Capítulo 67
Un buen día de primavera de 1965 Molly Flanagan conducía por la autopista hacia Topeka. Con aquel pañuelo rosado en la cabeza y sus anteojos oscuros en forma de corazón parecía una versión adulta de Lolita. El viento sacudía su cabello, dándole un aspecto de alma libre. Cualquiera que la viera, diría que es una joven en busca de aventuras. Aunque sí daba dicha impresión, Molly distaba mucho de encontrarse feliz.
Llegó a Topeka muy pronto, lo que le provocó un malestar. Esta ciudad era bien conocida por albergar a la élite de psiquiatras más conocida del país. Por donde viera, había clínicas especializadas en tal ámbito. Buscaba una en específico, así que tuvo que preguntar por informes a los viandantes. Se dio cuenta de que estaba a unas calles de su objetivo, y de repente la asaltó una sensación inusual, como encontrarse con un sitio que se vio en sueños.
Molly esperaba a que el hospital luciera como un edificio moderno y con enfermeras preciosas, pero dio con una mansión victoriana. Se asemejaba a la casa de los Locos Addams. Incluso contaba con unos árboles deshojados a su alrededor.
Después de que abandonó el vehículo, asomó la mirada por encima de sus lentes y llamó la atención de unos hombres negros ataviados de blanco que cargaban una televisión, para llevarla a un camión. «Sí, esta mansión embrujada es el Hospital Estatal de Topeka —le dijeron. Bueno, en realidad no, pero a Molly le sonó igual». Al encontrarse sola frente a aquella edificación, la señora Flanagan subió los escalones del pórtico y tocó la puerta. Creyó que una bruja saldría a recibirla, pero en su lugar apareció una adorable monja, quien la condujo a una administración del otro lado de los corredores, siniestros por demás.
Las habitaciones estaban colmadas de pacientes. Tal y como se lo había imaginado, aquellas personas gemían y actuaban de manera errática. Un anciano se recargaba en el marco de una puerta y la miraba al paso. Molly atraía debido a su aspecto sofisticado.
En una oficina la esperaba la madre superiora, una anciana de rostro impasible. Esta mujer no estaba inmersa en ninguna tarea importante; de hecho se depilaba con cuidado el entrecejo.
—Madre superiora —saludó la monja con una reverencia—, una dama busca informes.
—Gracias, sor Kelly. Pase usted...
—Flanagan, señora Flanagan. —Le dio la mano, un gesto inesperado para la vieja—. Puede decirme Molly si le apetece. Busco a una persona en específico.
—¿Cómo se llama?
—Brigitte Schmidt. ¿Sabe si...?
—Oh, Brigitte, una jovencita teutona sí. Es la primera vez que recibe una visita. ¿Cuál es su parentesco?
A la madre superiora se le dificultó tragarse el cuento de que era su prima lejana de Alemania. Sin embargo, poco importaron las lagunas en la historia, pues sin mucho interés la monja se dispuso de todos modos a llevarla al tercer piso.
Hubo más corredores con pacientes haciendo pantomimas, sillas de ruedas en mitad del corredor y olor a naftalina. Al final, en una de las tantas habitaciones, Molly se quedó pasmada al ver a una Brigitte sentada en la cama y mirando al vacío. En un instante se llenó de una nostalgia incomprensible, cual si ellas hubiesen compartido una época remota con caramelos y canciones. La vieja la sacó de su ensimismamiento tras darle un sermón y una advertencia, a lo que Molly solo respondió con un par de ocurrencias. La monja se fue con cara de perro e hizo señas a un interno musculado para que las vigilara. Tenía cinco minutos.
Brigitte no respondió a sus llamados. La señora Flanagan se quitó los lentes, cerró las monturas y se los colocó en el escote. Acercó una silla para sentarse a la altura de Brigitte y apreció una vez más los rasgos dulces que tanto adoraba de ella. Pero Molly no pudo hallar por completo la dulzura que tanto recordaba de su amada; ahora Brigitte lucía como una forastera. Tenía la apariencia de una desconocida, una impostora, alguien que finge ser tu ser querido. Ni siquiera podía decirse que esta nueva Brigitte fuese una caricatura de la anterior.
A su cabello le faltaba la gracia que evocaba el estilo anticuado de Ana Frank, porque ya lo tenía recortado y rapado por sobre las sienes. Unas marcas circulares reposaban ahí mismo. Molly acunó su cara y se la movió de un lado a otro para estudiarla, al tiempo que intentaba hablarle, pero aquella no respondió. Sus ojos también carecían de personalidad, ya pétreos igual que un par de trozos de carbón.
—¿Qué te hicieron, Brigitte? —le preguntó conmovida—. ¡¿Qué te hicieron?! —Sin más, ella la abrazó y contuvo a continuación el impulso de salir de allí para volver y matar a todos. Se imaginó mil planes radicales, pero Molly se limitó a buscar el aroma característico de Brigitte. Tuvo que admitir que muy por dentro se lo esperaba.
Oyó un toque en la puerta.
—¿Todo bien?
—¡Sí!
—¿Se encuentra bien?
—¡Que sí!
—Le quedan cuatro minutos.
«Hijos de puta.»
—Muy bien, gracias.
Ya habiéndose enfriado un poco, se separó de la joven y le habló sin esperar respuesta.
—Han pasado tantas cosas, Brigitte, que no lo vas a creer. —Enjugó sus lágrimas con los dedos—. Tengo algo que confesarte. He dejado de ser la señora Flanagan. Sí, ya sé. Me vas a reprobar por seguir usando mi apellido de casada. Tienes razón. Tienes toda, toda la razón, queridita. Pero es que no termino de acostumbrarme a ser la señora Harris. Suena más simplón así, ¿no lo crees? En fin.
»Le he fallado a mi familia. Y tengo que reconocerlo, a diferencia de la última vez que te hablé sobre él. Adam se esforzó. Sí, aunque me pongas esa cara, tengo que reconocérselo. El muy cabrón me convenció. Hizo lo que pudo por mantener a nuestra familia unida, pero al final supongo que yo rompí esos lazos.
»Antes que nada, la terapia no funcionó. —Se rio, y cubrió su boca debido a la pena—. Me vas a regañar, pero nunca me tomé en serio las terapias. A veces el doctor no se daba cuenta de que me burlaba de él. Le di datos falsos, como que veía luces afuera de la ventana y todo eso, tal y como los creyentes en platillos voladores respaldan sus visiones. El pobre imbécil se lo creyó todo. Claro, igual y no lo era tanto, porque me veía con sus ojitos de incredulidad en tanto escribía en su libreta. Odiaba cuando hacía eso. Pensaba que no lo notaba al estar yo de espaldas en su diván. Bien que oía todo lo que hacía. Y bueno, de todos modos me divertí mucho con el viejo. Jugué como una niña. Hice muchas travesuras. —Volvió a reírse de manera infantil—. Dijo que ya no necesitaba más sesiones, pero era obvio que estaba harto de mí. Adam se enteró, desde luego, y comenzó a recriminármelo todo.
»Peleamos. —Hizo una pausa. Brigitte parecía escucharla—. "Tú no te tomas nada en serio, Molly", me dijo, "he gastado una fortuna en arreglarte tus problemas mentales". Nadie se lo pidió de todos modos. Hijo de perra. Es increíble que no me conozca bien. Pero él no fue el único que me odió. No, no, no. Primero Shirley comenzó a comportarse rebelde conmigo. Me llevaba la contraria en todo. Al final sacó su verdadero rostro y me gritó las cosas: que yo tenía la culpa de todo (no sé de qué, le dije), que no me importaba nada, y que ella había sufrido humillaciones en la escuela también por mi culpa. Carl, que no tiene la edad para pensar por sí mismo, me señaló y me despreció sin razón aparente. Solo quería estar del lado de su padre...
Azotes en la puerta.
—¡Se acabó el tiempo!
—Deme un poco más.
—No, ya...
—¡Por favor! Ya casi terminamos.
Un silencio pareció concederle el tiempo extra. Molly continuó.
—Eso fue suficiente para que un juez le diera la custodia de los niños. Pero, ¿sabes?, a fin de cuentas comprendo a mis hijos, sobre todo a Shirley. Ella me culpa por haberme... —Y susurró—: por haberme enredado contigo. No me lo dice, pero me considera un oprobio para la familia, lo sé. Y tiene razón. A sus ojos soy una señora caliente que prefiere variar un poco. Está en su derecho de odiarme. De seguro la hicieron llorar muchas veces en su escuela, y los rumores, estoy segura, la persiguieron hasta su nuevo instituto. Quién sabe y tenga amigas nuevas. Espero que por lo menos encuentre a alguien que la escuche.
»Pero te alegrará saber que Adam la apoya en su sueño de cantar. Claro, para él no encargarse de sus hijos es mejor. Por eso lo hace. De todos modos la mocosa es muy buena cantando. Tenías razón: el talento sí reside en ella. Estoy orgullosa. A lo mejor después sea la próxima Peggy March o la siguiente Petula Clark. Sería bueno...
—¡Tiempo!
—Está bien. Ya voy. —El hombre abrió la puerta.
Molly se reincorporó y le dio la espalda al interno. No pudo contener el llanto.
—No llores, hermana —le dijo Brigitte con la voz de una niña de cinco años—. No llores.
Aquello solo la puso peor. Asintió, con las mejillas empapadas. Brigitte acercó su mano a la cara de Molly y pareció acariciarla. Esta tomó su mano y la sostuvo cerca de su piel para sentir su calor por última vez. El semblante ajeno de Brigitte, sin embargo, persistía.
—Te sacaré de aquí —le murmuró—. Te llevaré conmigo. Ya veré cómo.
El interno, un hombre negro muy fornido, la sostuvo del brazo y la llevó afuera. Le recordó el protocolo de las visitas y ella no pudo pensar más que en su plan para rescatar a Brigitte. Echó un último vistazo a la alcoba y solo notó frente a la luz del sol la silueta de su amada, que la miraba como si la reconociera.
«Lo hace —se dijo Molly, y siguió por el pasillo.»
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