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Capítulo 42

Bruce pensó que la noche del sábado sería tranquila, antes del lanzamiento del Mariner 4. La transmisión se vería en directo a través de la televisión; de ninguna manera se lo perdería. La población del mundo, para julio, si la misión tenía éxito, iba a poder disfrutar de la publicación de nuevas imágenes de Marte.

Sin embargo, una llamada lo perturbó. Violet, quien pasaba cerca del teléfono, contestó y saludó unas tres veces sin que hubiese una respuesta. Luego lo miró a él, se encogió de hombros, le dijo que no era nadie y colgó. A pesar de que era una situación quizás habitual, Bruce intuyó de qué se trataba y temió cierta situación. Y no, no tenía nada que ver con su trabajo y la misión marciana. Él se levantó una vez su esposa se hubo ido y llamó al último número.

—¿Diga? —preguntó una vocecita muy confusa.

—¿Qué haces llamándome a mi casa? —preguntó Bruce cubriendo su boca—. ¿Qué diablos te sucede?

—Quiero verte.

—¡No! —Él volteó, pero para su fortuna estaba solo—. No ahora.

—Es importante.

—Más te vale que lo sea. ¿Dónde estás?

—En una cabina de teléfonos, en una calle llamada... eh... no se ve nada.

—Solo hay tres en Sweeneytown. Dos sirven y una no, la del norte. ¿La tuya se abrió con facilidad?

—Sí, creo que sí.

—Entonces estás en Kennedy. Espera allí.

Colgó, no sin antes espiar por nueva cuenta. Tal vez Violet habría pasado cerca.

Ya afuera, el frío lo caló hasta los huesos, y sintió la soledad de las calles. Desde que el asesino merodeaba libre, a nadie le atraía estar afuera después del crepúsculo. Pocos lo hacían, desde luego (por supuesto, quienes confiaban en la culpabilidad del jardinero).

Pronto halló la cabina, iluminada por dentro. Ahí lo esperaba una rubia bien arreglada. Era Ana, la doméstica, quien se supone debía haber regresado a Kansas City.

—¿Qué diablos haces aquí? ¿No tendrías que estar descansando?

—¿Eres tonto o qué? Seguro sabes por qué estoy aquí.

—No, ¿qué quieres?

—Estoy embarazada —dijo, con un hilo de voz—. Tuve síntomas de embarazo.

—¿Y no pudiste decírmelo por correspondencia?

—No te hagas el que no sabe. ¡Es obvio que es tuyo!

—No digas estupideces... Yo no... E-ese bebé... Por lo que a mí respecta puede ser de cualquiera de los idiotas que trajiste a mi casa.

—Claro que no. Con ellos no fue para tanto.

—¿A qué demonios te refieres?

—Con ellos no pasó a mayores. Solo eran besos y ya. Admito que me porté un poco mal, pero no soy un monstruo desenfrenado como lo cree tu mujer, ¿sabes? —dijo, avergonzada—. Contigo sí fue a más, ¿o ya se te olvidó? Bien que te gustó estar entre mis piernas ese día, ahora te vas a hacer responsable de mí y de mi bebé, porque voy a tenerlo.

—¡¿Qué?! ¿Vas a tenerlo? No puedes... —Bruce Anderson se quedó con el dedo en el aire—. ¿Por qué me haces esto? ¿Cuánto dinero quieres?

—Guarda tus billetes, tonto. Ni creas que me comprarás con dinero.

—Eres una... ¡maldita perra! —gritó, y enseguida la tomó del cuello y la estrelló contra el cristal de la cabina. La doméstica lo miró con los ojos bien abiertos. Se le dificultaba respirar, por lo que balbuceaba—. No puedes hacerme esto. Grábate bien en tu cabecita lo que estoy a punto de decirte: tomarás tu bebé no nacido, te irás de este pueblo y desaparecerás para siempre. De lo contrario tendré que asesinarte.

—¿C-como... a las... otras... tres?

—¿Qué?

—Yo sé... que tú... eres ese... asesino.

—Te has equivocado de persona. ¿Y lo entiendes o no? —La zarandeó. Ana cerró los ojos con tanto zangoloteo, y luego apenas los pudo abrir—. ¡¿Entiendes?!

—S-sí... Entiendo.

Al soltarla, ella inhaló una tremenda bocanada y se sujetó del teléfono.

—Canalla —dijo entre tosidos—, vas a querer salirte con la tuya. Tu esposa creerá que solo soy la zorra que invitaba chicos a la casa en tu ausencia.

—Lo hiciste.

—Y creerá que no soy más que una chica alborotada que se aprovechó de tu confianza, cuando tú me acosaste muchas veces —hablaba con resentimiento—. Llegaste a tocarme. Me creías una facilona por esas travesuras que llegué a cometer en tu sala, pero sabías bien lo que deseabas cuando me metías la mano en el vestido. Aunque, eso nadie lo sabrá, ¿cierto?

—Tienes razón. Ahora lárgate antes de que me convierta en el asesino que me crees. —Se quitó del camino, para que ella saliese de la caseta.

—De todos modos nunca le creerán a la zorra rubia, ¿no es así?

—Ya deja de compadecerte de ti misma y desaparece de mi vista. No creas que hacerte la víctima hará que me conmueva.

—Hasta nunca, señor Anderson. Esto no se quedará así.

—Más te vale que sí se quede así.

Bruce no esperó a que la mujer se fuese, sino que se dio la vuelta y emprendió el regreso a su casa. Frente a él vio a un automóvil que le despertó cierta desconfianza, pues desde su oscuro interior emanaba una melodía de jazz pegadiza. Era una canción de hace como treinta años, de las que escuchaban los esnobs en las fiestas de esmoquin. Lo primero que pensó fue que alguien lo seguía y vigilaba. Se le ocurrió que era una trampa de su amante, pero esta ya se había esfumado. Escuchó el coro sin evitarlo.

No te sientes bajo el manzanero

Con nadie más que yo

Nadie más que yo, no, no, no

¡Nadie más que yo!

—¡¿Quién anda ahí?! —Apenas habló, los faros del vehículo se encendieron y lo enceguecieron. El motor rugió. Sin más, aquel desconocido aceleró, se dio la vuelta y se alejó. Bruce se quedó confundido, entre culpando a Ana y creyendo que era un simple borracho—. ¿Qué demonios acaba de pasar?

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