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70M

Fue durante la navidad y comenzó como todas las historias de amor prohibido. Yo tenía novio. Él estaba soltero. Yo era insegura. Él me protegía. Yo pasaba demasiado tiempo sola. Él pasaba demasiado tiempo conmigo. Mi novio radicaba fijamente en California. Nosotros viajábamos constantemente a Europa.

— ¿Lo amas?

Estábamos en un barco. No, un barco es demasiado hosco para describir lo que era ese lugar. Hasta unas semanas antes, solamente había visto uno de esos sitios en fotografías y en las descripciones que Irisa me contaba. Todo lo que yo conocía se reducía a un ferri y ese lugar en el que estábamos definitivamente no era tan básico. Días atrás asistimos a un ensayo para la fiesta y tras las fotografías de rutina, los saludos obligatorios y la presencia requerida, encontré un momento de paz en el que me escabullí del interior y me detuve a observar la noche parisina. Seguía recargada sobre el barandal, viendo del cielo al océano y viceversa, cuestionándome por qué todos esos lujos eran sinónimo de soledad cuando él colocó su mano sobre la mía.

— Disculpa, no entiendo —respondí con el tono dulce que Irisa me había obligado a usar siempre—. ¿Amar qué?

— Al imbécil de Wright.

— No deberías insultarlo.

— Sólo digo la verdad —se defendió—, si no fuese un imbécil estaría aquí, con usted.

Habrá quien sostenga que las estrellas son las mismas en cualquier parte del mundo y que carecen de significado poético. No obstante, ahí estaba yo, después de París, bajo un cielo nocturno repleto de estrellas y una noche tan romántica que si el camarero hubiese salido minutos antes y me hubiese dicho cualquier estupidez que amortiguara mi soledad, también lo habría besado y por qué no, tal vez también me hubiese entregado a él.

Ese fue el primer golpe de Graham Phill. Preparó su acercamiento mucho antes de ese momento. Para cuando yo estaba ahí en el barandal, en mi mente ya se había sembrado la idea de que él tal vez estuviera interesado en mí.

Todas sus miradas dulces, sus palabras amables y esas sonrisas compartidas ya habían implantado en mi subconsciente un deseo y cuando él se acercó, sujetó mi rostro con suavidad y me vio a los ojos antes de preguntarme si le permitía continuar, lo hizo porque sabía que mi respuesta iba a ser sí.

Graham conocía mi soledad, mi aislamiento y los constantes insultos de Irisa, así que tomó ventaja. Me besó con la ternura de un amor inocente, dulce, juvenil. Me tomó de la mano con complicidad, como si sus fuertes y grandes manos estuviesen hechas para cuidar de las mías, pequeñas y frágiles. Corrimos como dos locos enamorados que buscan la felicidad. Y después, cuando nos encontramos en mi habitación y me hizo el amor, lo hizo con tal delicadeza que me sentí como una princesa, como la chica de sus sueños, como si yo estuviera hecha para él y él para mí.

Me dejé llevar, me dejé arrastrar y hasta el día de hoy sigo pagando las consecuencias.


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