20M
El 11 de septiembre de 1997 el presidente Bill Clinton designó al río Hudson como uno de los catorce que integran el sistema de ríos del patrimonio estadounidense. Yo no sabía nada de ríos ni de océanos ni de leyes o de presidentes. Todo lo que sabía en aquel momento y lo único que me importaba era aquel chico de gafas y rizos enmarañados hablando con una exquisitez absoluta que me tenía completamente atontada.
— No te rías, esto es importante —se quejó con el mohín de enojo más tierno que existe.
Arrugaba las cejas levemente y hacía un movimiento con la nariz tan rápido que apenas podía notarse. La única marca de aquella acción tan fugaz, eran las arrugas que se formaban bajo sus ojos, siempre delgadas y de alguna manera, bellas.
— ¿Importante? Bah, sólo es un río. Agua. Mucha agua.
No sólo era eso.
Era una frontera entre dos estados, una línea divisoria entre el mundo opulento y aspiracional, donde los sueños pueden convertirse en realidad, y el mundo de los conformistas y fracasados, donde los sueños se rompieron y debes trabajar más de ocho horas en una oficina. Incluso había una canción que lo relataba, él me la mostró.
— Es del gran Frank Sinatra —explicó mientras movía sus dedos sobre el teclado. Me había dejado entrar a su habitación y según él, fui la única chica que lo hizo—. También hicieron una película, la verdad no me gustó. Prefiero la canción.
De la canción no recuerdo nada.
De la sonrisa que puso al escucharla, lo recuerdo todo. Desde los segundos que duró porque el gesto se le alteró cuando se percató que no estaba prestando atención a la letra, hasta la manera tierna en que pasó su mano por mi rostro para remover la basurilla que llevaba.
Él era amable. Me mostró su canción, me contó sus sueños, me compartió su dolor. Pensé que estaríamos juntos siempre, que en algún momento su madre me aceptaría, que nada importaría. Pero se fue. Y algunas semanas después, yo también lo hice.
En Nueva York sólo había lugar para aquellos que cumplían sus sueños y vivían de aquello que más les redituaba. En Nueva Jersey, había sitio para todos los que no les importaba el glamour ni el dinero.
Yo era Nueva Jersey.
Él, Nueva York.
Y su madre, su madre era el maldito Hudson que separaba la realidad del sueño.
La viuda del teniente Hayes aprovechó cada ocasión que pudo para mantenernos alejados y siempre se sintió orgullosa de ello. Básicamente, su pasatiempo favorito era joderme la existencia. La pensión por la muerte de su esposo, les había resuelto la vida, así que se dedicaba todo el tiempo a verificar que su querido retoño no le hablara a la pobre y desgraciada chica sin futuro, ya que sus planes eran superiores a los míos.
— No es que te odie —intentaba justificarla el amor de mi vida—, es sólo que desde la muerte de papá se ha vuelto medio paranoica.
— Pero tú no estás en medio de una guerra.
Él estaba a salvo. Estaba conmigo. Estaba bien. Su madre no lo entendía.
— Eso no le quita el miedo a perderme — confesó, cabizbajo, cargando con ser lo único que le quedaba a una mujer a quien la guerra el arrebato al hombre que amó.
Al principio pensé que estaba completamente loca. Después la entendí. Ella perdió un hijo y yo, a mi mejor amigo.
No se enlistó en el ejército ni nada parecido. Se enlistó en algo peor. Se marchó a la universidad. Ese pequeño lugar donde te sientes enorme, pero que no se compara con la realidad que existe fuera de aquellos muros y reputaciones legendarias que sólo los vanidosos recuerdan.
Yo no fui a Yale y he paseado por el mundo más de lo que él ha hecho. Tampoco estudié leyes y tengo más dinero del que él ha recibido. Si hubiera ido a la universidad más cercana en lugar de alejarse, entonces sería yo la que no tuviera nada.
Cuando volvimos estar frente a frente, no éramos esos chiquillos a bordo de un ferri rumbo a la Estatua de la Libertad.
Yo me convertí en el rostro de un mundo de belleza en el que jamás pensé que lograría entrar. Mi rostro seguramente apareció en un periódico medio arrugado en algún ferri hacia aquel símbolo neoyorquino mientras él se malpasaba los días estudiando en algún sitio inhóspito de Yale.
Siempre me pregunté qué mierda tenía Yale que yo no tuviera.
Fue algo estúpido, lo sé. Y la verdad es que su decisión fue la mejor.
Yale era mejor que yo, cualquier cosa habría sido mejor que yo. Aunque creo que hay más personas comprando Playboy que revistas políticas. Por ende, mis ingresos son mayores.
— Mi mamá nació aquí, vive aquí y piensa morir aquí —me dijo aquel último verano en el que me sostuvo entre sus brazos—. Ella cree que el mundo se termina en el Hudson.
Él no.
Y yo creía en lo que él dijera. Incluso después de que se marchó, seguí repitiendo sus ideas. Por eso me uní a la campaña presidencial, por eso asistí a esos congresos donde volví a verlo. Busqué, de todas las maneras posibles, reencontrarme con él. Quería regresar a aquel calor que me brindaba cuando me abrazaba y al confort que me otorgaba cuando no tenía nada.
El problema cuando las personas toman caminos lejanos es que raramente se vuelven a ver de la manera en que se vieron en el pasado. No sé si es nuestra visión sobre ellos o ellos en sí, pero nada es igual. Las cosas cambian. Las personas cambian. Los tiempos cambian.
Ahora él abraza a otra chica.
Yo tengo a Todd Wrigth y sin importar lo guapo que parezca, los sitios a dónde me lleve y esas fotos que nos toman, no se siente igual que viajar en ferri un día soleado mientras tu mejor amigo te toma de la mano.
No tengo que cerrar los ojos para recordar cada fragmento de aquellos días en su compañía. Las sonrisas o los regaños. Incluso aquellas carreras por la acera y las chacharas políticas que compraba y que intentaba explicarme.
Volví a ese lugar en otras ocasiones y me subí a decenas de ferris. Algunas veces iba, sola y después con un ejército de maquillistas y fotógrafos. Está de más decir que nunca fue igual, que él no estaba allí y que el sitio se veía distinto. Sin él, era sólo otro objeto sin más.
Tal vez la historia de mi vida empezó con Silver Blake, pero para nosotros, para él y para mí, el mundo iniciaba en el Hudson.
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