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Capítulo 48

Una nevada ligera cubrió Sweeneytown aquella noche. Leon y Patrick tiritaban a pesar de ir cubiertos por chamarras gruesas. Ambos habían salido a escondidas, porque ni de broma Elena hubiera aceptado que él saliese con semejante clima, y aunque no lo pareciera, Violet habría hecho lo mismo con su hijo. A pesar de todo, se dirigían a la calle que iba a la comisaría. La oscuridad reinaría en el pueblo de no ser porque las iluminaciones navideñas clareaban los alrededores.

Los jóvenes se posaron detrás de un arbusto, el mismo que siempre elegían. La patrulla, para fortuna de los dos, se hallaba aparcada a las afueras del edificio. Quizá por alguna razón, pensaron, ninguno de los alguaciles estaba de turno.

—¿Entonces dices que esa tal Grace Adams estaría detrás de los escándalos? —le preguntó Patrick a su colega.

—Ella lo ha hecho antes con tu familia.

—¿Y cómo sabes esas cosas?

—Investigué en la biblioteca —respondió Leon—. No fue difícil. En 1962 fue Adams quien calumnió a tu padre. No supe por qué lo hizo. El punto es que sus amigas le creyeron, y por culpa de Bob Gale y Adam Flanagan la prensa vino aquí a hacer preguntas.

—¡Esa maldita vieja! —exclamó Patrick—. Me dan ganas de apretujarle el cuello.

—Sí, te comprendo.

—¿Y ella ahora difundió esa mentira de que mi padre le fue infiel a mi madre y que la mamá de Shirley es lesbiana?

—Exacto.

—No lo entiendo. ¿De dónde saca esas historias? —quiso saber Patrick.

—Quién sabe. Pero yo tengo una teoría: que alguien le dijo lo del cobertizo de tu padre. Ahora también creo que esa misma persona le dio esos rumores.

—¿Y esa persona es el asesino?

—Probablemente.

—Me estoy muriendo de frío —se quejó Patrick. Sus labios palidecían—. No puedo pensar aquí con claridad. Explícame por qué sus calumnias tienen que ver con el asesino.

—Porque son convenientes. En 1962 tuvo que haber ocurrido algo para que esa historia existiera.

—Lejos de que lo de Cuba era el gran asunto, y de que mi padre es un contratista de la NASA, es muy claro por qué ocurrió.

—Quizás son cortinas de humo.

—¿A qué te refieres con eso, Krasinski?

—Que tal vez son escándalos para desviar la atención. Tal vez nos perdimos de algo.

—¿Y qué crees que pueda ser?

—No lo sé, Patrick. No tengo ni idea. Me lo he preguntado varias veces.

—¿Sabes qué es lo que más me jode? Que mi madre le creyó a esa anciana quedada. Ella no se cree nada. Es muy suspicaz. ¡Mierda! Es como tú: se la pasa cuestionándolo todo.

—Tal vez —decía Leon, meditando su respuesta— tuvo pruebas.

—No creo que hace dos años tuviese pruebas de que había un cohete en el cobertizo de mi padre. Alguien como Grace se traga cualquier porquería, con tal de tener sus cinco minutos de fama. Vive sola, su vida es deprimente, su pensión la mantiene; es obvio que quiere atención para entretenerse con algo. Ahora que lo pienso, ¡debiste haberla entrevistado en cuanto te enteraste de que fue quien esparció el rumor! Me refiero a lo de 1962, claro está.

—Iba a hacerlo, pero... Estaba ocupado.

—Te dio miedo, ¿verdad? Es como cuando te niegas a contestar mis llamadas. Los teléfonos te intimidan. No me engañas; yo me he dado cuenta.

—¿Qué cosas dices? Yo puedo hablar con quien sea sin...

—Shh. —Patrick señaló con la cabeza a la comisaría—. ¿Ya viste? Es ese cabrón. Ya se va. Prepárate. Debemos seguirlo.

Benjamin Cooper abordó el coche patrulla, encendió el motor y esperó a que la máquina se calentara, tiempo que nuestros jóvenes detectives aprovecharon para acercarse agazapados. Al tener a unos pasos el voluminoso vapor del escape, Ben aceleró y se dirigió al norte de Sweeneytown, hacia donde se encontraban las granjas. Los chicos corrieron detrás de él, pero se cansaron muy rápido, pues apenas inhalaban el intenso frío, los pulmones se les cerraban. Aparte, la carretera estaba muy resbalosa y húmeda.

—Todo sería más fácil si tuviéramos bicicletas —dijo Patrick con el aliento agitado.

—Yo nunca tuve una.

—Yo ni siquiera aprendí a montar una —admitió Patrick.

—No es gran cosa. Ya vimos qué camino tomó.

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Después de un quinto de milla en el camino que iba a Steelville, Patrick y Leon dieron por fin con una modesta granja donde estaba el vehículo policial de los Cooper en los límites de un sendero. Un buzón, además, tenía rotulado el nombre de la familia. Otro automóvil, uno particular, reposaba debajo de un árbol; ningún aspecto llamaba la atención en él. Y había luz en las ventanas de la casa. Subieron con discreción al pórtico y se asomaron por una rendija que permitían las cortinas. Después Patrick, que iba adelante, sugirió con señas a su compañero que debían rodear la casa. Leon supuso que adentro no había nadie.

Del otro lado, Benjamin entraba y salía de un granero muy pequeño. Desde afuera se oían cacareos. Gracias a unas ramas cubiertas de un poco de hielo, ellos consiguieron aproximarse a Benjamin sin que este se enterara. Ben salió y entró un par de veces más con cajas de alimento para las gallinas, a las que trataba con mucho cariño. Les hablaba como si fuesen personas, y también las llamaba por su nombre: Mila, Gertrudis, Doris, Loretta... Incluso parecía discutir con los animales. Se molestaba porque una picoteaba a otra. Leon y Patrick se miraron extrañados. Todo les pareció absurdo.

La nevada empeoró y los jóvenes se alteraron más por culpa de la ventisca.

Leon estornudó.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el oficial, con una oz en la mano—. Será mejor que salga.

Ellos obedecieron. Sus caras, más que avergonzadas, se mostraban decepcionadas.

—¿Qué hacen ustedes aquí? Deberían estar en casa.

—Yo... eh...

Patrick balbució.

—¿Por qué me siguieron?

—Íbamos por ahí en busca de pruebas —dijo Patrick—. No pensamos que tú vivías aquí.

Cooper hizo una mueca de incredulidad, pero de todas maneras sonrió.

—Vengan adentro. Aquí hace mucho frío.

Pero Leon no estaba convencido. Debido a unas recelosas peticiones suyas, Cooper tuvo que mostrarles el resto de la granja. No se iría hasta conocer cada rincón, le había advertido. Aquello no fue un problema para Ben, que accedió sin reproche. Visitaron el sótano, el ático, las recámaras, el baño, los graneros y el patio. Incluso el alguacil se mostró generoso y quiso enseñarles la basura. Nada extraño ocupaba los deshechos; solo había latas, bolsas y demás artículos que cualquiera tiraría. Ni siquiera un hacha, un frigorífico secreto, un compartimento donde estuviera Diane Goldstein. Nada. Cooper se veía muy inocente.

Y su hospitalidad fue excepcional. Les dio un lugar en la mesa, les ofreció una cena y les sirvió tazas de café. Una de las tazas tenía una leyenda que decía: «la eficiencia es lo más importante». Leon la había leído varias veces, dándole vueltas, mientras Patrick le hablaba a Ben de Grace Adams, el asesino, los escándalos que esta mujer se inventaba y la probabilidad de que todo hubiera sido un montaje del propio homicida para ocultar un secreto terrible en el que la propia Grace fuese una cómplice más. Quizá, le aseguraba Patrick, todo era una conspiración entre Perdomo, Flanagan y Adams. Por cierta parte de la hipótesis, el nombre de Bob Gale también se mencionó como sospechoso.

—Es un punto a considerar —opinó aquel de forma escueta—. Se lo diré a papá.

—Por favor, Cooper. Es importante que hables con esa mujer. Ha jodido mi vida y la de Shirley.

—Dices que no hay pruebas de que haya sido ella, ¿verdad? Y supongo que tampoco las hay para saber de dónde sacó esas historias o si las ha inventado.

—No, no las hay.

—Solo una nota de 1962 en la biblioteca —intervino Leon—. No demuestra, claro, que ella haya sido la culpable de las difamaciones que están aconteciendo, pero nos enseña cómo se comporta. Merece por lo menos que la indaguen.

—Entiendo.

—Vale, entonces sería todo. Hora de irnos, Krasinski. —Patrick se levantó. Lucía molesto, o eso creyó adivinar Leon en sus facciones imprecisas.

—Los llevaré al pueblo. Está nevando muy fuerte, y sus padres ya han de estar preocupados. Es más, debería llamarles por teléfono para aclararles dónde están.

—No, no es necesario —dijo Patrick—. Pero aceptamos el aventón. Hace un frío de perros como para volver a pie.

—Desde luego, chicos. —Benjamin comenzó a reírse, lo que sorprendió a Leon y compañía—. No puedo creer que hayan pensado que yo era el asesino.

—Pues... ¡pasó y ya! —rezongó Patrick—. Y además, dime ya de dónde sacaste esa estúpida bufanda.

—Oh... —Ben se sonrojó—. Una persona muy especial me la regaló —dijo, mirando a Leon.

—Qué tierno —ironizó Patrick—. Vámonos, antes de que nos vengan a buscar.

—Con gusto, chicos. Por cierto, me alegra que ustedes ya sean amigos.

Benjamin los llevó en su coche particular. Era muy inofensivo y anticuado. Hasta tenía en la radio vieja música de jazz, detalle que hizo pensar a Patrick otra vez en su equivocación. Habían creído que sorprenderían al comisario arrastrando algún cadáver, pero no era así. Ya por lo menos se quitaron un peso de encima.

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