
Capítulo 64
Después de que atraparan al asesino, Jordan Cooper tuvo más días malos que buenos. Lo habían citado muchas veces para declarar en un tribunal de San Luis. Contó su versión frente a los fiscales una y otra vez, y en cada ocasión lo cuestionaron hasta el hartazgo. El punto que más le señalaban era el de haber llevado a dos menores de edad a la escena del crimen. Criticaron su falta de profesionalismo; había puesto en riesgo a dos niños sin pensársela demasiado. No hubo una defensa destacable de su parte, más que el sincero argumento de que en aquel momento requería ayuda. Como Leon había terminado en el hospital, fue peor. Se discutió la posibilidad de no solo jubilarlo, sino condenarlo.
En su incapacidad de justificarse, apenas con el testimonio de Patrick, Jordan Cooper tuvo la oportunidad de darle una perspectiva fresca al caso. Patrick le había regalado una copia de «El hombre que traicionó a la Tierra». El alguacil lo leyó y lo releyó, encontrando así una base para crear una nueva tesis. Investigó todo sobre Clayton y su historia en el pueblo. Había reunido buena información. Ahora sí convencería al jurado, se dijo.
Cooper acudió, pues, a otro juicio, celebrado también en San Luis un veintinueve de diciembre. Fue incluso en compañía de Patrick Anderson, quien se había convertido en su único aliado ante los tribunales.
Allí estaban presentes Harper, el hombre que había estado a cargo del caso, y William Tate, el fiscal de Missouri. Contaba asimismo con la presencia del propio acusado, el juez, el jurado y una audiencia.
—¿Es usted psicoanalista, Cooper? —lo cuestionó Tate tras su presentación—. ¿Ha entrevistado al acusado en alguna terapia?
—No —respondió, y miró a Clayton en el estrado, encadenado y cabizbajo—. Pero he recabado muchos documentos sobre él, así como también he hablado con expertos y habitantes de Sweeneytown que nutrieron mi tesis.
—Mmh —dijo Tate—. Díganos, ¿qué hemos ignorado de Clayton hasta ahora entonces?
—Pienso que la historia de cómo llegó a Sweeneytown es importante para entender por qué se ha convertido en asesino.
—¿Y eso qué tiene de especial? —ladró Harper.
El alguacil le regaló una sonrisa amable al representante del FBI y mostró su faceta de anciano sabio.
—Stephen Clayton nació en Little Rock, Arkansas en 1911. Corríjame si estoy equivocado, señor Clayton —le dijo al acusado, y este sacudió la cabeza—. A lo largo de su vida conoció a mucha gente. Algunos eran extranjeros. En sus recorridos predominaron los franceses y los negros, de quienes pudo empaparse muy bien: acentos, cultura, modismos; Stephen se relacionó con tantas personas diferentes, que descubrió su talento para imitar voces y hacerlas.
»Sus amigos le dijeron que tenía talento para la locución, y como el jazz se volvía popular y las radios comenzaban su auge, Stephen aprovechó la oportunidad. Pronto halló una estación que lo haría popular allá por Nueva Orleans. Todo era como miel sobre hojuelas: hablaría de música e interpretaría personajes, sus dos pasiones juntas.
»Sin embargo —esperó para crear un ambiente con suspenso. Tate lo miraba diciendo "mmh"—, llegó la Gran Depresión. La industria del jazz sufrió un revés, las emisoras tuvieron que cerrar, se quedó sin trabajo y se vio obligado a vivir durante meses en un coche, hasta que tuvo que vender el vehículo para costearse la hostelería y algunos alimentos. Apenas tenía dieciocho años y no sabía adónde ir.
»Un día, siguiendo una carretera desolada, el pobre muchacho llegó a una granja pidiendo al menos un plato de comida. Una pareja católica lo invitó a comer y aprendió entonces el significado del castigo. Ellos le compartieron su postura religiosa sobre este, cosa que lo hizo cambiar para siempre.
—¿Clayton se volvió loco por lo que le dijeron unos ancianos? —preguntó Harper con cierto recelo.
—No, agente Harper. Yo diría que Clayton encontró tres cosas importantes en su camino: un hogar, un sentido para su vida y una nueva vocación. Esta última fue la agricultura. El señor O'Brien, un campesino de origen irlandés, le enseñó el arte del cultivo. Clayton aprendió todo, cada detalle, y lo desempeñó de manera excepcional. El chico era un prodigio en esta materia. Hasta dominó la jardinería como ninguno. Cillian O'Brien era un ejemplo a seguir para él. Lo admiraba demasiado. Y Saoirse era lo más cercano a una madre.
—Me parece que tuvo suerte —comentó con saña Tate—. No veo cómo su pasado lo afectó.
—Paciencia, caballeros —pidió con suavidad Cooper—. A partir de que Clayton convivió con este matrimonio sin hijos, los O'Brien comenzaron a verlo también como a su hijo. Además de que era productivo para la familia, Clayton se obsesionó con la filosofía católica sobre el castigo. Se convencía de que nos merecíamos la crisis económica, y cada vez más creía que todo lo malo que ocurría a otros era por un castigo divino, ¿no es así, Clayton?
—El alguacil le ha hecho una pregunta —espetó el juez al ver al acusado reacio a contestar.
—Usted lo simplifica demasiado —replicó al fin.
—Tengo que hacerlo, Clayton, usted me perdonará. En fin, caballeros, el joven Stephen se vuelve un hombre lleno de conocimientos y decide emprender una empresa. La economía parece recuperarse un poco y en Missouri se habla de que quien tiene una granja tiene el futuro asegurado. Así que él pone en marcha sus planes y nace Green Happiness. Para 1932 llega a Sweeneytown con la misión de compartir su talento con los demás. Su negocio gozó de dos años de esplendor.
»Hasta que es rechazado.
»Él era orgulloso. No tiene reparo en decir de dónde es. Le presume a todo el mundo que es de Arkansas, de Little Rock. Pero por el pueblo circula cierto prejuicio sobre la gente del sur: "son productos del incesto", decían, "los sureños se casan con sus primas". "Clayton es un fenómeno, un pervertido, se ve raro y busca abusar de nuestras hijas. ¿Es que acaso no ven la mirada que tiene? Esos son los ojos de un hombre perverso".
Cooper miró a Clayton, que se mordía los labios.
—Y ocurre una tragedia. —Ahora sacó el artículo de un periódico, uno publicado en abril de 1934. El papel amarilleaba un poco y se leía bastante claro el titular—. ¡Una joven ha sido violada y asesinada en Sweeneytown! El cuerpo de Laura Swinton apareció a un lado del río, ultrajada y con la ropa deshecha.
Los asistentes dieron un respingo. Muy pocos recordaban aquel suceso de hace treinta años.
—¿Qué ocurre después? —prosiguió Cooper. El fiscal y el representante del FBI lo escuchaban atentamente—. Leonora Collingwood, una mujer con cierta reputación e influencia, esparce el rumor: «¡Es el jardinero! Ese tal Clayton ha violado y asesinado a la pequeña Laura. ¡Todo estaba bien hasta que ese hombre apareció! Se los dije, es un pervertido».
—¿Entonces también deberemos atribuirle ese crimen a Clayton?
—Clayton era tan inocente como usted o yo en 1934, fiscal Tate.
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