina!

Finalmente, ese día no cumplió con su cometido. Su corazón infantil apenas pudo con el misterio de acompañarla desde la lejanía, observándola cruzar hacia el conurbano con sus estúpidos ramilletes de flores, tratar de vender uno más al llegar a los semáforos de la General Paz —la colosal avenida que separaba la capital del resto de la provincia—, y regresar con su pobre ganancia del día a un hogar que compartía con sus nietos y una hija casada con un delincuente.

Al final de la semana —tras observarla diez horas seguidas por cada jornada laboral y un rato más, en su casa— pudo confirmar y memorizar los pormenores de su agenda, y al entender la horrible vida de aquella anciana, sintió algo de lástima por ella y creyó que lo que planeaba hacerle sería lo correcto.

El marido de la hija de Eleonora, un tal Joaquín Errati, era un bebedor agresivo y con una fuerte adicción a la pasta base, una droga fabricada con el remanente de otras tantas que podía matar a un consumidor detonándolo por dentro. Poseía en su legajo más de cinco robos menores y una trifulca con sangre a la salida de un bar nocturno por la cual acababa de salir de prisión, y ahora se dedicaba a limpiar vidrios en un semáforo y vendía información de los vecinos a los ladrones de los alrededores. La hija de Eleonora no era muy diferente, pero al menos sus drogas no eran tan potentes y hasta ahora solo había pasado una noche en la comisaría tras acuchillar a Joaquín en circunstancias no esclarecidas.

Drew pensó que sería demasiado fácil esperar a que la anciana cruzara a la provincia para esperarla en una plazoleta mal iluminada, llamarla pidiéndole algún ramillete y terminar su transacción con un disparo en la garganta, sentándola en los bancos para que la gente tardara en notar que estaba muerta, y hacer pasar aquella situación como un robo mucho mejor disimulado que el que podría procurar en la capital, pero esa sería una manera muy pobre para dar fin a la vida de una luchadora como lo era Eleonora. Necesitaba que su muerte valiera para algo, y por ello trazó un plan un poco más complicado, uno que la misma señora elogiaría y que probablemente estaría de acuerdo, si decidiera consultarla.

Esperó al criminal que había embarazado a la hija de Eleonora para compartir viaje en el furgón del tren con él, y cuando lo vio con sus amigos les dijo en tono amistoso:

—¡Qué guardia de mierda! Me quitó mis cigarrillos al subir. ¿Ustedes tienen parra convidar?

El grupo de vagabundos con el que andaba Errati tardó varios segundos en procesar la información para contestar:

—Oh, amiguito, ¿qué edad tienes? ¿No eres demasiado pequeño para consumir porquerías?

Drew bufó, restándole importancia al comentario.

—Me ha criado la calle. Si no fumo algo, pienso demasiado, y no me gustan las cosas que pasan por mi cabeza.

Le sacaron charla y él les contó un relato repleto de bromas y comentarios vulgares el cual se tragaron sin vacilar. Para ellos, Drew era un niño pobre llamado Pablo que pedía monedas en una avenida junto a su mamá, y que lo acababa de dejar solo porque ella se había ido a vivir a la casa de un amante que lo detestaba. Uno de los hombres que venían con Joaquín le ofreció un cigarrillo de marihuana el cual aceptó y luego les convidó de la botella de tequila que llevaba consigo, la cual había sido modificado con una graduación alcohólica superior, capaz de emborrachar a un adulto con muy pocos sorbos, pero con el sabor bien disimulado por las hábiles manos de Jabalí.

Se despidieron en la estación donde bajó Joaquín, y Drew lo persiguió desde lejos, observándolo llegar a la casa de su víctima trastabillando para luego comenzar un alboroto ya que la hija de Eleonora se alteraba mucho cuando su marido llegaba ebrio y sin dinero, lo cual ocurría al menos dos veces por semana, y no era raro que se gritaran por horas, pero esta vez el alcohol era tan fuerte que pronto comenzaron a oírse golpes contra los muebles y ollas repiquetear, espectáculo que duró hasta pasada la medianoche.

Cuando el silencio regresó, Drew se escurrió por la parte trasera de la casa, entró por la ventana sin apenas hacer ruido y observó a Eleonora Cándida Gutiérrez completamente dormida y magullada por la paliza que les había propiciado su yerno tanto a ella como a toda su descendencia.

—Lamento que hayas tenido que pasar por esto —susurró ante la anciana dormida, en completa oscuridad—. Ya no tendrás que sufrir más.

La mujer abrió los ojos y trató de gritar, pero él, con extrema delicadeza, aplastó su rostro con una almohada y apagó su vida sin siquiera despertar a los demás. Forcejearon en silencio por unos gloriosos segundos en los que Drew sintió la gratitud de la anciana florecer en la medida que sus fuerzas la abandonaban hasta volverse un cuerpo inerte sobre su lecho.

Había cumplido. Retirarse fue un acto ceremonioso, casi protocolar, como si fuera el sacerdote de la muerte ofreciendo una vez más una de sus víctimas a un dios invisible y codicioso. Atravesó la ventana evadiendo las luces, se dejó caer con ligereza sobre el césped y huyó agazapado, con la astucia de un felino atravesando su territorio.

A la mañana recibió las felicitaciones de Padre. Los vecinos habían testificado haber oído un escándalo: gritos, golpes e insultos, y luego, ya por la mañana, habían encontrado el cuerpo de Eleonora sin vida, ahogada mientras dormía, y ni siquiera la esposa del acusado podía asegurar si él había sido el asesino de su madre o no.

—Fuiste tú, ¿no es verdad? —El niño asintió—. Felicidades, ese fue un trabajo perfecto. Toma esto, te lo has ganado. —Padre extendió su mano y dejó caer un nuevo papel sobre la mesa. En él había un nombre, y el comisario parecía realmente complacido de podérselo asignar.

—¿Sebastián Hernández? ¿Qué tiene de especial?

—Que tú no podrías matarlo ni que llevaras una granada. Este hombre no es un objetivo, es un instructor para mis mejores animales, y mañana comenzarás tu entrenamiento con él. Siéntete orgulloso; llevo tiempo siguiendo tu progreso y he decidido que tú serás un eslabón especial.

Padre echó al joven con estas palabras y lo envió a descansar para que al día siguiente comenzara su entrenamiento con el mejor instructor de combate y estrategias de aquel lugar. Seguramente se tratara de un expolicía, pero no había motivos para desconfiar. Después de todo, realmente creía que Padre le daría todo lo que le hiciera falta, siempre y cuando no considerara que su carencia fuera moral. 

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