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Capítulo 50

Al día siguiente, Leon tuvo un desayuno muy tenso con su familia. Ellos se alistaban para el bazar del pueblo, que abriría en el centro con estands llamativos y repletos de mercancía navideña. Era una costumbre muy querida en Sweeneytown cuando se aproximaban las vísperas de la celebración más importante del año. Peter y Tabatha charlaban sobre cuánto amaban las galletitas de jengibre y de lo mucho que adoraban los caramelos mentolados con forma de bastón. Elena, por su parte, no se mostraba muy entusiasmada; más bien se quejaba de lo intranscendente que resultaban semejantes tradiciones. Pero Leon no prestaba atención a sus conversaciones a causa de la angustia que le provocaba esperar una llamada. En cualquier instante llegaría. Patrick debía hablarle pronto, con las buenas nuevas.

No lo hizo.

La mañana transcurrió, siguió sus rutinas comunes, preparó ropa gruesa para asistir al bazar y miró una docena de veces el aparato, cada vez que pasaba por la cocina. Necesitaba saber qué había obtenido su amigo, pero también le aterrorizaba recibir la información nueva. Cómo detestaba los teléfonos, se repetía, «el día en que viva solo no tendré uno, para que no me estén molestando y...»

—¿Listos, familia? —canturreó Peter desde el vestíbulo—. Iré a calentar el auto.

—¡Bien! —gritó Elena desde su habitación.

—¿Qué tienes, Leon? —le preguntó Tabatha apenas él hubo salido de su recámara.

—Nada.

—Has estado muy intranquilo.

—No es cierto.

—Al menos por hoy deberíamos divertirnos, ¿no lo crees?

—Estoy de acuerdo.

El viaje al centro de Sweeneytown, (al que bien pudieron haber llegado a pie dada la proximidad), duró solo unos cinco minutos. Ya allí, Elena anunció que iría a los almacenes a ver qué encontraba, y el resto de la familia se dispuso a visitar el propio bazar.

Los alrededores eran muy coloridos. El verde y el rojo se repetía en las texturas de los empapelados, y los patrones eran los mismos de cada Navidad: renos, santas, cascabeles, etcétera. En un altoparlante cantaba Andy Williams «¡es la época más maravillosa del año!». La nieve aportaba lo suyo, pues la suave nevada que caía sobre el pueblo daba un buen ambiente de mediados de diciembre.

Leon apaciguó sus pensamientos en tanto miraba los artículos. Una caja de ajedrez a precio rebajado le llamó la atención. Imaginó por un instante que podría comprarla para Patrick, mas descartó el pensamiento al darse cuenta de que la calidad a lo mejor no cumpliría con los exigentes gustos de su colega. Tabatha, al tiempo, se deleitaba con los pinos y las luces. Ella sugería a su padre que este año sería fantástico adornar la casa como lo hacían todos los vecinos. A Peter le gustó la idea, ilusionándose con un pino muy colorido y alto en la sala.

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Para Elena no había una época más desgastante que la Navidad occidental. En su juventud diciembre había sido un mes como cualquier otro, y no era para menos, ya que los festejos del nacimiento de Jesús los celebraba en enero, en concreto el séptimo día del mes. Y es que no cabían en su entender costumbres tan irrelevantes como los regalos y el gasto excesivo. La gente se olvidaba de lo que de verdad importaba: la convivencia y la paz entre las familias. Así, pues, su viaje por los almacenes le resultó de lo más contradictorio. Había querido distraerse, y solo encontró más de lo que le disgustaba.

En un escaparate encontró una línea de lavadoras adornadas con textos pasteles y chispitas. Las características de la máquina se exageraban, como que era la tecnología del futuro y a disposición de cualquier hogar. Todo un hito del mercado. Una ilustración de ama de casa perfecta contrastó con su manera de pensar. La mujer de la imagen abría la ventanilla de la lavadora y se sorprendía con lo impoluta que estaba ahora su ropa. Y una frase debajo del dibujo rezaba: «¡la lavadora que toda mamá desea!».

Elena fingió una risita y continuó su paseo hacia dentro de la tienda. Miró más electrodomésticos, mientras una musiquita brasileña tipo Muzak se reproducía en los parlantes. A lo largo de esta sección, una retahíla de frases prometían a Elena la felicidad absoluta si acaso las adquiría. Ella solo se burlaba para sus adentros.

—Veo que usted desea una buena lavadora que la satisfaga —dijo un empleado a su lado. Este levantaba el dedo igual que el presentador de los anuncios televisivos. Creyó por un segundo que tal vez sí lo era. A pesar del carisma del hombre, Elena lo ignoró sin reparo—. Tiene la cara de una madre que desea ser feliz. ¡Pues no tendrá que buscar más nada! Humphrey Wash tiene lo que usted busca. Lavado automático, programación para el secado, regulación de agua...

Detrás, una voz conocida interrumpió al vendedor.

—¿Viene con un marido que no me sea infiel?

—Me temo que no —le contestó este, con el rostro abochornado.

—Entonces no me hará feliz.

El hombre buscó a otra mujer en busca de felicidad y se alejó cuando la halló.

—Oh, Violet, buenos días —le dijo Elena—, ¿cómo la has llevado?

—Mejor que nunca, Elena. —Violet hablaba con sinceridad—. ¿Y tú?, ¿cómo has estado?

—Tú sabes, haciendo lo que se puede. ¡Oh, Topsy, qué alegría volver a verte!

—Buenos días, señora Krasinski —respondió esta con disciplina.

—Oye, Elena... —comenzó a decir la señora Anderson con timidez—. ¿Podrías venderme otro plato de esa sopa que una vez llevaste a mi casa?

—Para nada te cobraría. Te regalaré otro. ¿Te gustó?

—Nos encantó, ¿verdad, Topsy? —La doméstica asintió con rapidez—. Te agradecería que me permitas pagar los gastos.

—Está bien, pero no me costará regalarte otro plato.

—Por favor, Elena. Estos últimos días, aunque no me lo creas, me he dado muchos gustitos, y gastar mi dinero en lo que deseo es uno de mis tantos placeres. A eso sí le llamo felicidad.

—Creo que te comprendo, Violet. Digo, ¿qué saben estos anuncios de lo que deseamos nosotras?

—No tienen ni idea, amiga.

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