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Capítulo 51

Luego de aquella productiva charla con Violet Anderson, la señora Krasinski volvió al automóvil. Se había dado otra vuelta por los almacenes. Aunque ya estaba harta de los vendedores, los había escuchado con paciencia, a la vez que la impotencia la dominaba. Por mencionar un ejemplo, Elena oyó al vendedor de los televisores como a un salvador. «Yo le daré un buen consejo, señora, un marido con un buen televisor se vuelve más productivo, y usted puede sorprender al suyo. ¿Ya ha escuchado lo que dicen los psicoanalistas sobre un marido infeliz? La mayoría coincide con que a los hombres les hace falta una buena herramienta para mirar el beisbol». Después otro vendedor le dijo que su aspiradora era tan fácil de usar, «que hasta un negro sería capaz de encenderla».

¡Y todo por un excelente y bajísimo precio!

Pero ni tanta oferta tentadora convenció a Elena, que más bien salió ofendida. Solo se repetía una y otra vez que ya nada era como en su juventud; todo se había entregado al malvado consumismo. Ya nadie respetaba la importancia de la austeridad.

Así que, cuando halló a su familia esperándola en el aparcadero, notó que tal felicidad de la que hablaban sí los había alcanzado: Peter sonreía y Tabatha saltaba de alegría, señalándole el nuevo pino atado al toldo del coche. Elena ignoró el árbol, subió al asiento delantero y partieron a casa.

—¿Encontraste algo que te gustó, cariño? —preguntó él.

—No.

—Mamá —la llamó Tabatha—, ¿no te gustó nuestro árbol?

—Oh, es muy lindo, nena. —Le sonrió falsamente por el retrovisor.

Ya de regreso, la familia se contentó por el nuevo pino. Tabatha planeaba poner luces en el pórtico, Leon se atrevió a mencionar que a lo mejor los ayudaría con las esferas y Peter aludió a su interés por unos regalos, quizá una carpeta nueva para sus informes o una corbata de seda. Elena los miró de reojo, se quitó el saco y fue a la cocina a cumplir con algunos menesteres. Como notó que comenzarían de una vez con las decoraciones, se detuvo detrás de la barra de la cocina y llamó a su marido, con un movimiento de dedo.

—¿Qué sucede, cariño? —preguntó Peter.

—¿Se puede saber qué están haciendo?

—Adornar para las Navidades. Los vecinos comenzaron desde que terminó Acción de Gracias, y los niños me expresaron su deseo por...

—Navidad es hasta enero. Falta más de un mes para la celebración.

Peter ensombreció su rostro, pero pronto se entristeció.

—Y nosotros no ponemos nada de luces —agregó ella—, ni compramos regalos ni adornamos árboles ni nada de eso, ¿recuerdas?

—Elena, los niños ya estaban muy decididos, ¿qué quieres que les diga?

—Pues que nosotros festejamos hasta el siete de enero. Y lo hacemos de otra manera, no como los americanos.

—¿Entonces qué harás? —le preguntó él, molesto—. ¿Quieres que lo impida? ¿Quieres que les diga que no van a celebrar como desean? ¿Que la religión está prohibida como cuando éramos jóvenes tú y yo?

—Si lo deseas lo hago yo.

—Elena, no...

—Niños. —Ellos, que abrían un paquete de esferas brillantes, voltearon a ver a su madre con la reacción de alguien que sabe qué le espera—. ¿Pueden venir un momento, por favor?

Leon, con el ceño fruncido, se acercó por delante de su hermana.

—¿Qué creen que están haciendo?

—Adornamos para Navidad —dijo Leon a secas.

—¿A más de un mes para que comience?

—¿Qué tiene? Los vecinos ya...

—¿Y hacemos lo que hacen los vecinos?

—No.

—¿Entonces?

—Mamá, esto es ridículo —espetó Leon—. ¿Por qué debemos festejar la Navidad ortodoxa?

—Porque es nuestra cultura, ¿cómo que por qué, jovencito?

—¡Ya basta con eso, mamá! Estoy harto de que siempre hagas lo mismo. El año pasado Tabatha quería por lo menos unos regalos y no dejaste que le diéramos nada.

—¡Cuida tu tono, Leon!

—¡Y tú respeta lo que deseamos! Siempre impones tu opinión, siempre nos dices que hacer, siempre te la pasas explicándonos cómo debemos comportarnos. Te he dicho miles de veces que no me identifico como ruso, que tengo problemas para apenas relacionarme como estadounidense. No sé qué demonios soy ni qué debo ser. —Temblaba de la furia, pero mantenía lo posible no estallar o perder la compostura. Los demás estaban cabizbajos, no así su madre, que lo miraba con suma atención, aunque con los ojos henchidos de dureza—. ¿Has pensado por un instante qué es lo que queremos Tabatha y yo? Seguro ni te has preguntado qué es lo que esperamos de nuestra vida en este país. Ambos nacimos en la ciudad de Jersey, por el amor de Dios. No le debemos nada a ese lugar que se te hace imposible abandonar, que para colmo no es de la simpatía de nadie. ¡No tenemos ni idea de qué hacen en Moscú por estas fechas, porque no nos importa! ¡Nunca la hemos pisado!

—Leon, será mejor que... —quiso interrumpirlo.

—Tal vez esos imbéciles no les dejen hacer nada debido a que el tal Stalin ni se los permite.

—Stalin ya ni siquiera...

—Nosotros nos identificamos con los regalos, porque crecimos viendo a otros niños recibiéndolos. No es nuestra culpa. Así es la cultura en la que nos desenvolvimos. Tú deberías intentar comprenderlo. Además, si tanto te gustan tus antiguas tradiciones, no sé por qué demonios entonces te fuiste de allí en un principio. Te aterraban esos dictadores, ¡pero tú eres igual de tirana que ellos!

—Pero... —Ya ni intentaba imponerle su punto de vista, sino que sus palabras le dolían.

—Ya no somos refugiados, madre, vivimos en un sitio diferente, uno repleto de mucha porquería, pero a fin de cuentas es nuestro hogar. Quiero sentir que al menos soy de aquí, maldita sea. —El teléfono sonó—. Ese pedazo de estúpido —masculló—. Le dije que lo hiciera más temprano. Ahora lo hace en el momento más inoportuno. —Tomó el auricular y lo volvió a colgar de un azotón. No se molestó en saludarlo, y luego subió las escaleras—. Si vuelve a hablar, será mejor que lo manden a la mierda. Ya no quiero saber nada.

Elena se hundió de nuevo en su laguna de incomprensión.

—Tabatha...

—Mamá, por favor no. Estoy de acuerdo con él. No me harás cambiar de opinión —dijo en un tono determinante. Y regresó a su noble empeño de darle belleza al pino.

—Elena, creo que ellos defienden una causa justa. —Levantó los hombros.

—¿Te fijaste cómo me habló? —dijo entre lágrimas. Sacó un pañuelo de su bolsillo y se limpió con delicadeza la humedad en sus mejillas—. Nunca me había gritado así. Dijo la palabra «mierda». Eso es inconcebible. ¡Se merece unos azotes por su insolencia!

—Piensa en cómo se sienten, cariño. Ellos quieren encontrar su identidad, y lo sabes. ¿No crees que es egoísta encimarles tradiciones que ya no les pertenecen? Yo también ya estoy harto de no encajar en este mundo. Aunque pasen cien años, me seguiré sintiendo un extranjero a donde vaya, porque siento que no encajo en ningún lado. En todos lados importa qué apellido tienes y cómo luces. Son años de lo mismo. Pensaba que ya era terrible temerle al primer automóvil oscuro que se parara frente a la casa. Y es peor si tienes vecinos que inventan rumores, como ya sabes quién. Pero imagínate lo que pasa dentro de su cabeza.

La pobre mujer solo se conmovió más con tales palabras.

—Todo tiene que cambiar —dijo Peter con dulzura. Y añadió, cuidando de que Tabatha fuese a oírlo—: No sé si te des cuenta, pero está ocurriéndole a Leon lo que nos dijeron desde un principio que le pasaría, y eso es peor para él.

—¿A qué te refieres?

—Lo de que su cuerpo era diferente, ¿recuerdas?

Su mirada denotó que sí lo hacía.

—De cuando dijeron que tendría un desorden hormonal leve y que esto afectaría su desarrollo —continuó Peter—. Nos pareció un insulto que nos dijeran que fuera a hacerse de tendencias afeminadas, y me recomendaron a mí criarlo con mano firme para evitar no sé qué.

—No me lo recuerdes.

—Por lo que he visto de él, parece que batalla mucho con su identidad. Ayúdalo.

La señora Krasinski asintió de manera forzada, como para quitárselo de encima. Y es que, si algo le dolía más que las peticiones de su familia sobre ya olvidar su arraigada nostalgia, era aceptar que su hijo era diferente.

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