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Capítulo 8

A Tabatha le urgía ver a las demás integrantes de Las Adorables. Antes se interpusieron otros asuntos. Los Cooper estaban en la escuela. Schmidt, el director, los había reunido a todos en el gimnasio , que también fungía como una cancha para disputar los torneos de básquetbol. A Tabatha se le notaba ansiosa por ver de nuevo a Ben Cooper, con su habitual postura de gendarme. Por su parte, Leon cargaba un nudo en la garganta.

Ya estaban todos reunidos en las gradas del gimnasio. Había especulaciones por todas partes. Detrás de la pareja de hermanos unos discutían sobre la llegada de los comunistas a Sweeneytown. Echaban miraditas a los jóvenes Krasinski, que oían además comentarios parecidos a «seguro que estudian aquí para espiar». A lo lejos una estudiante convencía a sus amigas de que el asesino era un maniático que se había fugado de un hospital mental cercano. Las vocecitas llenaban el recinto. Se decía de todo.

Abajo, a mitad de la explanada, había un micrófono bajo la luz de un reflector. Parecía que habría un concurso de canto y que pronto vendría el primer participante. En su lugar apareció el director Schmidt, renqueando, con la joroba típica de un anciano y la estatura de un oficial de la SS, o eso pensó Leon al verlo llegar. Luego se colocó a su lado una joven con un sobretodo marrón anticuado, con los dedos cruzados delante del regazo. Llevaba una cruz en el cuello, lo que evidenciaba su religiosa devoción. En opinión de Leon, su estilo era como el de una Ana Frank alemana.

El viejo tocó el micrófono, los altavoces resonaron con los golpecitos y los alumnos prestaron atención.

—Alumnado de Shirwood High School. Lamento interrumpir sus actividades curriculares, pero es de suma importancia el mensaje que les vengo a comunicar.

Susurros.

En cierto momento, Leon desvió la mirada hacia la derecha y encontró más abajo a Patrick y compañía. Aquellos se reían. Anderson hizo el gesto de cruzar su dedo por el cuello, como anunciándole que le esperaba una buena degollada si no hacía lo que le había pedido.

Leon tragó saliva.

—...pero quiero que sepan —prosiguió Schmidt—, que la escuela no cerrará. Ustedes podrán seguir haciendo sus proyectos. Si tenían pensado preparar algo para el día de Acción de Gracias, para el cual faltan unas semanas, podrán seguir sin problemas. ¡No nos atemorizarán! ¡Nadie nos dirá qué debemos hacer! Mucho menos un desquiciado que gusta de atacar a quienes no pueden defenderse. —Muchos chicos en primera fila asentían y se miraban entre sí, remarcando lo de acuerdo que estaban con su director. Hubo aplausos y aceptación—. Ahora, les presento al alguacil Cooper. —Señaló a alguien entre la gente y salió el mismo anciano que Leon había visto en el hospital. Jordan Cooper jamás se olvidaba de su sombrero de vaquero. Era su distintivo.

—Buenas tardes, jóvenes —dijo Jordan, posicionándose en el micrófono—. No tengo mucho para decir hoy. Simplemente les diré que, en épocas oscuras como los que vivimos hoy, es mejor mantenernos unidos. Escucharán muchas tonterías, como que el asesino viene de afuera o que se escapó de algún manicomio. No hagan caso a nada que no provenga de fuentes oficiales. Cuestiónense. Ante cualquier incertidumbre, por favor sean cautos...

—¿Es cierto que ya tienen un sospechoso? —preguntó una niña—. Mi padre dijo anoche que habían visto a un sujeto entrar al bar con sangre en las botas. —Sus acompañantes asintieron y secundaron su pregunta con «es cierto», «yo estuve allí».

—Verán, chicos, a eso me refiero cuando...

—¿El asesino solo mata mujeres? ¿O también los chicos debemos preocuparnos?

—Hasta el momento creemos que solo ha atacado a tres mujeres. Y no podemos asegurar si la que está desaparecida haya...

—¿Dónde está Diane? —preguntó una chica, entre lágrimas—. ¿Por qué no la están buscando? ¡Es nuestra amiga! Ya casi se cumple un mes de su desaparición, y se me hace imposible que no hayan encontrado nada de ella.

—Sí hemos estado buscándola, pero...

—Dicen que usted echó al FBI —reclamó un joven de hasta arriba. El reflector le apuntó. Su voz era tan gruesa, que no necesitaba ningún micrófono—. Ellos están más capacitados que usted para investigar el caso, señor Cooper. Usted ya está viejo. Debería retirarse y dejarle Sweeneytown a las autoridades federales.

—¡Es cierto!

—¡Sí!

—¡No tenemos policía de verdad!

—¡El FBI golpeó a mi amigo! —les respondió otro, de la segunda fila—. Un tal Perdomo y un tal agente Warden lo hicieron. Son idiotas. Solo por ser el novio de Diane lo agredieron y se lo llevaron por horas.

—Pero ellos sí son detectives —contestó el de la voz gruesa—. Además, tal vez él la mató.

—¡No digas estupideces!

—¡Digo lo que se me da la gana!

—Si no sabes mejor cállate.

—¡¿Por qué no subes y me callas aquí, marica?!

Todos comenzaron a corear:

—¡Pelea, pelea!

—¡Chicos, por favor! —intervino Jordan Cooper—. A eso me refiero con que nos mantengamos unidos. No podemos perder la cabeza. Somos el pueblo de Sweeneytown, no Salem... —Al final el alguacil alargó su discurso sobre la importancia de la unión y el criterio. Después, recolocó el micrófono y unos tímidos aplausos opacaron las tensiones entre aquellos que se habían gritoneado. Leon se encontraba más tenso por sus propios problemas, así que no pudo contenerse más y le preguntó a Tabatha qué había dicho la noche del sábado.

—No puedo decirte nada, Leon, eso quedó entre el alguacil Cooper y yo.

La joven que vestía como una Ana Frank cristiana se adueñó del micrófono y comenzó a hablarle a los estudiantes con el carisma de un conferencista. Habló de los valores, de la sociedad y de Jesucristo, como que debías guardarlo en tu corazón y cosas parecidas. Se trataba de Brigitte Schmidt, que trabajaba en Shirwood High School como la profesora de música.

—Pues ha salido —le dijo Leon a su hermana.

—¿Cómo que ha salido?

—Patrick se enteró, y por alguna extraña razón me quiere golpear.

—¿Patrick Anderson? ¿Qué tiene que ver él con lo que le dije a Cooper?

—No lo sé. ¡Tú dímelo! —susurró con rabia.

Brigitte continuaba remarcando allá abajo la importancia de la unión, tal y como había dicho Cooper. Insistía en que la música y Jesús eran los ingredientes esenciales para deshacerse de la rabia que sentían como jóvenes. Era normal a esa edad, según decía, pero era tarea de todo adolescente decirle que no a Satanás para ser feliz.

—Está bien, te diré. Cuando ese loco me atacó, habló de manera muy extraña. En lugar de decirme las cosas con furia lo hizo como con miedo, en un muy mal inglés.

—¿Qué?

—Hablaba raro, como extranjero.

—¡No debiste haberle dicho eso al alguacil! —Leon había comprendido ahora por qué los Anderson se habían ofendido. Resultaba que desde hace dos años contrataban inmigrantes ilegales. Era bien sabido en Sweeneytown, una de las tantas habladurías.

—¿Y qué se supone que dijera?

—Tal vez hubieras omitido ese detalle.

—¡Leon! ¿Qué demonios? Dime lo que sucede.

Pero su hermano hizo caso omiso. Solo fingió que se interesaba en lo que decía Brigitte, quien ahora leía el pasaje de un libro. Como ella era muy lectora, creía que sus novelas tenían grandes mensajes para los demás. En cambio, los estudiantes hablaban entre ellos o se divertían con sus propias anécdotas. En realidad, allí nadie tomaba en serio a la profesora. La primera razón era su edad, muy cercana a la de ellos, y en segundo lugar estaban sus creencias, tan crédulas como las de una anciana. Esto pensaban.

—Así es como acabamos con los totalitarismos —clamaba Brigitte—. No hay que permitirlos nunca más.—Cerró el libro y, espabilados, todos aplaudieron con fuerza.

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