Capítulo 59
El asesino estacionó la patrulla fuera de su granja y se apeó sin haber cerrado ni la portezuela. Iba maldiciendo sin parar. Un ardor punzante cruzaba por el puente de su nariz. La sangre le empapaba el pasamontañas. Desde que había huido del ataque, un gusto metálico predominaba en su boca.
Entró a patadas a la casa, se arrancó las prendas ensangrentadas y se miró al espejo del baño. Su nariz lucía torcida. Escupió en el lavabo cuanto pudo. El líquido carmesí se drenaba junto al agua. Del botiquín del espejo extrajo hilo para coser las heridas. La tarea resultaba demandante y le llevaría un buen tiempo.
Al fondo oía los golpes y gritos de una joven que exigía atención.
—¡Ya dame de comer, hijo de perra! —gritaba—. ¡Estoy famélica!
Él hizo caso omiso de las quejas e injurias. En cambio decidió encender el fonógrafo de la sala de estar. Sus discos de Dinah Shore apenas le ayudaron a ignorar a la desesperada jovencita, que se desgañitaba y pretendía destruir la tubería.
Se preparó para acomodar su nariz y soltó un fuerte quejido una vez la hubo enderezado. Cosió su cortada y pretendió disfrutar de sus canciones preferidas, sin éxito, pues la adolescente endemoniada no se daba por vencida.
—¡Dame ya de comer, cabrón! ¡Maldito seas!
—¡Cállate ya, perra!
—¡Lo haré cuando decidas darme comida o me pegues un tiro!
Del coraje, el asesino lanzó el hilo a un lado. Había dejado su lesión a medio cerrar. Cortó el resto de hilo y obedeció a su víctima. Percibía por sobre su rostro todavía cómo la humedad le ensuciaba la barba. Cogió un plato para servir comida a los perros y vertió medio frasco de frijoles refritos. Le puso un tenedor desechable y abrió la puerta del sótano.
—Ya era hora —dijo Diane Goldstein abajo, atada a unos grilletes, al final de la escalinata—. ¿Acaso piensas que tu hijo se alimentará solo? Necesita proteínas, igual que yo. —Acariciaba su vientre, aún plano.
—Lo sé, niña, ya voy. —El hombre bajó y le tiró el plato de mala gana hacia su lecho. Se había desperdiciado un poco de comida—. Ahora come y cállate.
—¡Te odio, maldito!—Él la ignoró y subió de vuelta para continuar con su curación—. ¡Te odio!¡Mátame ya!
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