Capítulo 44
Una nueva semana llegó y con ello la confesión y sentencia de Héctor Estévez, que no tardó en hacerse pública. En medio de las clases, Patrick, Shirley y Leon se sorprendieron con los susurros que poblaban las aulas de clases. El rumor se esparció como la pólvora, iniciado tal vez por algún voceador montado en su bicicleta.
Y así fue.
En sus hogares, por hacer mención de unos, los Gale festejaron con tristeza la noticia. Hubo abrazos y lágrimas. Por fin era un hecho que Héctor había sido el asesino, y no solo eso, sino que sería freído en la silla eléctrica. Todos estaban tranquilos de que no solo las pruebas hablaban, sino que sus palabras lo demostraban. Quedó claro que diciembre sería el mes de la tranquilidad y que las Navidades augurarían el regocijo esperado para Sweeneytown.
Los estudiantes ahora ocupaban los jardines de la escuela como si fuese un campamento. Las mujeres, en especial, corrían de la mano de sus amigas, mientras reían, para dirigirse a la fuente de sodas. Bailaron rock and roll cuanto pudieron frente a los tocadiscos, pues era el final del «hija, no salgas sola». Los muchachos, en cambio, aprovechaban para leerse las historietas que no iban a comprar, antes de que el dueño del establecimiento los echase a golpes con un bastón.
Pero no podía decirse que la alegría embargara a todos. No. En el caso de la señora Goldstein, quien había gastado sus recursos buscando a su hija en los bosques gracias a comandos de rescate, la pesadilla no hizo sino agravarse. ¿Qué significaba aquel veredicto tan insulso? Las víctimas que se había podido imputar al sospechoso no tuvieron la más mínima dificultad en demostrarse, según ellos; pero la culpabilidad sobre la primera joven en desaparecer no se demostró y se dejó de lado, como si solo fuese un papeleo más. Los volantes con el rostro de la joven, que se habían adherido a los troncos de los árboles, se desgastaron con el frío y la humedad, y de ellos no quedaron más que trozos de papel decolorado. El FBI solo habló de presunciones. Tampoco se resolvió nada. Las autoridades demostraron con frialdad ante los medios que el caso estaba cerrado. Diane solo sería un «ni modo, no la encontramos, pero todo apunta a que fue Héctor Estévez. Fin de la sesión». Por ende, Janelle Goldstein organizó una protesta que se llevaría a cabo por varias ciudades al mismo tiempo. Se exigían más pruebas.
Y en la mañana que el Dispatch anunció el final del Demonio de Sweeneytown, al tiempo que nuestros jóvenes detectives estaban confundidos mirándose de lejos como desconocidos, al despacho de la profesora Schmidt llegó un representante de la ley, acompañado de su padre Herman y de dos personas que vestían de blanco.
Herman tocó en la puerta. La visión le arrancó a Brigitte los ánimos.
—¿Qué sucede, papá?
—Hija, me temo que deberemos charlar sobre algo. —Cerró la puerta. Los otros tres hombres permanecieron detrás, como soldados.
—¿De qué se trata? —interrogó, muy temerosa.
—Verás, he descubierto que estás sufriendo de una enfermedad muy grave.
—¿Cuál enfermedad? Yo me siento mejor que nunca.
Herman se tocó el pecho, como si presintiera un infarto.
—Es más complejo de lo que crees... —Tan conmovido estaba, que no pudo continuar.
—Se trata de un síndrome que debe ser tratado, señorita Schmidt —terció el oficial—. Pero no deberá preocuparse; el Estado se encargará de proveerle las herramientas que necesita para reincorporarse a la sociedad.
—¿Reincorporarme...? Papá, no entiendo nada, ¿por qué sería yo un peligro para la sociedad? —El gendarme hizo un gesto a los hombres de blanco, y estos se dirigieron a ella para someterla de los brazos—. Pero ¿a dónde me llevan? Tengo mucho trabajo. No me arrastren así, ¿qué no ven que estoy muy ocupada con unas calificaciones? ¿Acaso estoy detenida por algún crimen? Díganme al menos qué falta he cometido. ¡Suéltenme! ¡Papá, por favor, ayúdame! ¡No he hecho nada malo! ¿De qué se me acusa?
—No has hecho nada malo, hija mía, tienes razón. —Le acarició una mejilla antes de que los hombres la continuaran cargando hacia el pasillo—. No es tu culpa. No es... tu culpa. ¡Oh, Dios mío, no puedo!
—¡Esto es un error! ¡Deténganse! ¡Se han equivocado de persona!
Por el pasillo se arremolinó un gentío. Las adolescentes abrazaron con más fuerza sus libros y los varones quedaron boquiabiertos. Llevaban a la profesora Schmidt como si hubiese sido sorprendida robando un banco. A su paso, sí, fluyeron los rumores. Brigitte solo pensó en que había triunfado una calumnia.
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Shirley y Carl todavía seguían en sus clases para cuando un desconocido hizo una importante visita a la casa de los Flanagan. Molly estaba entretenida preparando una tarta que serviría de merienda. Notó que Adam venía detrás de un hombre alto y anciano cual sombra. Ella frunció el ceño al no comprender qué sucedía.
—¿Quién es usted? —El hombre se quitó los lentes y los limpió en tanto Adam balbuceó.
—Es un médico, cariño, un psiquiatra.
—¿Y para qué necesitamos a un loquero?
—Viene de Topeka. Me contactó esta mañana debido a una solicitud que le hice.
—¿Por qué harías una solicitud al psiquiatra? ¿Acaso estás viendo cosas que no existen?
—Es sobre usted, señora Flanagan —dijo aquel, con una voz muy gruesa. Parecía una versión más aterradora de Herman Schmidt. Dio un paso adelante—. Su esposo me informó de que usted ha estado teniendo ciertos síntomas que deben tratarse en la prontitud.
Ella se burló.
—«Ciertos síntomas» —repitió con sorna—. No me venga con sandeces. ¿Cuándo te he avisado de ciertos síntomas, Adam?
—Señora, su esposo fue muy determinante. Me mostró pruebas irrefutables de unas desviaciones que padece. Será mejor que charlemos por lo pronto. Quisiera hacerle una entrevista. Es posible que venga con nosotros a Topeka, si con mi juicio determino que usted es un peligro para la sociedad.
—¿«Peligro para la...»? ¿Qué clase de broma es esta, Adam? Llévate a este viejo decrépito de mi casa. Me está insultando, y eso no me agrada para nada. Deberías defenderme. Desviaciones. Admito que no estoy del todo en mis cabales, pero este anciano bruto está más desviado que yo de cualquier manera.
—Molly, cariño... —La tomó por los hombros—. Platiqué un poco con él y... ¿cómo decirlo? Si cooperas, no será necesario enviarte a ninguna institución mental. Tengo los recursos y pienso usarlos. Será un poco costoso al principio, claro, pero contigo no quiero...
—Ve al grano, no te entiendo nada.
Adam esperó y asintió.
—Me llegaron unas fotos tuyas —susurró, como si así evitara que el viejo escuchase—. Estabas... te veías muy extraña. No puedo creer que hayas hecho algo así.
El semblante de Molly cambió muy rápido. Lucía muy distraída.
—Debería estar enojado —añadió—, lo sé, ¡furioso! Pero no lo haré. Yo te quiero mucho, Molly. Estoy dispuesto a gastar lo que sea necesario para que no vayas a ningún hospital de mala muerte. Serán solo sesiones privadas, para que te traten de la manera más humana posible. Pero deberemos mudarnos a San Luis. Allí el doctor estuvo de acuerdo en realizarte visitas particulares, ya que se le hace más sencillo ir ahí directamente que venir desde Topeka hasta acá. Quiero que te recuperes. Lo nuestro ya se ha desgastado mucho, ¿sí?; ya nada es como antes. Te he notado muy distante, y cuando por fin hallo el origen del problema, es cuando me digo a mí mismo «es Molly, es mi esposa. No me daré por vencido».
—¿A qué fotos te refieres?
Adam volteó. El psiquiatra continuaba al tanto.
—Estabas desnuda... junto a Brigitte —susurró más.
—¿Qué?
—¿Puedes negarlo?
Molly tardó en responder, pero al final negó con la cabeza. De pronto tuvo la idea de que el viaje a San Luis había sido una trampa.
—¿Tú lo sabías?
—¿Qué cosa?
—¿Sabías que yo me escondía con Brigitte?
Adam reaccionó con una sincera sorpresa ante la pregunta de Molly.
—Claro que no.
—Mientes. Todo esto lo hiciste para deshacerte de mí.
—N-no... ¡No es cierto! Yo te amo, y esto lo hago por ti.
—Sabías que me juntaba con Brigitte. Siempre lo supiste. Todo ¿para qué? Para irte sin mí a San Luis, donde quieres vivir, ¿cierto?
—Te equivocas.
—¿Y por qué no nos mudamos, en cualquier caso, a Kansas City, que está más cerca de Topeka?
—Porque... pues... acordamos que sería más sencillo así.
—Ni tú te lo crees.
—¿Por qué dices eso?
—Enviaste a un detective privado o a un espía para hacerme esto —Molly comenzó a llorar—. Te vas a deshacer de mí para irte a esa ciudad asquerosa. Me mandarás a Kansas, donde viven los locos, ¿no es así?
—Cariño...
—¿De dónde sacaste tales fotos?
Su marido farfulló que no sabía.
—Sí sabes.
—F-fue.. Fue Grace. Grace Adams. Ella me las dio ayer.
Molly esbozó una sonrisa triste.
—Embustero —dijo Molly—. ¡No te creo nada!
El psiquiatra se incomodó.
—Señora Flanagan, debo decirle que...
—Después de tantos años lograste lo que deseabas: irte de este pueblo, deshacerte de mí, quedarte con los niños y poderte largar a San Luis para continuar con tu vida de libertino.
—¡Estás exagerando! Deben ser las desviaciones que usted menciona, ¿no, doc?
El viejo continuó atento a la mujer.
—Has ganado, Adam, te felicito. ¡Enhorabuena! Por fin hiciste algo bien.
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La noche fue amarga para todos. Patrick no recordaba haberle hablado a nadie, Leon se encerró en su habitación desde que llegó a casa, Tabatha sufrió con los sentimientos reprimidos de su hermano («pobre —se decía esta—. Está dolido y no lo acepta»), y Shirley vivía en la ignorancia: mientras aún se le amargaba el gusto por no haber vengado a su amiga, a sus espaldas se gestaba una verdad todavía peor. Sus padres no se dirigieron palabra alguna aquella tarde, pero entre ellos era bien sabido que la mudanza ocurriría pronto.
Y en la casa de los Anderson, en donde se respiraba un mismo ambiente tenso, se llegó la hora de ir al trabajo para Bruce. Pasaba de la medianoche. Una llamada telefónica, como de costumbre, había notificado al ingeniero su deber con la NASA. Pero apenas se levantó de la cama, Violet lo detuvo para darle un breve mensaje.
—No regreses a casa —le dijo a secas.
—¿Qué dijiste?
—Has oído bien.
—¿Por qué demonios me dices eso, Violet?
—Porque sí.
—¿Esperaste todo este tiempo para decirme eso? No me has hablado en todo el día, y ahora de la nada me sueltas eso. ¡¿De qué diablos se trata?!
—No quiero volver a verte.
—¿Es por lo de Topsy todavía? Ya he pensado en recontratarla, ¿sabes? Esa inútil de Ana...
—Lo sé.
—¿Qué sabes? —preguntó con temor en la voz.
—Pues que la embarazaste, que no fueron unos chiquillos que ella invitaba a casa como creía y que la amenazaste de muerte si no se largaba.
—¿C-cómo supiste...? —Un escalofrío le atravesó la médula espinal.
Violet torció la boca.
—Algún pajarito me lo dijo.
—Violet, es en serio, ¿cómo te enteraste? —Él temblaba.
—Alguien mandó unas fotografías anoche, Bruce. —Se recargó en su codo, en tanto se cubría el pecho desnudo con la sábana. Aunque estaba oscuro, en sus ojos se traslucía un destello—. Y no solo eso. Dejaron cintas. Las reproduje y apareció tu voz y la de esa mujer.
—¿Y eres tan crédula para tragarte eso? —Intentó reírse—. Lo que te mande un extraño, un anónimo, ¿lo asumes como si fuese la verdad? Vamos, tú no eres así. Eres la mujer más inteligente que conozco. Cualquiera pudo haber manipulado esas supuestas pruebas. ¡De esa forma es que han condenado a Héctor!
—A menos que haya alguna técnica que genere tu voz y la de ella, con tanta naturalidad y precisión, y no se diga la fidelidad de las imágenes, entonces sí, lo pondría en duda. —Volvió a acostarse. Sorbió de la nariz. Esta vez, con una voz demasiado aletargada, le dijo—: No quiero que regreses.
«Esto no se quedará así —recordó a Ana diciendo aquello.»
—Esa perra me tendió una trampa —se dijo después frente al espejo, tras lavarse la cara. Una risita suya lo sorprendió y exclamó—: ¡Yo la jodí y ella me jodió a mí!
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